—Tengo orden —dijo escuetamente— de confiscar todo lo que traéis con vos.
El joven guipuzcoano sintió que la sangre le hervía de indignación. El trabajo de muchos años de observación y estudio estaba guardado en varios cofres que llevaba consigo.
—No tenéis derecho a apoderaros de lo que no es vuestro.
El oficial, hombre de gruesa barriga y barba descuidada, se encogió de hombros.
—Todo lo que hay en un navío de su majestad le pertenece.
Abrid esas cajas o mando a un cerrajero que las abra.
Conteniendo su indignación, Urdaneta tuvo que contemplar lo que había estado temiendo durante tantos meses. El guarda mayor se apoderó del portacartas donde se hallaba la relación y la carta que Hernando de la Torre mandaba al rey de Castilla, el libro de contaduría de la nao en la que fueron a Moluco, junto con otro libro grande de Urdaneta y ciertas cartas de los hombres que habían quedado atrás. En otro cofre estaban las cartas de navegar que Urdaneta había dibujado de las islas Molucas y de todas las islas de su entorno, a pesar de estar éstas disimuladas como cartas personales. En la misma caja estaba la derrota que llevó la expedición de Loaysa desde La Coruña hasta las Molucas, así como la derrota que hizo la carabela que fue de Nueva España al Moluco junto con otras memorias y escrituras.
El embajador de Castilla en Lisboa, Luis de Sarmiento, trató de calmar al joven Urdaneta.
—Entiendo perfectamente vuestro disgusto —dijo—, y lo comparto, pero estamos en la capital portuguesa y me temo que una actitud altiva lo único que haría sería empeorar las cosas.
—¡Ahora me arrepiento de haber ayudado a los portugueses en las islas!
—exclamó Andrés enfurecido—. ¡Estarían todos muertos o presos si no hubiera sido por nosotros!
El embajador, hombre de aspecto afeminado y poco dado a actos heroicos, suspiró con resignación.
—Las islas Molucas no pertenecen ya a la Corona de Castilla. Nuestro emperador las vendió hace ya varios años.
—¡Pero, incluso así, no tienen derecho a apropiarse de lo que no es suyo!
¡Traía una relación de los hechos para su majestad el emperador de Castilla! ¿Con qué derecho se apropian de ella, y de cartas privadas?
—El derecho del más fuerte —dijo Sarmiento—. La Corona de Portugal quiere a toda costa mantener el monopolio de las especias y no está dispuesta por nada del mundo a transigir con nada de lo que afecte a aquella zona. Vuestros mapas de las islas les vendrán como anillo al dedo, y me temo que en estos momentos vuestra seguridad personal está en entredicho.
—¿Qué queréis decir?, ¿qué está en peligro mi vida? Sé defenderme.
—No es precisamente vuestra vida lo que quieren, sino vuestros conocimientos. Podrían obligaros a proporcionarles más información. Un interrogatorio a fondo podría llevarles meses.
—¿Queréis decir que me podrían retener aquí contra mi voluntad?
Sarmiento se acarició un mentón recién rasurado.
—Me temo que sí. Además, el rey de Portugal está aquí en Évora y estoy más que seguro de que su majestad no quiere que se aireen acusaciones y abusos que sus súbditos están perpetrando en el Moluco. Podría mandaros a prisión con cualquier excusa por tiempo indefinido.
Andrés de Urdaneta paseó por la habitación preocupado.
—¿Qué me recomendáis que haga?
—Que salgáis de Portugal lo antes posible. Ahora mismo. Tengo preparado un caballo en las cuadras para que galopéis hasta la frontera antes de que manden un destacamento de soldados para apresaros.
Urdaneta negó con la cabeza señalando a su hija.
—Mi hija no podría aguantar semejante cabalgada.
El embajador se acercó a la pequeña, que miraba con ojos inquietos sin terminar de comprender lo que pasaba a su alrededor.
—Mi esposa cuidará de ella —dijo— y antes de dos semanas la tendréis otra vez con vos.
Un sirviente interrumpió la conversación.
—Hay un pelotón de soldados a la puerta. El oficial pregunta por vos —dijo dirigiéndose a Urdaneta—. Vienen armados.
Sarmiento se levantó inquieto.
—Lo sabía. Han actuado antes de lo que me imaginaba. Salid por la puerta trasera.
Urdaneta cogió a su hija en brazos.
—Maika —dijo con voz preocupada—. Los soldados vienen a apresarme.
Debo escapar. Te dejo aquí al cuidado de Luis de Sarmiento. Él es un jefe poderoso y te protegerá. Dentro de dos semanas estarás otra vez conmigo.
La pequeña Maika era sin duda digna de su padre porque, dándose cuenta del peligro que corría su progenitor, reprimió las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos y abrazó desesperadamente a su padre.
—¡Corre, papá. Que no te cojan!
