Evidentemente, los agentes de Álvarez habían encontrado un rescoldo, y trataban de avivarlo para provocar un incendio.
Un oficial de puerto se acercó a Magallanes recriminándole con la mayor energía:
—¡Arriad ahora mismo esa bandera, portugués!
—Esas banderas no son portuguesas —trató de explicar Magallanes por encima del griterío—. Son mis enseñas izadas como insignia de mando. Las quinas del rey portugués son parte de mi escudo de armas. Además, hay cuatro banderas con las armas de la corona española en los cabrestantes.
Todo era inútil. La multitud estaba cada vez más enfurecida; chillaba, clamaba y exigía airada, animando al oficial a arrancar el detestado estandarte.
Magallanes, respaldado por sus marinos, resistía con firme decisión. En ese momento, y en medio de los insultos, alaridos y amenazas, apareció a caballo el doctor Sancho de Matienzo, deán de la catedral y tesorero de la casa de las Antillas.
El deán era un hombre de pelo blanco, y mirada sosegada. Captó la situación de un vistazo rápido, y se dio cuenta enseguida de cuál era el verdadero motivo del alboroto. Forzó el paso de su caballo entre la multitud acercándose al capitán general.
A la vista del deán, la chusma pareció calmarse un poco.
—Os aconsejo, Magallanes, que arriéis vuestros estandartes para apaciguar a esta chusma —sugirió el doctor—. Volverán a la carga en cuanto les azucen otra vez.
Apenas había terminado de hablar el deán, cuando el alboroto estalló todavía con más pujanza. El oficial del puerto se había proclamado el cabecilla de la revuelta.
—¡Llevemos detenido al maldito portugués! —gritaba fuera de sí—.
¡Echémoslo al agua!
—Sí, pero atado de pies y manos —gritó otra voz.
Cuchillos, palos y guadañas habían salido a relucir amenazando con trocar el alboroto en asonada. Los hombres de Magallanes se reunieron alrededor de su capitán, pero era lo mismo que tratar de detener al mar; se veían arrollados por la muchedumbre.
La situación era grave. El portugués sangraba de una cuchillada en la mano. Matienzo no lograba hacerse escuchar.
Entonces Magallanes se subió a las jarcias y, sujetándose con una mano ensangrentada, dejó oír su voz tonante por encima de los alborotadores:
—Está bien. Arriaremos las banderas. Y no sólo las arriaremos, sino que abandonaremos la nave que ya está mitad en los raíles y mitad en el mar.
El oficial del puerto advirtió rápidamente que la situación se volvía contra él. Si la nave volcaba, el castigo que caería sobre él sería severísimo.
—Os ruego, excelencia, que hagáis volver a los obreros a su trabajo —dijo asustado, dirigiéndose al deán.
Sin el apoyo del oficial del puerto, los marineros y curiosos fueron escabulléndose lo más hábilmente que pudieron para pasar inadvertidos. Los alborotadores desaparecieron como por encanto.
El 21 de noviembre, Magallanes dio cuenta personalmente al rey de lo sucedido.
—Esa gente será castigada, os lo aseguro, maese Magallanes. Daré órdenes a don Sancho Martinez de Lyava para que prenda a los culpables, castigue al oficial del puerto y dé las gracias en mi nombre al doctor Matienzo por su mediación en el asunto.
Magallanes no era hombre que dejara nada al azar, y mucho menos el reclutamiento de los hombres que tenían que acompañarle en la expedición.
Recibió a Elcano en una pequeña oficina en la Casa de las Antillas.
Los dos hombres se miraron por un instante. Elcano vio ante sí a un hombre de mirada penetrante, rebosante de seguridad en sí mismo. Aunque de estatura más bien baja, y con una ligera cojera al andar, rezumaba, sin embargo, autoridad por los cuatro costados. Su voz era autoritaria, seca, cortante. No era un hombre de muchos amigos, más bien todo lo contrario, pero sí sería obedecido en todo momento por sus hombres, y en situaciones difíciles sería el primero en hacer frente al peligro.
A una indicación del portugués, tomó asiento en una silla.
—Me ha contado Maese Ibarrola que sois vasco.
Elcano asintió.
—De Guetaria.
—También me dijo que habéis tenido vuestra propia nave.
—Así es, una nave de doscientos toneles.
—Y la habéis tenido que vender.
—En efecto.
—¿Por qué?
Elcano se removió inquieto en su asiento.
—Estuve al servicio de la Corona durante dos años, pero todavía no he conseguido percibir mis haberes de las arcas del Estado. La Corona me adeuda quinientos ducados.
Magallanes pareció interesarse más por las campañas en que Elcano había tomado parte que en el hecho de que la Corona estuviera en deuda con él.
—¿En qué campañas tomasteis parte?
—Primero tomé parte en las de Italia con el Gran Capitán. Después estuve con Cisneros en Orán, Bugia y Trípoli. Todas estas ciudades conquistamos.
También estuve en la gran debacle de Argel.
—Por lo que veo, sois un hombre de experiencia.
—He pasado, en efecto, por muchas cosas, en los quince años que llevo en la mar.
—Necesitaremos hombres de mucha valía en esta expedición. ¿Os gustaría ser maestre de una de mis naves?
Juan Sebastián Elcano no lo dudó un momento.
—Por supuesto.
Magallanes señaló un pliego con las condiciones del contrato.
—Se os pagará un sueldo de tres mil maravedíes mientras dure el viaje. Si estáis conforme, firmad aquí.
Mientras el marino de Guetaria estampaba su firma en el documento, por su mente cruzaban un sinfín de pensamientos: ¿Saldría con vida de esta aventura?
¿Le reportaría beneficios? ¿Volvería a ver a los suyos alguna vez?
