A continuación, se bautizaron más de ochocientos indígenas entre hombres, mujeres y niños.
Mientras tanto, en una gran hoguera ardían los ídolos, que iban entregando los nuevos cristianos. En su mayoría se trataba de grotescas figuras de madera, alguna con una cara enorme de la que sobresalían cuatro colmillos semejantes a los de un jabalí, sin duda, una lejana reminiscencia del dios indostánico Visnú.
El sol estaba ya muy bajo en el sempiterno horizonte azul cuando los ayudantes del capellán terminaron su labor.
—Son curiosas las costumbres de estas gentes —dijo Andrés San Martín señalando la pila de ídolos envueltos en llamas azuladas—. ¿Cómo se puede adorar a una especie de jabalí con cuatro colmillos?
Juan Sebastián Elcano se sentó en una roca junto a la orilla del mar.
—¿Pues qué me dices de la bendición del cerdo?
—¿De la bendición del cerdo? —exclamó el cosmógrafo sentándose junto a su amigo—. ¿Qué me cuentas de la bendición de nuestro amigo, el cochino? No me digas que lo bendicen antes de comérselo...
—Algo así. Escucha. A ver si me acuerdo de todo, porque es bastante complicado. Comienzan redoblando grandes timbales, para en seguida traer tres enormes bandejas: dos llenas de pescado asado, tortas de arroz y mijo cocido, envueltos en hojas, y otra con telas de Cambaya y dos tiras de tela de palma.
Extienden en el suelo uno de esos lienzos y aparecen dos viejas con sendos trompetones de caña, los cuales colocan sobre la tela; después saludan al sol y se envuelven en los otros paños que hay en la bandeja. La primera vieja cubre su cabeza con un pañuelo, atando las puntas en forma de cuernos, y con otro pañuelo en la mano baila y toca la trompeta invocando de vez en cuando al sol. La segunda vieja coge una de las dos tiras de palma, toca la trompeta y se vuelve igualmente al sol, mientras masculla algunas invocaciones. A continuación, la primera coge la otra tira, arroja el pañuelo de la mano, y las dos vuelven a tocar las trompetas danzando un buen rato alrededor del cerdo, que está en el suelo bien atado. Las dos mujeres hablan en voz baja al sol, hasta que la primera, sin dejar de bailar y dirigirse al astro, toma una taza de vino y finge beber cuatro o cinco veces, vertiendo luego el líquido sobre el corazón del animal. Deja la taza para empuñar una lanza, que blande siempre bailando y hablando, para amagar el corazón de aquél varias veces, hasta que al fin le atraviesa de parte a parte con golpe certero. Inmediatamente arrancan la lanza y curan la herida cerrándola con hierbas. Toda la ceremonia se desarrolla bajo la luz de una antorcha, que la vieja que atraviesa el cerdo apaga al final metiéndosela en la boca.
»A continuación, la otra moja su trompeta en la sangre del cerdo y con ella toca y mancha la frente de los que presencian el acto, empezando por su marido. Acabado todo, las viejas se desnudan, comen lo que hay en las bandejas ofreciendo los manjares también a las demás mujeres, pero no a los hombres; después chamuscan y afeitan al animal. Parece ser que no comen la carne de cerdo a no ser que haya sido purificada de esta manera...
—Es fascinante —sonrió San Martín asintiendo con la cabeza—. Pues espera que te cuente yo lo que he oído sobre los entierros...
—¿También tienen alguna manera peculiar de enterrar a los difuntos?
—¡Ya lo creo! A ver qué te parece. En primer lugar, las mujeres más respetadas de la ciudad van a casa del muerto, cuyo cadáver está en una caja, alrededor de la cual innumerables cuerdas, sujetando ramas de árboles, forman una especie de muralla de la que penden telas de algodón en pabellones; bajo estas telas se sientan las mujeres, cubiertas con un trapo blanco; una criada les da aire con un abanico. Las demás, con semblante triste, se sientan alrededor de la habitación. Una de ellas corta con un cuchillo los cabellos del muerto, mientras que la que fue su mujer principal (pues ya sabes que pueden tener varias esposas) se tiende sobre él, poniendo su boca, manos y pies sobre la boca, manos y pies del difunto. Mientras le cortan los cabellos, la esposa llora, y después, cuando terminan de cortarle el pelo, canta.
»La habitación está llena de braseros en los que se echa mirra, estoraque y benjuí, por lo que esparcen un olor muy agradable. Estas ceremonias suelen durar cuatro o cinco días, con el cadáver en casa, para embalsamarlo con alcanfor a fin de preservarlo de la putrefacción. Se le da tierra en la misma caja, que está clavada con clavijas de madera.
—¡Muy interesante! —dijo Elcano—, ¿y qué me dices de los adornos que se ponen en su... chisme?
San Martín soltó una carcajada.
—¡No me digas que crees en la patraña esa que circula acerca de no sé qué adorno que los hombres llevan en su miembro...!
—¡No es que lo crea! —aseguró Juan Sebastián—. ¡Es que lo he visto!
Fíjate en alguno de ellos cuando esté orinando por ahí...