URDANETA EN LA CORTE
Cuando Andrés de Urdaneta y Macías del Poyo llegaron a Valladolid se encontraron con la desagradable sorpresa de que el emperador Carlos estaba en Italia. Sin embargo, los oficiales del Consejo de Indias se mostraron encantados con la presencia de ambos marinos y les sometieron a infinidad de preguntas. Los interrogatorios se prolongaron durante muchos días, y los oficiales quedaron asombrados de la increíble retentiva del joven guipuzcoano.
En muchos casos era capaz de dibujar cartas de derrotas de las islas con sus vientos y corrientes. Se acordaba de la latitud de todas y cada una de las tierras que componían no sólo las Molucas, sino las islas que las circundaban.
Juan de Espinosa, oficial mayor del Consejo de Indias, era un hombre corpulento de larga barba canosa y pelada cabeza.
—Tengo entendido —dijo con simpatía—, que habéis tenido un grato reencuentro esta misma mañana.
Urdaneta asintió sonriendo.
—Sí. Mi hija ha llegado de Portugal.
—¿Estaréis deseoso de llevarla a vuestra casa..., en Villafranca de Oria, ¿no es eso?
—Sí. Allí viven mis padres, de quienes todavía no he tenido noticias desde que partí, hace cerca de nueve años.
Espinosa se volvió hacia los demás oficiales con gesto interrogativo, encarándose luego con Urdaneta y Poyo.
—Hemos estado hablando sobre vos —dijo—, y creemos que merecéis un largo período de descanso. Id a vuestros hogares. Aquí tenéis una bolsa con sesenta ducados para cada uno, que se os entregan a cuenta de vuestros haberes.
Hizo una pausa y luego se dirigió a Urdaneta.
—Nos gustaría —dijo—, que ya que tenéis tan buena memoria escribierais una relación completa, desde el día en que salisteis de La Coruña hasta el día de hoy. Sería interesante que la tuvierais lista para cuando el rey vuelva de Italia.
—¿Y cuándo será eso?
—Esperamos que dentro de unos seis meses. Os mandaremos llamar a la Corte.
Don Juan Ochoa de Urdaneta, padre de Andrés, era un hombre corpulento de enorme mostacho que acariciaba constantemente, al tiempo que se aclaraba la garganta de una carraspera a veces inexistente. Alcalde de Villafranca de Oria, era una persona importante en la región.
La villa había sido fundada años atrás por razones puramente militares.
Era, viniendo de Navarra, el punto donde convergían los caminos naturales de invasión del territorio guipuzcoano. Unos y otros, guipuzcoanos y navarros, se habían invadido mutuamente en innumerables ocasiones. La situación de muchas de las villas de ambas provincias en su parte fronteriza obedecía a designios meramente defensivos. Sobre todo desde que Guipúzcoa, separándose del reino de Navarra, se incorporara a Castilla, no tuvieron fin las depredaciones que guipuzcoanos y navarros se causaban recíprocamente. La frontera estaba en permanente pie de guerra.
—No sabes cuánto me alegro de tenerte otra vez en casa, hijo. Las cosas andan muy revueltas por aquí.
Andrés se acercó al inmenso fuego que ardía crepitante en el hogar del salón.
—Las cosas siempre han andado muy revueltas por estos lares, si mal no recuerdo, aita. Si no estamos en lucha contra los navarros lo estamos contra los franceses. ¿No fue en el año 21 cuando las tropas capitaneadas por Martín e Íñigo de Loyola pasaron por aquí en auxilio de las tropas imperiales sitiadas en Pamplona?
Juan Ochoa de Urdaneta se atusó el bigote y asintió.
—Tenías trece años entonces. Tienes buena memoria. Efectivamente, las tropas del emperador estaban sitiadas en Pamplona por Andrés de Foix. También tuvieron que acudir en ayuda de la villa de Fuenterrabía, también sitiada por los franceses.
—Y ahora, ¿cómo estamos?
El padre de Andrés se encogió de hombros.
—Digamos que estamos en un compás de espera.
La conversación se vio interrumpida por la entrada de Maika.
—¡Mira, papá, lo que me han regalado!
—¡Una muñeca!, ¿quién te la ha dado?
—La abuela. Al primo Luis le ha regalado una espada.
Como para confirmar lo dicho por la niña, en la puerta apareció un niño de doce años blandiendo una espada de madera.
Don Juan saludó a su nieto.
—¡Hola, Luis!, ¿dónde está tu madre?
—Ahí viene, abuelo. Hola, tío Andrés. ¿Cuándo nos vas a contar más aventuras de las Molucas?
Andrés sonrió, esquivando la estocada de su sobrino. Cuando iba a responder entraron dos mujeres en la estancia.
—Hola, mamá. Hola, Margarita.
Doña Gracia de Ceráin era una mujer esbelta que aún conservaba rasgos de antigua belleza, que sin duda habían sido heredados por su hija Margarita. Al entrar sonrió a los dos hombres tratando de apartar la mirada del rostro deformado de su hijo. Todavía no había podido acostumbrarse a la idea de que la cara de su pequeño Andrés se había convertido en una máscara deforme con la que tendría que vivir el resto de su vida. Los proyectos que había concebido al recibir la carta de Andrés desde la corte de casarle con una joven acomodada, se habían desvanecido como el humo de la chimenea.
