Enrique tradujo a los isleños.
—Dicen que tienen plena confianza en vos. Están convencidos de todo lo que acaban de oír...
El portugués, emocionado y conmovido, abrazó a todos llorando con ternura. Tomó la mano del príncipe y el rey de Massawa murmurando enternecido:
—Por la fe que tengo en Dios y por la fidelidad que debo a mi señor, el emperador, prometo paz perpetua entre el rey de España y el de Cebú.
Tras hacer los embajadores igual promesa, se sirvió un refrigerio y se intercambiaron regalos. Los de los isleños consistían principalmente en grandes cestas llenas de arroz, cerdos, cabras y gallinas, mientras que Magallanes regaló al príncipe una tela blanca finísima, un gorro rojo, varios hilos de cuentas de vidrio y una taza de vidrio dorado, al mismo tiempo que ofrecía otros objetos a sus acompañantes.
Al abandonar la
Trinidad
, el capitán general envió a Pigafetta con los obsequios que destinaba al rey: una túnica turca de seda amarilla y violeta, varios hilos de cuentas de cristal y dos tazas de vidrio dorado en una bandeja de plata.
El rajá esperaba en el muelle rodeado de un lucido cortejo. Tras las reverencias más cortesanas, Pigafetta le comunicó por medio del intérprete que su capitán deseaba agradecerle sus regalos y que, a su vez, le enviaba otros como prueba de su sincera amistad. El monarca se mostró muy complacido con los regalos y les rogó que se quedaran a cenar en su compañía.
Iba Pigafetta a aceptar resignado a pasar una velada aburrida cuando el joven sobrino del rey se dirigió a éste diciéndole que ya habían quedado en tomar algo en su residencia y les había preparado una pequeña fiesta de bienvenida. Así que Pigafetta y Enrique siguieron al joven príncipe y a un amigo suyo, llamado Sambú, preguntándose qué clase de fiesta les habría preparado el joven heredero.
No tardaron en averiguarlo. La residencia a la que les llevaron no se diferenciaba mucho de las chozas de los isleños, aunque era mucho mayor. Al atravesar la puerta de bambú los visitantes se encontraron con una amplia estancia con un suelo de madera, en cuyo centro había una pequeña mesa cubierta de sabrosos manjares y frutos exóticos. Pero no fue eso lo que atrajo la mirada de los invitados, sino algo muchísimo más atractivo a sus ojos. Cuatro bellísimas muchachas les sonrieron y se acercaron para darles la bienvenida. Todo habría entrado dentro de lo normal si no hubiera sido por la vestimenta de las jóvenes, un leve velo de seda que les cubría sus largos y negros cabellos.
—No se puede decir que gasten mucho en ropa —murmuró Pigafetta cuando recobró la voz.
Efectivamente, las hermosas doncellas estaban completamente desnudas.
Nada encubría su esbelto cuerpo, pues ni siquiera calzado llevaban. Su piel era blanca, casi tan blanca como cualquier europea. En las orejas lucían una especie de cilindro de madera, el cual penetraba por un amplio agujero perforado en el lóbulo de sus orejas. Su pubis, así como sus sobacos, aparecía desprovisto de pelo.
El príncipe les rogó que se sentaran.
—Estoy seguro de que aquí lo pasaremos mucho mejor que en el palacio —dijo sonriendo.
Cuando Enrique se lo tradujo, Pigafetta se apresuró a asentir.
—Estoy seguro de que aquí no habrá tiempo para el aburrimiento —dictaminó con la mirada absorta en la contemplación de las sílfides.
Mientras los hombres se aposentaban, las jóvenes hicieron lo propio en un rincón oscuro de la sala.
—Son músicas —les informó su anfitrión—, todas tocan algún instrumento.
Pigafetta observó que una de ellas golpeaba un tambor, otra redoblaba alternativamente dos timbales con unos pequeños mazos recubiertos de tela de palma para amortiguar el sonido, la tercera hacía lo mismo pero en un timbal mayor y la cuarta manejaba diestramente dos cimbalitos que producían dulces acordes. Las cuatro practicaban su arte con extrema habilidad, su gusto por la música resultaba muy atrayente.
Su anfitrión les, explicó que en la isla tenían también otros instrumentos de música, uno de ellos, que llamaban gong, se utilizaba también para llamadas; otro instrumento, a juzgar por las explicaciones, era una especie de violín con cuerdas de cobre, y un último era una especie de dulzaina a la que le daban el nombre de
subin
.
Según iba pasando el tiempo y las libaciones de vino de palmera surtían su efecto, los ojos del príncipe relucían a la luz de las velas y pronto quiso mostrar a sus invitados sus aptitudes para la música. Apartó sin muchos miramientos a las jóvenes y se puso a aporrear los timbales. Después de algún tiempo cambió de instrumento sin que se notase mucho la diferencia, y menos para oídos que hacía tiempo habían pasado el estado en el que podían apreciar las notas musicales.
