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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (11 page)

—Tranquilo —murmuró el portugués palmeando el cuello del animal—. No te asustes, no es nada.

Un segundo relámpago iluminó el cielo, y también los alrededores del camino, y eso fue lo que salvó a Magallanes; eso, y la rapidez de sus reflejos.

Eran tres los individuos embozados que se le acercaban blandiendo largos cuchillos. De no haber sido por el relámpago, habría sido demasiado tarde para reaccionar. Afortunadamente para el navegante, el destello le dio una fracción de segundo, y eso era todo lo que necesitaba. No en vano había pertenecido Magallanes a la caballería del ejército portugués; sabía cómo usar el caballo en batalla. Lanzó al animal contra la sombra que tenía más cerca y, cogido por sorpresa, el individuo no tuvo tiempo de esquivar el caballo y fue pisoteado por el noble bruto.

El capitán hizo girar su montura sobre las patas traseras haciendo que el animal levantara las dos delanteras, que cayeron directamente sobre el segundo atacante. No obstante, éste hundió el acero que llevaba en la mano en el vientre del caballo, justo cuando caía aplastado por los cascos del animal.

Antes que su corcel rodara por tierra, Magallanes dio un salto y se apoderó del cuchillo del hombre que había caído primero.

El tercer asesino, viendo que la cosa se ponía mal, se escabulló en la oscuridad.

Al día siguiente, Rodríguez de Fonseca acudió a interesarse por Magallanes.

—Me han dicho que ayer fuisteis atacado.

—Así es —replicó sin mostrar emoción alguna—. Tres individuos me asaltaron en la oscuridad. Pude dar cuenta de dos; el tercero escapó.

—Os felicito por vuestro valor. Pocos habrían salido bien del lance.

—Mi caballo hizo todo por mí —sentenció el navegante.

—Y lo pagó con su vida, según tengo entendido...

Magallanes recordó los espasmos de agonía de la noble bestia.

—Me temo que así es — respondió.

—¿Sabéis quién puede estar interesado en vuestra muerte?

—¿Pero es que hay alguien que no lo sabe?, ¿qué dicen los dos truhanes?

—Uno de ellos está malherido; el otro asegura que un individuo embozado les entregó una bolsa de monedas por hacer el trabajo. Nunca vieron su cara.

—¿Y su acento?, ¿era español?

—Parece que extranjero, pero no puede asegurar de dónde.

—No es difícil de adivinar —respondió secamente el portugués, dando por zanjada la conversación.

El de la Casa de la Contratación no insistió. Quizá fuera mejor que no se supiera quién había sido el instigador del atentado. Podría resultar embarazoso.

—Mandaré que dos hombres estén con vos en todo momento —dijo—.

Tendréis una guardia permanente hasta que las naves salgan de puerto. En cuanto al caballo, mañana tendréis un purasangre árabe a vuestra disposición.

CAPÍTULO VI

LA PARTIDA

El obispo Fonseca era un hombre muy ocupado. Seguía de cerca los progresos de la expedición y estaba en continuo contacto con el doctor Sancho de Matienzo y Pedro de Isasaga, tesorero e interventor, respectivamente, de la Casa de la Contratación de Indias.

—Tenemos que eliminar a Faleiro —recomendaba el obispo mientras caminaba lentamente por el amplio despacho del interventor de la Casa—. No podemos permitir que ese hombre forme parte de la expedición.

Pedro de Isasaga se arrellanó en su asiento detrás de un enorme escritorio lleno de pergaminos, mapas y derroteros que cualquier país pagaría una fortuna por poseer.

—¿Qué es lo que os preocupa de ese hombre?

—Su carácter, sobre todo. Es un hombre irascible, de un temperamento terriblemente violento. En alta mar puede ser como un barril de pólvora en medio de una hoguera.

El doctor Sancho de Matienzo cruzó las piernas, se apoyó en el respaldo de su asiento y se acarició los labios con los pulgares de sus manos entrecruzadas.

—Y creéis que los dos capitanes podrían tener diferencias importantes durante el trayecto, ¿no es eso?

—Exactamente —respondió el obispo—. Y por otro lado, tenemos una expedición capitaneada por dos portugueses.

—Me temo que así es —concedió el interventor.

—Una expedición española comandada por dos portugueses no es una expedición española —recalcó Fonseca.

El doctor Matienzo se rascó la recortada barba encanecida con la punta de sus dedos antes de responder.

—Efectivamente. Oficialmente, veinticuatro marinos portugueses tienen cargos importantes en la expedición, pero todos sabemos que son muchos más. El caso es: ¿qué podemos hacer?

—Algo sí podemos hacer —respondió enigmático el obispo, mirando el cielo sevillano desde la ventana.

—Hablad —le instó el interventor.

—Sabéis que el rey ha otorgado a Faleiro y Magallanes idénticos poderes y prerrogativas. Sin embargo, sólo a uno corresponde recibir y llevar el estandarte real.