—¿Cómo vas con la relación, hijo? —dijo, señalando las hojas escritas que se apilaban en un escritorio junto al fuego.
Andrés suspiró.
—Parece que nunca voy a terminar. Llevo ya dos meses y todavía no voy ni por la mitad.
—¿Cuándo tienes que entregarla al rey?
—Me dijeron que volvería antes de la primavera. Ya me avisarán.
Doña Gracia movió la cabeza con resignación.
—¿Por qué se empeñan todos los jóvenes hoy en día en buscar la gloria por medio de las armas?, ¿es que no hay otros medios de vivir tranquilamente sin tener que recurrir a la muerte violenta?
Andrés sonrió condescendientemente a su madre.
—Vivimos en un momento irrepetible de la historia, mamá. Se acaba de descubrir una parte del mundo que no se conocía. Hay que conquistar continentes enteros para Castilla y llevar la luz del Evangelio a millones de infieles que viven en la más triste de las tinieblas. Alguien tiene que hacerlo, y nosotros hemos tenido la dicha y la fortuna de haber nacido justo en el momento preciso.
—¡Gloria y fortuna!, palabras que todo el mundo repite —dijo tristemente la anciana—, como si no hubiera otras cosas más importantes en la vida, ¡hasta el pequeño Luis no hace nada más que matar infieles en sus juegos!
—Mamá —dijo Andrés acercándose a su madre—, no te puedes hacer ni idea de la riqueza que hay al otro lado de los mares. Hay islas en las que las perlas se cogen con las manos y los nativos llevan objetos de oro colgando del cuello como si fueran conchas recogidas en la playa.
—¿Y para qué te sirve todo eso si no puedes disfrutarlo?, ¿cuántos vuelven ricos de las Indias o de aquellos lejanos mares?
Andrés de Urdaneta pensó en los sesenta ducados que le habían dado a cuenta de los más de mil quinientos que le debía la Corona. ¿Los cobraría alguna vez?, ¿no le ocurriría como a Juan Sebastián Elcano, cuya anciana madre estaba pleiteando con la Corona para conseguir lo que ésta le debía a su hijo?
Se encogió de hombros mientras contemplaba por una ventana a Maika jugando con Luis en el jardín.
—Quizá tengas razón, madre. Pero, aunque así sea, piensa en las almas de esos pobres infieles que se pueden salvar, que de otro modo se condenarían...
Doña Gracia tenía sus dudas de que eso fuera así, pero se guardó mucho de expresarlas y entablar una discusión sobre temas un tanto espinosos. Cambió de conversación.
—¿Has pensado en dar a Maika un nombre un poco más... cristiano? Dijiste que el clérigo de las islas la había bautizado...
—Sí, Juan de Torres la bautizó al día siguiente de nacer.
—¿Y la madre era... católica? —preguntó Margarita.
Andrés de Urdaneta pensó en la joven Maluka. Negó con la cabeza.
—Maluka sólo creía en el sol, en el aire, en el viento. Para ella todo eso era Dios. El aire que respiraba, el agua que bebía, los alimentos que tomaba..., la energía que le daba la vida, todo eso era Dios para ella.
—¡Pobres criaturas! —exclamó la joven—, ¡qué mente tan simple tienen...
—Yo creo —dijo Doña Gracia— que habría que volver a bautizarla en la iglesia de la villa y darle un nombre más apropiado. ¿Qué te parece María de las Mercedes?
Andrés se encogió de hombros.
—Bueno —dijo.
El emperador Carlos I llegó a Valladolid de su viaje a Italia y África el 20 de febrero de 1537. Seis días más tarde brindaba Andrés de Urdaneta a su cesárea majestad la
Relación de los sucesos de la Armada de Loaysa
. La
Relación
narraba al detalle las vicisitudes de la expedición de García de Loaysa, y especialmente desde la partida del Moluco hasta Lisboa.
Mientras estaba en la corte de Valladolid, en una de las recepciones oficiales, Urdaneta entró en contacto con una persona que iba a cambiar el rumbo de su vida: Pedro de Alvarado, uno de los capitanes del conquistador de Nueva España, Hernán Cortés.
Alvarado rápidamente valoró los resortes humanos de Urdaneta y no tardó en vislumbrar las cualidades del hábil cosmógrafo.
—Creo, joven —exclamó Pedro de Alvarado reclinándose en una de las incómodas butacas de madera que llenaban las salas de espera del palacio—, que estáis perdiendo vuestro talento en este viejo mundo. La gloria y la fama están en el Nuevo Mundo. Allí hay inmensos territorios por conquistar, y, como bien sabéis, archipiélagos enteros por descubrir.
Urdaneta asintió.
—Lo sé.
Alvarado prosiguió hablando con los ojos brillantes por el entusiasmo.
—Estoy preparando dos expediciones. Por ese motivo estoy aquí. Una a lo largo de las costas de Nueva España, y otra, la más audaz y arriesgada, hollando el océano Pacífico. Yo creo, joven, que en ésta tendríais una cabida indiscutible.