Además, también tenían su propio dinero. Para el trueque o intercambio de mercancías usaban una moneda de bronce redonda, perforada que llamaban
pici
.
En el anverso de la moneda había grabados cuatro caracteres del rey de China.
Por otro lado, las islas proporcionaban una riqueza sin límites en animales, abundaban por doquier los elefantes, caballos, búfalos, gallinas, cabras, cerdos, ocas y muchísimas aves de nombre desconocido pero de bellísimo aspecto. En cuanto a frutos, nada en Europa se podía comparar con las enormes ciruelas amarillas de dulce pulpa, melones que se deshacían en la boca, naranjas, cañas de azúcar, calabazas gigantes, jugosos limones, picantes rábanos, enormes cebollas y un sinfín de frutas y vegetales, pero sobre todo el clavo, la canela y el jengibre, que parecían abundar de forma increíble. No era de extrañar que, ante tal paraíso, dos tripulantes de la
Victoria
, los hermanos Juan y Mateo Griego, desertaran sin que nadie supiera de ellos.
—Si sólo son dos los que se quedan tendremos suerte —masculló Bustamante, dirigiéndose a Juan Sebastián Elcano. El guipuzcoano se apoyaba en una de las bombardas de babor—. Yo mismo estaría tentado si tuviera unos años menos...
Elcano asintió pensativo. Desde la muerte de Magallanes, el de Guetaria había recobrado su antigua confianza en sí mismo y se sentía un poco responsable de conseguir llevar a buen término la empresa.
—Si desertan muchos, tendremos que abandonar uno de los dos barcos que nos quedan, con lo que la expedición correría un grave peligro...
Los dos hombres guardaron silencio un momento. A poca distancia de ellos, Pigafetta hablaba a un grupo de marineros que seguían queriendo obtener detalles acerca de los habitantes de la isla.
—¿Qué mercancía crees que les gustará más? —preguntó un marinero.
Pigafetta se sentía importante en su nuevo rol de embajador.
—Los paños de lana. En realidad toda clase de telas; también cobre, vidrio, objetos de hierro, espejos y sobre todo el azogue, que ingurgitan para curarse la lepra.
—¿Qué religión profesa esta gente? —preguntó otro marinero.
—Por lo que he podido observar —respondió Pigafetta con aire de suficiencia—, parece que son mahometanos. Digo esto por las costumbres que tienen la mayoría de ellos.
—¿Costumbres? —demandó curioso uno de los grumetes.
Pigafetta asintió, apoyándose contra la borda.
—Sabéis que los moros tienen algunas excentricidades como lavarse el trasero con la mano izquierda después de hacer de vientre, la cual nunca emplean para comer; esto lo hacen siempre con la derecha, así como el lavado de la cara y dientes. Esta gente no orina de pie, sino en cuclillas. No matan ni cabras ni gallinas sin antes dirigirse al sol. Tampoco comen ningún animal que no haya sido muerto por su propia mano.
—¿Crees que son gente de fiar? —intervino un fuerte mocetón vasco de Munguía, Joan de Orue.
Pigafetta se encogió de hombros.
—Después de lo que nos pasó con el «rey Carlos», yo no me fiaría de nadie.
Por lo que he oído, hay otra ciudad no lejos de aquí, pero habitada por paganos.
Paganos y musulmanes parece que se odian, pero eso no impide que haya entre ambos un activo comercio. Hagamos nosotros también nuestros intercambios, pero sin fiarnos de ellos.
Durante una semana nada turbó la paz, mientras proseguía la aguada y compra de avituallamientos.
El día 29 de julio nada hacía presagiar que hubiera un cambio en las relaciones con los nativos. Cinco tripulantes, entre ellos el hijo de Carballo, habían desembarcado para la adquisición de una cera que supliera la falta de pez y brea que necesitaban para el calafateado de las naves. A media mañana, sin que nadie supiera de dónde habían salido, aparecieron en la entrada de la bahía un centenar de juncos, los mayores navíos que se usaban en aquellas islas. Algunos eran enormes, con castillos en proa y popa. Las obras vivas, hasta dos palmos de las obras muertas, estaban hechas de tablas unidas con clavijas de madera y su construcción era bastante sólida. En la parte superior eran de caña gruesa que sobresalía fuera del junco para hacer contrapeso. Soportaban los juncos una carga tan fuerte como los navíos castellanos. Los mástiles eran de caña también y las velas de corteza de árbol.
Juan Sebastián Elcano, que desde la quema de la
Concepción
, hacía de segundo en la
Trinidad
, observó alarmado la proximidad de la flota.
—¡Zafarrancho de combate! —gritó—. ¡Todo el mundo a sus puestos!
Al oír el griterío, Carballo salió de su cabina.
—¿Qué pasa? —preguntó alarmado.
Elcano señaló los juncos que se cernían amenazadores a su alrededor.
—No estoy seguro, pero no parece que esa gente tenga buenas intenciones.
Por si acaso, he dado órdenes de sacar los cañones.
