Magallanes decidió bautizar la bahía con el nombre de Santa Lucía, pues ese era el día según el calendario.
Al día siguiente, el capitán general, una vez que se aseguró que los indios eran pacíficos, autorizó el desembarco. Según se acercaban a tierra, los expedicionarios observaron que la población indígena al completo salía a su encuentro. Era evidente que nunca habían recibido la visita de hombres blancos y miraban admirados tanto a los hombres barbudos y vestidos con ropas rarísimas, como a las naves ancladas en medio de la bahía. Por las señas que hacían, parecía como si creyeran que las barcas que salían de los costados de las naves eran crías de los barcos.
Magallanes envió a su esclavo Enrique para que tratara de hacerse entender con los nativos, pero, después de algunos intentos fallidos, el capitán general desistió y mandó a los dos sacerdotes de la expedición que oficiaran una misa en acción de gracias. A su alrededor, los nativos se arremolinaron en silencio observando con admiración las extrañas ceremonias que hacían los hombres blancos y, terminado el oficio, Magallanes se dirigió a sus hombres:
—Antes de que podáis disponer de vuestro tiempo, debemos cumplir un penoso deber.
Hizo una seña para que trajeran a Antón Salomón.
Cuando éste estuvo delante de él, pálido y tembloroso, el capitán general repitió la sentencia que le habían impuesto en el juicio.
—Antón Salomón —dijo con un tono de voz que excluía todo tipo de piedad—. Fuiste en su día declarado reo de pecado nefando. Ha llegado la hora de que pagues por él. Arrepiéntete porque vas a morir. Uno de los sacerdotes te escuchará en confesión.
La lividez del rostro del maestre se acentuó más todavía al escuchar la sentencia. La homosexualidad era bastante corriente en los barcos y, aunque la ley la castigaba con pena de muerte, a menudo se cambiaba la condena por una tanda de azotes. Sin embargo, Magallanes no estaba dispuesto a mostrarse flexible. Era una buena ocasión para mostrar su autoridad.
—¡Tened piedad! Fue... fue una tentación —el hombre se pasó la lengua por los labios resecos—. Nunca... nunca volverá a ocurrir, os lo juro.
El capellán Pedro Sánchez de la Reina se le acercó compadecido.
—Ven, hijo mío. Sentémonos debajo de ese árbol. Confiésate y tu alma quedará limpia para entrar en el reino de los cielos.
El pobre diablo le miró con los ojos desorbitados. Era evidente que encontraba poco consuelo con su llegada al reino de los cielos. Prefería quedarse en el reino de la tierra.
Los nativos se arremolinaban asombrados contemplando a los dos hombres alejarse. Poco después, uno de ellos hacía una señal en forma de cruz sobre la cabeza del condenado, que no podía dominar el temblor de todo su cuerpo. A continuación, le daba a besar dos trozos de madera cruzados sobre los que había una figura clavada. Magallanes dio una orden y cuatro marineros se adelantaron para pasar una cuerda por una de las ramas del árbol. Poco después, el cuerpo del infeliz siciliano se balanceaba a varios palmos del suelo.
El segundo condenado, el joven grumete, había contemplando la escena temblando como un azogado.
Magallanes se dirigió a él:
—Toma buena nota de lo que ha sucedido hoy y nunca vuelvas a caer en la sodomía. Como advertencia, y en consideración a tu corta edad, sólo recibirás veinte latigazos.
Aunque en ese momento los expedicionarios lo ignoraban, la lluvia que les había recibido el día anterior era la primera que había caído desde hacía meses y los nativos la relacionaron inmediatamente con su llegada. ¿Qué clase de hombres eran aquellos que navegaban sobre las aguas en enormes casas de madera y hacían que lloviera a su antojo?
Después de asistir al ajusticiamiento del desgraciado siciliano, los marineros se desperdigaron rápidamente ofreciendo a los nativos las baratijas que habían traído. Los trueques empezaron por medio de señas.
Andrés de San Martín, piloto de la
San Antonio
, y Juan Sebastián Elcano se encontraron en tierra por primera vez después de casi tres meses de navegación.
—¿Qué, Juan Sebastián, qué te ha parecido el ajusticiamiento?
Elcano se encogió de hombros.
—Un tanto duro, pero parece ser que este hombre está dispuesto a hacerse respetar.
—Así es —asintió San Martín—. Habrá que tenerlo en cuenta. Bueno
—dijo señalando a los nativos—, ¿piensas hacer algún trueque?
—Algo he traído, ¿y tú? —respondió el de Guetaria levantando un hatillo que sostenía en la mano.
—También yo —dijo el cosmógrafo señalando una bolsa a su lado.
Antes de que pudieran seguir hablando, un grupo de aborígenes les rodeó hablando todos ellos a la vez y profusamente.
—No entiendo nada —exclamó el maestre de la
Concepción
sacando unas baratijas. Por su parte, Andrés de San Martín estaba ofreciéndoles espejitos, tijeras, cintas y pulseras de latón.