—¡Por los clavos de Cristo! —se mofó el cosmógrafo—, te aseguro que el ver a un tío orinar no es un espectáculo que me atraiga lo más mínimo...
—Pues fíjate, aunque sólo sea por curiosidad. Además, pregúntale a Enrique, él te puede decir sobre las costumbres de esta gente, que a1 fin y al cabo es la suya.
—¿Y qué me decías sobre tales adornos?
—Pues verás. Parece ser que algunos se atraviesan su miembro con una varilla de oro o de estaño del grosor de una pluma de oca. Otros hacen lo mismo pero con una estrella con puntas. Dicen que sus mujeres se lo exigen y que no van a la cama con ellos a no ser que se pongan semejante adorno...
—¡No me digas! Pues yo te aseguro que, por experiencia propia y por comentarios que oigo a bordo, todas estas mujercitas —dijo San Martín señalando a las nativas a su alrededor— nos prefieren a nosotros «a pelo» antes que a sus maridos con semejantes «aditivos».
Las palabras del cosmógrafo tenían mucho de verdad; tanto era así, que el capitán general pensó que debía hacer algo para contener el desenfreno de sus hombres, que, a los pocos días de llegar, ya no podían dar abasto a la demanda femenina de sexo.
Preocupado, habló con el padre Valderrama.
—Creo, padre, que deberíais mencionar esto en el sermón del domingo.
—Si así lo creéis —respondió el capellán pensativo—, les llamaré la atención con severidad.
En la misa que se celebró en la playa, a la que asistió toda la dotación, así como numerosos nuevos cristianos, el dominico invocó las iras de la Iglesia y advirtió muy seriamente a los expedicionarios que todo trato carnal con una mujer pagana suponía un gravísimo pecado mortal. El apocalíptico sermón contuvo un poco los impulsos eróticos de los marinos, pero no tardaron en encontrar el modo de eludir todo tropiezo con los preceptos católicos.
—¿Habéis visto cómo ha respondido la gente al sermón del domingo?—preguntó San Martín, sentándose a la mesa del capitán.
Serrao siguió con la mirada la fuente que su criado Francisco estaba colocando en la mesa, un lechón asado en su propio jugo mostraba su piel dorada crujiente, acompañado de verduras y sazonado con clavo y nuez moscada.
—¿Te refieres a lo que todo el mundo está haciendo para evitar caer en el gravísimo pecado mortal a que aludió el padre Valderrama?
—Sí. Parece que, de repente, todos se han convertido en fervientes propagandistas religiosos, y con la mejor fe del mundo bautizan a toda mujer con la que pretenden tener relaciones...
—Es una buena salida —comentó jocosamente Juan Sebastián Elcano—.
Así matamos dos pájaros de un tiro: aumentamos el número de cristianos y estrechamos las relaciones entre nuestros dos pueblos..., al tiempo que satisfacemos al padre Valderrama.
El cirujano Bustamante, todavía convaleciente de su enfermedad, se sentaba en un rincón sorbiendo una taza de caldo de ave.
—Hay una cosa que me preocupa —intervino pensativamente—. ¿Os habéis fijado en el súbito ardor religioso que ha acometido a nuestro capitán general?
Hace tiempo que ni siquiera menciona las Molucas. ¿Habrá cambiado de prioridades?
El piloto portugués Joan López Carballo asintió mientras se servía una pata de lechón.
—Sí, algo hay de eso. Ahora parece que quiere que todos los jefecillos de los alrededores juren obediencia al rajá de Cebú, a nuestro nuevo flamante cristiano, y más temprano que tarde obligará a éste a jurar obediencia al rey de España.
—Todo eso está muy bien —dijo Juan Sebastián Elcano, bebiendo un sorbo de vino de palmera—, pero creo que deberíamos concentrarnos en las Molucas y en las especias que tenemos que llevar a España.
—Lo que a mí me parece —exclamó el viejo cirujano, dejando la taza vacía en la mesa— es que nuestro capitán general está considerando seriamente volver a este archipiélago como virrey, algo así como Cristóbal Colón hizo en el Nuevo Mundo.
—Pues le deseo que tenga más suerte que el genovés —musitó Andrés San Martín, llevándose a la boca un bocado de carne crujiente del lechón.
Serrao dio la razón a sus oficiales.
—Quizá tengáis razón. Todo parece indicar que Magallanes quiere dejar bien claro que aquí él es quien manda y que piensa volver con una fuerza mucho mayor para tomar posesión de las islas.
—He oído decir que el reyezuelo le ha hecho un magnífico regalo —dijo Elcano.
—Ya lo creo —confirmó Serrao—. Dos enormes pendientes, dos brazaletes y dos ajorcas, todo de oro adornado con piedras preciosas.
—¡Bonito regalo para su mujer! —exclamó Bustamante.
—¿Cómo andamos de avituallamiento? —preguntó el cosmógrafo.
—Las tres naves están ya avitualladas a tope —contestó el de Guetaria—.
No cabe ni un solo barril más en las bodegas. Podríamos zarpar mañana mismo.