A su alrededor, el barco hervía de agitación. Los grumetes jadeaban bajo el peso de los cubos de pólvora y las bolas de hierro que subían de la sentina; los servidores de los cañones cargaban las bocas según iban recibiendo la pólvora.
Otros marineros se encaramaban febrilmente en la jarcia y dejaban caer las pesadas lonas para que los barcos tuvieran maniobrabilidad lo antes posible.
—¡EI ancla! ¡Levad el ancla!
—¡No nos dará tiempo! —gritó el contramaestre Juan de Acurio—. ¡Habrá que cortar la cuerda!
Por segunda vez en un mes, unos apresurados hachazos cortaron las cuerdas que sujetaban las anclas, dejando éstas en el fondo del mar.
—¿Han vuelto los cinco hombres de tierra? —demandó Carballo inquieto.
Juan Sebastián Elcano negó con la cabeza. Mientras hablaban, tres o cuatro de los mayores juncos se habían aproximado peligrosamente. A bordo se veía gente armada.
—A ti te corresponde dar la orden de fuego cuando lo consideres oportuno
—exclamó el guipuzcoano.
Las dos naves recibían ya el viento del sudoeste y tenían hinchadas las velas del palo mayor. Los marineros se afanaban ahora en soltar las de mesana.
Carballo se debatía en la indecisión, miraba constantemente a la orilla para ver si había señales de los cinco enviados a tierra. Una vez que abrieran fuego, los cinco hombres podían considerarse muertos.
—¡Se nos echan encima! —apremió Elcano—. ¡Da la orden de disparar!
El indeciso Carballo, angustiado, tomó la decisión irrevocable.
—¡Fuego!
La andanada de la
Trinidad
con sus veinte cañones y bombardas de estribor, hizo estragos en la numerosa pero mal armada flota. Dos de los mayores juncos empezaron a hacer agua y hundirse rápidamente, mientras otros dos, desarbolados, se inclinaban peligrosamente hacia un lado.
La
Victoria
siguió el ejemplo de la nave capitana y barrió con metralla a los pequeños juncos que se habían acercado a su costado.
El resultado fue casi milagroso. Antes de dar tiempo a cargar los cañones para una segunda andanada, los pequeños juncos habían dado la vuelta y huían despavoridos.
—¿Qué hacemos con esos dos? —Juan de Acurio señaló los dos juncos que listaban peligrosamente a pocos metros de las naves castellanas.
Juan Sebastián Elcano miró a Caballo.
—¿Doy orden para hacerlos prisioneros?
Carballo pareció sorprendido.
—¿Prisioneros?
—Siempre pueden venir bien, por si tenemos que canjearlos por nuestros cinco hombres.
—Buena idea —asintió el capitán.
Los tripulantes de los dos juncos, atemorizados por la devastadora potencia de los cañones castellanos, no opusieron ninguna resistencia. Aunque algunos consiguieron huir a nado, dieciséis hombres y tres mujeres jóvenes cayeron prisioneros de los españoles y, una vez en cubierta de la
Trinidad
, se hizo evidente que había entre los prisioneros uno de alto rango. La deferencia con que le trataban los demás indicaba que debía de tratarse de un personaje de sangre real. El individuo en cuestión era un joven hombre de unos treinta años, alto, de porte majestuoso, en su semblante se leía una ausencia de miedo, aunque en su interior pudiera anidar la duda ante un incierto futuro. Se dirigió a Carballo y por medio de ademanes le hizo saber que estaba dispuesto a pagar un alto precio por su libertad.
Los ojos del portugués, ya de por sí pequeños, se contrajeron todavía más debido a la codicia.
—Oro —dijo señalando el colgante de ese metal que llevaba el jefe—.
Mucho.
Al mismo tiempo que hablaba señalaba un gran cesto vacío. El prisionero asintió. Se volvió a uno de sus acompañantes, le dio unas órdenes y le señaló el palacio real que se levantaba en la colina. El hombre se inclinó tocando el suelo con la frente y pidió permiso con la mirada a Carballo para marchar.
—Exígele la vida de los cinco hombres que están en tierra —dijo Elcano.
Carballo asintió y por señas le hizo saber que querían la vuelta de sus tripulantes sanos y salvos. El prisionero aceptó las condiciones y así se la hizo saber al mensajero. Éste asintió y volvió a tocar la cubierta con la frente. Carballo hizo señas a unos marineros para que arriaran el bote.
—Bajad los prisioneros a la bodega —ordenó Elcano.
—¿Qué hacemos con las mujeres? —preguntó Juan de Acuria.
El guipuzcoano miró interrogativamente al capitán, que no pudo disimular una mirada de lujuria al contemplar a las tres jóvenes que se acurrucaban semidesnudas contra la barandilla de popa.
—Llevadlas a mi cabina.
Los marineros intercambiaron miradas de incredulidad ante la desfachatez del portugués. ¡Tres mujeres para el capitán y nada para la tripulación! Aquello, evidentemente, dejaba mucho que desear.