Cuando los indígenas se vieron reflejados por primera vez en los espejos comenzaron a proferir gritos de sorpresa y admiración.
Su capacidad de asombro parecía no tener límites; se agitaban, se empujaban, hacían cabriolas, se reían a carcajadas.
Pronto los más impacientes por adquirir los nuevos tesoros empezaron a acudir con animales domésticos, pescado y verduras. Los primeros trueques se estaban ya llevando a cabo en algunos grupos: por unas tijeras, una cesta de pescado suficiente para comer diez hombres; por una cinta, un cesto de unos tubérculos desconocidos para ellos, pero que cocidos y pelados resultaron ser muy sabrosos; por el rey de espadas de un naipe, seis gallinas; dos gansos, por un peine usado; por un anzuelo, cinco pollos; por una pulsera de latón, un enorme cesto de frutas tropicales.
Elcano se dirigió a su amigo comentando admirado:
—¿Has visto cómo atesora esta gente los objetos que han cambiado? Si te fijas en sus caras, resulta evidente que creen que nos están engañando. Seguro que se preguntan: ¿cómo pueden unos hombres venir de tierras lejanas con unos objetos tan preciosos para cambiarlos por cosas tan ordinarias y sin valor como tubérculos, gallinas o papagayos?
Antes que Andrés de San Martín pudiera responderle, les interrumpió un griterío en la playa. Un grupo de indígenas rodeaba con ademanes amenazadores a dos marineros de la
Concepción
.
—Vamos allá —masculló Elcano—. Me apuesto que ese par de idiotas han intentado propasarse con las mujeres.
Llegaron al grupo a la vez que otros marineros. Efectivamente, los dos hombres habían cogido a una mujer y estaban tratando de obligarla a irse con ellos detrás de unas rocas mientras la manoseaban descaradamente.
—¿Estáis locos? —gritó Elcano abriéndose paso entre los nativos vociferantes—. ¿Queréis que nos maten a todos?
Señaló una de las barcas en la orilla.
—Consideraos bajo arresto. Os presentaréis al capitán Gaspar de Quesada a primera hora de la mañana.
Por un momento pareció que los dos marineros se iban a resistir a las órdenes del maestre, pero, sin duda, lo pensaron mejor al ver el griterío de los nativos, algunos de los cuales se acercaban con arcos y flechas en la mano. En silencio, se retiraron para cumplir las órdenes de Juan Sebastián Elcano.
Los trueques continuaron toda la mañana después del incidente.
—¿Te has fijado —dijo San Martín— en que las mujeres casadas son las que hacen los trabajos más rudos?
—Sí, y sin embargo veo que sus maridos están dispuestos a defenderlas a costa de su vida.
—Es curioso —masculló el cosmógrafo cogiendo unas gallinas que le ofrecían. Sonrió al nativo y le entregó un pañuelo rojo—.Pero veo que las demás no gozan del mismo privilegio.
—¿Qué quieres decir? —inquirió el de Guetaria.
—Mira allá, en aquella arboleda. Si mucho no me equivoco, un nativo les está entregando una jovencita a aquellos marinos.
Elcano miró al grupo. Efectivamente, no había duda de que el cambio que se estaba llevando a cabo allá era de un tipo muy diferente a los trueques que ellos estaban haciendo.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó Elcano—. Están entregando una niña a cambio de un collar de cuentas de vidrio.
—Y allá, otra por un brazalete.
—¿Pues qué darán por un cuchillo, entonces? —masculló Elcano.
—Dos esclavas —respondió San Martín señalando a un grupo a su derecha.
—¡Por todos los... esto es increíble!
—Increíble pero cierto. ¿Qué harás tú, amigo mío, si te ofrecen una de estas maravillosas criaturas desnudas por unas tijeras?
—Pues yo...
—Piénsalo rápidamente porque aquí vienen...
Pronto, la mayor parte de la tripulación había encontrado su «cónyuge», cuando no creado todo un harén. Según pasaban las horas, la oferta de jovencitas excedía en mucho a la demanda y la cotización bajaba más todavía de valor, y aún más inclusive si se tenía en cuenta que al volver las muchachas de los barcos se ufanaban tanto de sus brazaletes y cuentas de colores como de lo bien que lo habían pasado en las naves. Esto impulsó a muchísimas a ofrecerse ellas mismas, sin esperar a que lo hicieran sus parientes.
Los permisos para desembarcar no regateados se fueron convirtiendo en abuso. Las escenas que tenían lugar en tierra llegaron al desenfreno. Entre los que se distinguieron por sus excesos estaba Duarte Barbosa. Magallanes se vio obligado a llamar al orden a su cuñado, a lo que Duarte respondió escapándose del barco. Permaneció tres días y tres noches en abierta desobediencia a los mandatos y llamadas del capitán general, quien al fin tuvo que mandar un pelotón para prenderlo y, una vez a bordo, al insolentarse e insubordinarse, Magallanes se vio obligado a ponerle los grilletes.