El piloto portugués movió la cabeza dubitativamente.
—Pues ya da la impresión de que tenemos aquí para algún tiempo todavía.
Y debo reconocer —añadió esbozando una sonrisa de complicidad— que no me importa mucho. Y juraría que, a juzgar por los «bautizos» que se ven todos los anocheceres, a muy pocos les importa.
—Quizá también el capitán general tenga alguna «amiguita» por aquí —dijo con sorna Andrés San Martín.
—El capitán es tan casto en ese sentido como el capellán —replicó Serrao—
Ambos tendrán muchos defectos, pero la promiscuidad no es, ciertamente, uno de ellos.
Serrao tenía toda la razón del mundo, no era el sexo lo que esclavizaba a Magallanes, nunca lo había sido. Había otras cosas que le interesaban mucho más.
El poder le fascinaba, se veía ya como virrey de un enorme territorio, que, en un principio, abarcaría aquel archipiélago recién descubierto, en una segunda expedición traería colonos y tropas que levantarían fuertes y construirían ciudades tal como había hecho Colón veinticinco años antes. Ahora le tocaba a él. Sin embargo, para ello debía dejar bien claro que él era quien dictaba las órdenes. Con este fin le venía muy bien el reyezuelo de Cebú, le dejaría como monarca títere hasta que volviera con barcos y soldados. Mientras tanto, obligaría a todos los demás jefes de las otras islas a que obedecieran al nuevo monarca recién bautizado.
Interrumpió sus pensamientos una llamada en la puerta de su camarote.
—¡Adelante!
—Buenos días, capitán —le saludó el padre Valderrama desde el dintel de la puerta, con gesto de preocupación.
—No parecéis tener un buen día —comentó el capitán—, tomad asiento, por favor. ¿Os apetece alguna cosa?
—No, gracias. Acabo de desayunar —hizo un pequeño paréntesis como para dramatizar más lo que iba a decir—. Están llegando rumores a mis oídos de que los indígenas recién bautizados siguen haciendo sacrificios a sus ídolos a escondidas.
—Sí, yo también he oído algo de eso.
—Pues deberíamos hacer algo acerca de ello. Si hacen sacrificios ahora,
¿qué será cuando nos hayamos ido? Todo nuestro trabajo se desmoronará en cuatro días.
El portugués se mordió el labio inferior pensativamente.
—Hablaré con el rajá —dijo.
El rajá de Cebú mostró su preocupación, no exenta de miedo, cuando el capitán general le expresó su desagrado por los rumores que llegaban a sus oídos.
—Os aseguro —se apresuró a decir— que estos sacrificios de que habláis no se hacen en beneficio propio, sino para impetrar la curación de mi hermano. Se le considera el hombre más sabio y valiente de la isla, pero está poseído de un mal que le ha hecho perder completamente el habla.
Magallanes miró largamente al tembloroso rajá. Luego habló con voz reposada, profunda, como desgranando lentamente las palabras, que llevaban consigo una profunda convicción.
—Si tenéis fe en nuestro Señor Jesucristo, haréis que quemen todos los ídolos y bauticen al enfermo. Si así lo hacéis, éste sanará.
Ante la mirada de incredulidad de los presentes insistió.
—Ofrezco mi cabeza a cambio de la suya. Si no ocurre como he dicho —
anunció con tono dramático—, mi vida estará a vuestra disposición.
Ante semejante oferta, no hubo discusión ni excusa posible. Se organizó con la mayor pompa posible una procesión que, partiendo de la plaza, fue a casa del enfermo, quien estaba postrado en cama, sin habla. Se le bautizó junto con dos de sus mujeres y diez hijos. Y cuando, tras la ceremonia, Magallanes le preguntó cómo estaba, ante el asombro y la estupefacción general, respondió con voz clara.
—Estoy mucho mejor, gracias.
Pigafetta, que se hallaba presente, escribió más tarde en su diario: «Todos hemos sido testigos de este milagro, dando gracias a Dios, especialmente el capitán».
La mejoría del enfermo fue tan grande, que al quinto día pudo levantarse, y su primer acto fue quemar, en presencia del rey y del pueblo, un ídolo al que tenía gran veneración y guardaba en su casa con mucho respeto. Luego mandó destruir muchos templos levantados a orillas del mar, en los que se reunían los nativos para comer carne consagrada a los ídolos. Magallanes se mostraba, por todo ello, eufórico. Había conseguido una alianza poderosa y una sumisión completa de un país extenso y rico, que vendría a engarzar una perla más en la rica corona castellana.
LA MUERTE DE MAGALLANES
Frente a la isla de Cebú, y tan cercana a ella que desde las colinas que se alzaban sobre el puerto se distinguía perfectamente, emergía otra isla pequeña, que apenas alcanzaría sesenta kilómetros cuadrados. Su perfil era bajo, tanto así que las grandes mareas la inundaban en gran parte. Sólo su parte septentrional la invadía una exuberante vegetación de cocoteros, palmeras y manglares, que contemplaban como mudos centinelas los peligrosos arrecifes de coral que rodeaban la costa.