Al día siguiente por la mañana, un pequeño junco se acercó a la Trinidad.
Cuatro hombres lo tripulaban, entre ellos el mensajero, y con ellos venían dos de los cinco hombres que habían desembarcado a por cera.
—¿Dónde está mi hijo? —preguntó Carballo a los rescatados.
—No lo sabemos —respondió uno de los marineros—. Se fue con Domingo de Barrutia y Gonzalo Hernando con unas nativas. No sabemos nada de ellos.
El enviado mostró a Carballo un cesto lleno de pepitas de oro y objetos del mismo metal, ante cuya vista Carballo se humedeció los labios mientras sus ojos brillaban de codicia.
—Dejad libres a los prisioneros —ordenó.
Los marineros contemplaron atónitos e indignados cómo su capitán se quedaba con el rescate del prisionero. Primero las mujeres y ahora el oro.
Al poco rato, Elcano y Espinosa llamaron a la puerta de la cabina de Carballo, quien todavía jadeando por el esfuerzo les abrió la puerta. En el interior estaban las tres jóvenes nativas sentadas en el suelo.
—¿Sí?
—Queríamos conocer tus órdenes —dijo Elcano con un tono seco—. ¿Qué rumbo tomamos?
Carballo no contestó durante un momento, era evidente que no había meditado sobre el asunto.
—Dirigíos a alta mar. Luego os daré el rumbo.
—Sugiero —dijo el guipuzcoano— que busquemos una pequeña isla desierta para carenar las naos. La
Victoria
hace mucha agua.
—Podríamos costear esta isla enorme que llaman Borneo —propuso Espinosa—. Seguro que encontramos algún islote.
—Bueno —asintió Carballo, que estaba sin duda ansioso de quedar a solas con su tesoro y sus mujeres—. Eso haremos.
Antes de darse la vuelta, Elcano hizo un comentario señalando el oro con un gesto de la cabeza.
—¿Piensas quedarte con el oro?
Carballo fijó unos ojos alarmados en el maestre.
—Ese dinero es mío —dijo con avaricia—. ¿Quién me lo va a discutir?
—Aquí nadie —respondió Elcano—, pero la Casa de la Contratación quizá no tenga el mismo parecer.
—Ése es mi problema —respondió torvamente el portugués.
—Efectivamente —asintió Elcano—, ése es tu problema.
Durante la primera semana de navegación, nada vino a turbar la paz en las naves, pero a medianoche del día séptimo de navegación se oyó un crujido desgarrador al tiempo que el navío se estremecía de proa a popa y se paraba en seco. Todo hacía presagiar que había ocurrido lo que más temía un navegante, la
Trinidad
había chocado contra un arrecife.
Elcano, que apenas había conciliado el sueño después de cumplir su guardia, subió corriendo a cubierta. Carballo, que le había relevado, estaba asomado en la proa tratando de calibrar la gravedad de la situación.
—¿Qué pasa?, ¿hemos chocado con un arrecife?
Más que una pregunta, las palabras de Elcano eran una aseveración. El capitán se volvió hacia el guipuzcoano mostrando una cara lívida. Los labios le temblaban y se pasaba repetidamente la lengua por ellos para humedecerlos.
—Creo..., creo que sí.
—¿No había nadie en la proa vigilando?
—No...
—Pues cuando yo he terminado mi guardia he dejado a un vigía.
Mientras el capitán buscaba palabras para excusar su negligencia, la mayoría de la dotación se había agolpado en la proa. Justo bajo la superficie de las tranquilas aguas se podía adivinar la áspera superficie de una roca de coral. Los afilados bordes de las conchas habían cortado la quilla del barco como si fuera mantequilla.
—¡Por Dios! —se oyó el vozarrón del contramestre—. ¡Cómo diantres vamos a salir de aquí!
Juan Sebastián Elcano no perdió tiempo en lamentaciones inútiles, agarró por el brazo a Juan de Acurio y le indicó que le siguiera.
—Vamos a la bodega a comprobar los daños.
Justo antes de bajar por el pañol, Elcano se volvió al capitán:
—Haz que disparen una lombarda y enciendan todas las luces. En la
Victoria
deben saber que estamos en apuros. ¡Y que dos hombres empiecen a bombear ya!
Los dos hombres bajaron por el pañol rápidamente y con sendas antorchas se acercaron a proa caminando por encima de las barricas de avituallamiento. Antes de llegar al lugar siniestrado, el ruido de un lúgubre gorgoteo les indicó lo que podían esperar. El lugar del impacto presentaba varias costillas si no rotas, al menos quebradas. Una de las planchas, completamente astillada, dejaba pasar una cantidad preocupante de agua. Y; lo que era peor, un trozo de roca de coral asomaba firmemente dentro del barco.
—Esta roca está haciendo de tapón — observó con preocupación Juan de Acurio—. Si conseguimos sacar el barco de los arrecifes, entrará el agua como en una cascada.