Tanto Matienzo como Isasaga conocían muy bien el protocolo de recibir la investidura del cargo. Fernando III había creado la dignidad de almirante mayor de Castilla, otorgándosela a Ramón de Bonifaz por sus servicios. Tal título equivalía al de capitán general de la mar. Las Partidas decían literalmente que: «es caudillo de todos los que van en los navíos, para facer la guerra sobre el mar.

E ha tan grande poder quando, va con la flota como si el rey mesmo fuere». El acto de recibir la investidura del cargo era a la manera de los antiguos caballeros.

El capitán general había de velar sus armas en la iglesia toda una noche, tras lo cual recibía del soberano una sortija en el dedo índice de la mano derecha como insignia de su dignidad. En la misma mano le colocaba el rey una espada, símbolo del poder que se le otorgaba; en la mano izquierda recibía el estandarte real en señal de acaudillamiento. Entonces el almirante juraba defender la fe y la patria a costa de su propia vida, acrecentar la honra y el derecho de su rey y el bien de la patria, y guardar y ejecutar lealmente cuanto a su cargo se encomendaba.

—¿Y qué os proponéis? —preguntó Matienzo.

—Ofrecer a Faleiro el honor de portar el estandarte real.

—Y esperáis que eso genere una reyerta entre ellos... —intervino Isasaga.

—Exactamente. Magallanes no es hombre a quien se le pueda arrebatar fácilmente semejante honor. Es preferible que discutan ahora a que lo hagan en alta mar.

—Y en ese caso, sería Magallanes el jefe único de la expedición... —dijo Matienzo pensativamente.

—Lo cual tampoco es bueno —sugirió el obispo.

—Queréis decir que debería haber un español que compartiera el mando.

—Exactamente —dijo el obispo—. Creo que un noble español debería tener idénticos poderes y prerrogativas. De esa forma la empresa sería un poco más española.

—Podría ser —reconoció Matienzo—. ¿Habéis pensado en alguien en particular?

—Juan de Cartagena sería la persona ideal.

—¿Vuestro sobrino?

—Sí. En este momento es el veedor de la empresa, nombrado por el rey.

—Bueno —concedió Matienza interrogando con la mirada al interventor de la Casa.

Éste se encogió de hombros.

—Bien —dijo finalmente—. Se puede intentar.

La oferta que el obispo Fonseca hizo a Faleiro provocó, como pretendía el prelado, un acalorado enfrentamiento entre Faleiro y Magallanes. Éste, llevado por la ira, solicitó que su compañero y hasta entonces amigo fuera desposeído de su rango. La queja de Fernando fue acogida con prontitud por el obispo, quien consiguió del rey lo que ya venía tramando desde hacía tiempo: que nombrara a Juan de Cartagena persona adjunta; es decir, con la misma categoría que Magallanes. A partir de ese momento serían un español y un portugués los máximos responsables de los preparativos del viaje. A Faleiro se le quiso consolar ofreciéndole el mando de una futura expedición.

Pero el portugués recibió con tormentosas demostraciones de ira la noticia de su destitución. Sus enconadas discusiones con Magallanes fueron exacerbando su mente ya de por sí un tanto extraviada y le hicieron más desabrido. Se encerró en sí mismo y se dedicó por entero al estudio de los astros, del que sacó una conclusión tranquilizante para sí: de ir a las Molucas, su fin estaba escrito en las estrellas, moriría de forma inequívoca. Así como moriría Magallanes, acribillado a flechazos por unos salvajes.

El eminente astrólogo, con sus facultades ya mermadas, regresó a Portugal, donde fue encarcelado. Por fin, a instancias del monarca español, consiguió la libertad, para morir poco tiempo después.

Docenas de chirriantes carretas se acercaban a los buques que esperaban la carga.

Conductores blasfemantes restallaban sus látigos o aguijoneaban a los bueyes cuando las pesadas ruedas se hundían en los baches; cientos de mulas llegaban desde los campos; los gritos de los marineros se entremezclaban con los silbidos de los contramaestres mientras se pasaban de mano en mano las cargas más ligeras; los aparejos crujían cuando se izaban las voluminosas jarcias; los curiosos se agolpaban en los muelles, mirando cómo trabajaban los demás; a las puertas de las tabernas del puerto las busconas sonreían provocativas. Era una estampa típica de cualquier puerto del mundo.