—Yo también quiero tocar —insistió Pigafetta, levantándose torpemente y dirigiéndose a una de las jóvenes—. Tú, diosa del Olimpo, enséñame a tocar los...
bueno, quizá sea mejor que me enseñes a tocar otra cosa... Yo —dijo pastosamente— también te enseñaré... te enseñaré a... A ver, no me acuerdo qué es lo que quería decir... ¡Ah, sí, te enseñaré algo que no sabes... Te enseñaré cómo hace el amor un italiano de verdad...! Si es que me acuerdo, claro...
La joven sonrió sin entender una sola palabra y le ayudó a mantener el equilibrio. Las otras tres muchachas se habían emparejado con los otros comensales y lo que había comenzado con una cena de amigos tenía visos de concluir como una orgía romana.
El sol estaba ya alto cuando Enrique sacudió al italiano por el hombro.
—Tenemos que regresar al barco.
Pigafetta se llevó las manos a la cabeza. Poco a poco empezó a recordar.
Miró a su alrededor. Todavía estaba en la misma cabaña, aunque en otra habitación, tumbado sobre un lecho de hojas de palmera. No había ni rastro de las sílfides, ni del príncipe y su amigo.
—Nos hemos quedado solos —musitó con dificultad. Parecía como si tuviera la lengua pegada al paladar—. ¿Qué pasó anoche?
—¿De verdad no te acuerdas? —Enrique parecía maliciosamente sorprendido—. ¿No te acuerdas de las lecciones que nos diste sobre cómo hacen el amor los italianos?
—¿De cómo...? ¡Oh, Dios mío! Bueno, más vale que lo dejemos. Vamos a bordo... En cuanto deje de moverse esta cabaña...
Al llegar a la
Trinidad
, Magallanes les estaba esperando.
—Enrique —dijo dirigiéndose al esclavo y sin hacer ningún comentario sobre el terrible aspecto que ofrecían ambos emisarios—. Tienes que volver a tierra y pedir permiso al rey para enterrar en la isla a uno de los nuestros.
—¿Quién ha muerto? —preguntó Pigafetta.
—Juan de Arroche.
El italiano se sintió un poco avergonzado. Mientras él disfrutaba de una bacanal en tierra, uno de los suyos entregaba el alma a Dios.
—Era un buen hombre —sentenció—. Creo que estaba casado.
—Sí —asintió el capitán general—, poco antes de morir me entregó todas sus pertenencias para hacerlas llegar a su mujer, en Sevilla.
—Acompañaré a Enrique —suspiró Pigafetta.
El rajá manifestó a los emisarios que podían considerar la isla como suya y disponer de la tierra a su gusto. Los dos emisarios eligieron una colina, que se destinaría como cementerio cristiano. Esa misma tarde, el padre Valderrama celebró las exequias no sólo del marinero sevillano Juan de Aroche, sino también las del guipuzcoano Martín Barrena, natural de Villafranca, que murió esa misma mañana.
Mientras tanto, se llegó a un acuerdo para proceder a un intercambio de mercancías al por mayor. Una gran choza cerca de la playa haría de almacén. Esa misma noche dio comienzo la descarga, quedando la cabaña custodiada por cuatro marineros y otros tantos nativos armados. El nuevo almacén consistía en un habitáculo enorme de casi doscientos metros cuadrados, construido con tablas, vigas y cañas y distribuido en habitaciones igual que las europeas. Construido sobre estacas que dejaban por debajo un espacio vacío, servía de establo y gallinero en el que se mezclaban cabras, cerdos y gallinas.
Dos días más tarde se abrió el almacén, con todas las mercancías cuidadosamente expuestas para atraer la atención de los nativos. Éstos entraron en tropel extasiándose ante tanta maravilla. Todos los objetos de hierro les llamaban poderosamente la atención, y rápidamente empezaron los intercambios controlados muy de cerca por el tesorero de la armada, León de Ezpeleta.
Sorprendentemente, los nativos contaban con pesos y medidas, siendo las balanzas un palo de madera, del que suspendía una cuerda. A cada lado había dos platillos suspendidos de tres cordelitos. Disponían de unos pesos equivalentes a una libra, media libra, etcétera, y también tenían medidas de longitud y capacidad.
Pronto se establecieron patrones de cambio. Por ejemplo, por objetos de hierro de unas catorce libras, los nativos daban diez piezas de oro, equivalentes a ducado y medio cada una. No era de extrañar que muy pronto los marineros estuvieran cambiando por el codiciado metal todo lo que poseían.
León de Ezpeleta avisó a Magallanes del peligro que esto suponía para el control de los precios.
—Los marineros están dando hasta la camisa a cambio de oro —le informó preocupado—. Los nativos no tardarán en darse cuenta de lo mucho que valoramos su metal y subirán los precios.
—Bien —asintió el capitán general, contemplando la muchedumbre de nativos que se agolpaba en la entrada de la choza—, ordenaré una prohibición absoluta de comerciar a quienes no tengan autorización expresa para ello.
Mientras tanto, se fueron adquiriendo grandes cantidades de arroz, cerdos, cabras y aves.