Las dos semanas que los tripulantes pasaron en aquella enorme bahía de playas de fina arena amarilla sería sin duda el más grato recuerdo que todos los tripulantes se llevarían del viaje.
Antes de partir, Magallanes decidió dar el mando de la
San Antonio
al portugués Álvaro de Mesquita. Antonio de Coca resultaba persona apta para el cargo de tesorero, pero estaba falto de carácter para mandar un barco. Carecía de pericia, energía y decisión. Ofrecía un cierto aire de lechuguinismo el alto cuello que se ceñía todos los días de misa, con un gran encaje, que estaba ya harto deslucido y maltrecho de tanto uso y tan poco lavado. Sin embargo, la elección de su sucesor tampoco era muy afortunada. Álvaro de Mesquita, primo de Magallanes, era otra persona que carecía igualmente de dotes de mando. Hombre mediocre y perezoso, tenía un rostro áspero y modales indolentes, resultaba un hombre si no pernicioso, al menos ineficaz. La
San Antonio
, uno de los barcos principales de la expedición, exigía a su frente un hombre de responsabilidad y rápida decisión, y Mesquita carecía de ambas cualidades.
No parecía muy halagüeña la situación del capitán general. La única nave de la cual podía estar seguro era la
Trinidad
. Las otras cuatro o iban mandadas por un inepto como era Mesquita, o iban comandadas por enemigos encubiertos.
EL PUERTO DE SAN JULIÁN
La normalidad tardó en volver a la expedición. El recuerdo de los felices días pasados en la bahía de Santa Lucía se reflejaba en los rostros cabizbajos y mohínos de los tripulantes. No se oían los cánticos que normalmente acompañaban a las tareas inherentes, al buen navegar. Verdaderamente, la melancolía se hallaba justificada, pues los días pasados en la bahía que ya quedaba atrás, habían sido placenteros, sin una gota de amargor. Sin embargo, ésta no era una expedición de regocijo y deleite, sino más bien un viaje lleno de fatigas y contrariedades. Las jornadas pasadas debían considerarse como de reposo y deberían servir para infundirles ánimos más que desconsuelo.
Por fin, se oyó la copla de un grumete, pronto seguida de otras no menos animadas. La normalidad volvió a las naves, renaciendo una jovial despreocupación. Santa Lucía fue dejando de ser una congoja atormentadora para convertirse en un grato recuerdo.
Mientras sus hombres se recuperaban, Magallanes empezaba a sentir una impaciencia, que, a cada minuto, se hacía más acuciante. Tenía que encontrar el paso que señalaba Martín Behaim en su globo terráqueo...
El día de la Epifanía llegó la flota a la bahía de los Reyes, a la que se dio ese nombre por la festividad en cuestión, y, tras reconocerla cuidadosamente, siguieron su avanzar de forma lentísima, anclando todas las noches para continuar de día en una tenaz y concienzuda exploración.
Magallanes estaba convencido de que el paso se abría detrás del cabo de Santa María, aun cuando los geógrafos más eminentes sostenían que la costa del nuevo continente seguía sin interrupción hasta unos 75 grados ya en el Antártico, donde se prolongaba hacia el este en una lengua de tierra que limitaba y separaba de modo terminante los dos océanos, formando el legendario continente designado con el nombre de
Terra Australis
. El portugués no dudaba de tal conjetura, pero poseía la firmísima creencia de que existía un canal, que quizá fuera angosto, pero que sería canal al fin y al cabo, y que separaba la zona norte de la Terra Australis del sur del nuevo continente.
Cuando el 11 de enero avistaron el ansiado cabo de Santa María el entusiasmo del capitán general se desbordó. Mandó llamar al maestre Pedro, el portugués que había llevado a bordo por la fuerza en las islas Canarias.
—Dime ahora si te atreves a negar que éste es el lugar al que arribasteis a principios de siglo...
Maestre Pedro, que no había perdonado a Magallanes su secuestro de las islas paradisíacas, respondió secamente:
—Efectivamente. Llegamos hasta este lugar. Lo mismo que hizo el español Solís.
—Sí, pero vosotros encontrasteis un canal.
Pedro negó con la cabeza hurañamente.
—No encontramos nada.
Magallanes insistió.
—Sé que encontrasteis un paso. Lo sé de buena tinta. Está dibujado en el globo terráqueo de Martín Behaim.
El maestre se encogió de hombros todavía huraño.
—Estará dibujado donde queráis, pero nosotros no encontramos nada.
Llegamos hasta aquí arrastrados por una tempestad y nos volvimos sin haber visto nada.
Estaba claro que aquel hombre no soltaría prenda. Magallanes lo despidió con un ademán.
—Bien, veremos quién tiene razón.
En cubierta, las exclamaciones más alborozadas atronaban el aire. Para muchos, Magallanes se había convertido de repente en un ídolo; en el navegante que estaba dando un mentís a los envidiosos incrédulos; el hombre que les conduciría a las Molucas, donde sus bolsas se llenarían con preciadas especies y pepitas de oro.