Mientras tanto, el jefe de la expedición comprobaba y se aseguraba de que todos sus hombres cumplían con su cometido. Examinaba y comprobaba la pericia náutica de los hombres reclutados, procuraba incluso llegar al fondo de sus pensamientos. Además, se aseguraba de que todos los víveres y enseres llegaran a su destino. Revisaba personalmente uno por uno los centenares de garrafones, sacos y cajas con los alimentos más diversos, desde vino a lentejas, de cebollas a quesos, de ajos a miel, de tocino a vinagre. Repasaba toda clase de arneses y armas; artillería, brújulas, herramientas, astrolabios, relojes de arena. Comprobaba las municiones, la calidad de la pólvora, la estopa, el alquitrán, las linternas, las velas, los hierros, las maderas, los barriles para el agua. Todo se anotaba hasta el más mínimo detalle. Todos los equipos, abastecimientos y mercaderías eran distribuidas equitativamente entre los cinco buques que componían la armada.

A finales de mayo de 1519 se recibió una larguísima orden real de sesenta y cuatro puntos, con instrucciones relativas a la navegación, desembarcos, tratos y medios de atraer la amistad de los reyezuelos de cuantas tierras se descubrieran.

No se ha de consentir de ninguna manera que se toque tierra dentro de los límites del rey de Portugal. Si se llegara a tierra nueva, saltárase a ella poniendo un padrón de las armas reales. De estar habitada ha de procurarse entablar relaciones con sus habitantes, los cuales no recibirán ninguna sinrazón, entregando a sus jefes regalos.

Y aunque alguno de los hombres reciba un desaguisado, no maltratarán a los naturales.

Si en las islas de las especias se encuentran embarcaciones tripuladas por gentiles no se tendrán con ellos trato, y de ser moros serán tomados de buena guerra.

Recomiéndase tratar a los hombres de la dotación amorosamente, visitando a los enfermos y heridos, trabajando para que confiesen y hagan testamento.

Los lugares en que haya de asentarse, se procurará que sean altos y airosos, no sumidos en valles.

Cuantos van en la armada tendrán libertad para escribir lo que deseen, sin que por persona alguna les sea tomada la carta.

Si alguno falleciere, se buscarán esclavos en edad para poder trabajar y ayudar en la navegación de manera que por falta de gente no se pierda el viaje.

Se dará ración de dos en dos días, dando a cada uno su ración honesta, por peso el bizcocho y el vino por medida.

Se tendrá gran cuidado en las tierras nuevas de no comer o beber lo que ofrezcan, durante los dos primeros días, ya que pueden los alimentos y el agua estar emponzoñados, y para saber esto, es bien que tales mantenimientos los den primero a comer y beber a los que van desterrados.

Nunca se comentará si se lleva en el mar mucho tiempo, ni se harán disparos al tocar lugares desconocidos, porque desto más que de ninguna cosa tienen temor los indios.

Se prohibirán los juegos de naipes y dados, pues de lo semejante se suele recrescer daño y escándalo e enojos.

Cuidaráse muy bien de no embarcar gente que tenga costumbre de renegar.

...Y primero que salgáis del río de la dicha ciudad de Sevilla, o después de salidos dél, llamaréis a los Capitanes, Pilotos e Maestres, he darles heis las cartas que tenéis hechas para hacer el dicho viaje, e mostrarles la primera tierra que esperáis ir a demandar, porque sepan en qué derrota está para la ir a demandar...

En cuanto la carga estuvo dispuesta en los buques, Magallanes había ordenado que anclasen en medio del río. Los cascos de los cinco barcos relucían pintados de amarillo con la regala negra y los mascarones y castillos de proa color oro. El gran farol, que había de servir de guía a las demás naves, estaba pintado de amarillo, rojo y oro. Los mástiles y las vergas se veían bruñidas de aceite, el aparejo estaba recién ennegrecido con brea, el velamen era amarillento, y las cofas aparecían brillantemente coloreadas.

La muchedumbre se apiñaba en las orillas del Guadalquivir para ver por última vez a aquellos a quienes ya consideraba héroes. Gente a la que hasta pocos días antes se les había tomado por dementes, eran ahora vitoreados; los que antes eran unos locos y unos miserables que trataban de escapar de la justicia o la pobreza eran ahora unos bravos con audacia singular que marchaban en pos de un ideal, al final del cual estaba la gloria y la fortuna; hombres decididos a vencer y arrostrar todos los riesgos...

A media mañana se celebró la solemne entrega al almirante del estandarte real. Magallanes lo recibió de manos del alcalde corregidor de Sevilla, el noble caballero don Sancho Martínez de Leiva, que representaba a su majestad.

La entrega se llevó a cabo el domingo 9 de agosto en la Iglesia de Santa María de la Victoria de Triana, ante una inmensa multitud. El corregidor hizo entrega del signo de la real autoridad, que Magallanes sostuvo en alto, teniendo la espada desnuda en la mano derecha. Prestó formal juramento y pleito homenaje, según fuero y costumbre de Castilla:

—Juro no excusar la muerte por amparar la fe, por acrecentar la honra y el derecho de mi Rey, y por el pro y bien común de la patria, prometo guardar y ejecutar lealmente cuanto a mi cargo se encomienda.

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