Un poco ajeno al ajetreo que se desarrollaba en la playa, Andrés de San Martín se dedicaba a su labor favorita: diseñar nuevos mapas de las islas. En un gran pergamino iban apareciendo nuevos trazos que suponían extensiones de tierra hasta ese momento desconocidas para el mundo civilizado. Cuidadosamente dejaba constancia de los derroteros, las playas, los calados, y sobre todo los arrecifes y rocas a flor de mar. Había sacado una mesa al castillo de popa de la
Concepción
, y, mientras dibujaba, observaba con el rabillo del ojo a su amigo Juan Sebastián Elcano, ocupado controlando y tomando nota de las vituallas y, en general, de todo lo que entraba y salía de su buque. Como maestre era responsable del buen funcionamiento del barco.
Los tres buques eran hormigueros de actividad; mientras unos marineros limpiaban todas las barricas vacías, otros sacaban con cubos el agua acumulada en la sentina, la parte más baja del buque, que despedía un hedor insoportable. Los animales y peces adquiridos estaban siendo sacrificados y su carne salada y colocada en barricas. Mientras, Magallanes, junto con el padre Valderrama, se dedicaba a un menester un tanto ajeno a su cargo. Inundado por un fuerte y repentino fervor religioso, el capitán general se había consagrado en cuerpo y alma a catequizar a los indígenas y, por medio de su esclavo e intérprete, explicaba una y otra vez pacientemente algunos de los misterios de la religión cristiana a los atentos indígenas.
Todos los días se celebraba misa en tierra, a la que acudían, curiosos, los nuevos cristianos y al poco tiempo, Humabon, el rajá de la isla, expresó sus deseos de ser bautizado en la nueva religión.
El 14 de abril tuvo lugar el solemne acto del bautizo. En una gran plaza se levantó un tablado adornado con tapicerías y ramas de palmera. El suelo estaba cubierto de alfombras que al igual que las tapicerías se habían traído expresamente de las naves. En la plataforma se colocaron sillones para los capitanes de las naves, los reyes de Cebú y Massawa, así como el príncipe heredero. Centenares de isleños abarrotaban el lugar con una inusitada expectación, mostrando todos una curiosidad y alborozo que daba al pintoresco cuadro una increíble animación.
Magallanes desembarcó puntualmente precedido de cuarenta hombres. A la cabeza de la procesión iba el abanderado ondeando el pendón real, entregado en Sevilla al capitán general; dos soldados, armados de pies a cabeza, le daban escolta, y al final de la comitiva, y rodeado por sus oficiales, caminaba erguido y magnífico el capitán general de la Armada española.
Justo en el momento de poner pie a tierra, retumbó la artillería de la armada con una salva y, tal como había sucedido el primer día, los nativos huyeron despavoridos, pero, al ver a su rey quieto en su asiento, poco a poco volvió a reinar la tranquilidad.
Magallanes subió a la plataforma y abrazó al monarca. Por medio de Enrique le hizo saber las ventajas que le reportaría hacerse cristiano, pues, además de la salvación eterna, podría vencer mucho más fácilmente a sus enemigos. El rajá contestó humildemente que estaba muy contento de abrazar el cristianismo, aunque no tuviera beneficio material alguno. De todas formas, agradecería su apoyo para hacerse respetar por algunos jefes de la isla que rehusaban obedecerle.
Magallanes, autoritario, indicó que aquellos que no reconocieran la autoridad del rajá serían matados y sus propiedades confiscadas. Aseguró que volvería de España con fuerzas infinitamente mayores y le convertiría en el monarca más poderoso de todas aquellas islas. Indicó que ésta sería su recompensa por ser el primer monarca en abrazar el cristianismo.
Humabon levantó las manos al cielo agradeciendo aquella tan halagadora promesa y pidió con insistencia a Magallanes que dejara algunos hombres en la isla para instruir a sus gentes en los misterios y deberes de su nueva religión.
Magallanes accedió con la condición de que se le entregaran los hijos de dos personajes principales para llevarlos con él a España, donde aprenderían el idioma y a su regreso darían a conocer la opulencia y magnificencia de la nación más poderosa del mundo.
A continuación, el padre Valderrama bautizó solemnemente a Humabon dándole el nombre de Carlos, en honor al rey de España, y le siguieron el rey de Massawa, el príncipe heredero, el mercader moro y varios altos dignatarios.
Después de la ceremonia se disparó una nueva salva en honor a los nuevos cristianos, y por la tarde bajaron a tierra algunos hombres, acompañando al capellán, para continuar los bautizos. Entre ellos se encontraban Juan Sebastián Elcano y Andrés San Martín.
La primera en bautizarse fue la joven reina, que llamó la atención a los europeos no sólo por su belleza, sino por el esmeradísimo cuidado que ponía en su persona; llevaba los ojos cuidadosamente maquillados, y tenía labios y uñas pintados de rojo. El padre Valderrama, en recuerdo de tan memorable ocasión, regaló una estatuilla del niño Jesús, de la que ella se quedó inmediatamente prendada.