—Bien —exclamó Magallanes enrollando el pliego una vez firmado—, ya sois maestre de la nao
Concepción
. Bienvenido a bordo.
—Gracias, señor capitán —dijo vacilando ante la puerta—. Quisiera recomendaros a dos o tres marinos que conozco. Creo que su experiencia puede seros útil.
—¿Vascos?
—Sí, uno ha sido maestre durante diez años, y el otro contramaestre.
—Mandádmelos. Que vengan mañana por la mañana a verme.
Al día siguiente por la noche, Juan de Elgorriaga se mostraba exuberante cuando los marinos vascos se encontraron en la taberna del cojo Andrés.
—Tabernero, vino para todos. Paga el nuevo maestre de la nave
San Antonio
.
Juan Sebastián Elcano se le acercó y le palmeó en la espalda.
—Enhorabuena, Juan. Así que tú también tienes tu nave...
—Así es, y nuestro amigo, Juan de Acurio, va como contramaestre contigo.
—Formidable —exclamó el de Guetaria estrechando la mano de su nuevo contramaestre—. Seguro que nos llevaremos estupendamente.
Juan de Acurio era un hombre fuerte, velludo, con una espesa barba negra, que le daba un aspecto salvaje. Un hombre de pocas palabras, acostumbrado a ser obedecido por la marinería. Lo poco que hablaba no era precisamente para levantar los ánimos a nadie.
—Yo también me alegro, maestre. A ver si tenemos suerte y volvemos...
—Claro que volveremos, Juan. Y además, ricos —señaló Elcano.
Joanes de Irún, el joven grumete de diecisiete años, estaba también entusiasmado.
—Yo también voy con vosotros —dijo—, me he enrolado como grumete en la
San Antonio
.
—Pues Joanes de Segura y yo hemos firmado como marineros también en la San Antonio —dijo un joven de complexión rojiza, llamado Pedro de Laredo—.
Ya nuestro buen amigo Domingo de Urrutia se lo llevan a la
Trinidad
.
Juan Sebastián Elcano levantó su jarra de vino.
—Pues brindemos por el buen éxito de la expedición. Y que volvamos todos con los bolsillos repletos de pepitas de oro.
—Me conformo con volver... —la voz del contramaestre fue apagada por el entrechocar de las jarras y gritos entusiasmados de «
Gora Vasconia
» .
—Ya habéis oído lo de doña Leonor, ¿no? —inquirió Juan de Elgorriaga cuando se hubo calmado el tumulto.
—Se nos casa la princesa, ¿no es eso? —dijo Joanes de Segura con un suspiro burlón.
—Sí —confirmó Elcano—, y nada menos que con nuestro peor enemigo.
—El rey Manuel de Portugal —asintió Domingo de Urrutia—. No quisiera estar en el pellejo de la pobre mujer.
Elcano se encogió de hombros.
—Es un matrimonio de conveniencia. Lo más probable es que se vean un par de veces al mes.
Pedro de Laredo sonrió pícaramente.
—Sí, claro, cuando quiera procrear algún hijo que no sea bastardo...
—Si el matrimonio se lleva a cabo —puntualizó Elcano—, el rey Carlos querrá respetar los derechos del portugués. Me imagino que no consentirá que nadie se adentre en la parte del mundo que el Papa le otorgó como consecuencia de su bula.
—Y, sin embargo —señaló Elgorriaga—, Carlos sigue adelante con este proyecto de las Molucas, que es lo que más está irritando a los portugueses.
—Así es —reconoció Elcano—. La boda los hará parientes, pero seguirán siendo tan enemigos como siempre. Sonrisas en los labios, pero puñaladas en la espalda.
El 29 de noviembre de 1518 se celebró el matrimonio de don Manuel con la princesa Leonor, con lo que los dos estados, enemigos acérrimos, quedaban emparentados.
Mientras tanto, seguía la contratación de marineros, pero con lentísimos progresos. En contraste con el entusiasmo de los vascos, solamente diecisiete mozos se habían alistado en Sevilla. Era gente sedienta de emocionantes aventuras, pero que nada tenían de marinos. En vano por los puertos de Cádiz, Málaga y Huelva se leía la proclama real, ampulosamente comentada entre grandes hipérboles para incentivar a la gente.
«Ganancias fabulosas...», «en busca de las islas de las especias...»,
«enrólate en una armada real, poderosa y segura...», «grandes recompensas...». De alguna forma o de otra, las promesas caían en saco roto. Eran infructuosas las quiméricas descripciones que se hacían sobre las tierras que iban a visitar.
«Nuevos paraísos terrenales, todavía sin descubrir», «clima suave, con exuberante vegetación donde las perlas, el oro y las piedras preciosas están al alcance de la mano...», «hermosas mujeres aguardando ansiosas para colmar de caricias y satisfacer los deseos de los intrépidos navegantes...».
La búsqueda se desplazó de los grandes puertos a los pequeños, y de éstos a los campos de alrededor. Se ofrecieron cuatro mensualidades adelantadas, con lo que algunos más se enrolaron, pero no se consiguió completar las dotaciones.
El problema empeoró cuando se publicó una orden real el 17 de junio prohibiendo que en la flota figuraran más de cinco personas de nacionalidad portuguesa.
Además, éstas debían ser exclusivamente pajes o sirvientes.
Cuando Magallanes leyó la orden real su rostro no se alteró, pero su esposa Beatriz supo enseguida que eran malas noticias por la contracción de los ojos del marino. Se acercó solícita a su marido, apoyando una delicada mano sobre su antebrazo.
—¿Malas noticias? —preguntó.
Fernando de Magallanes dejó caer el papel sobre la mesa con gesto contrariado y se levantó lentamente.
—Hay quien no sabe qué hacer para que esta expedición no tenga éxito.
Una traba surge detrás de otra, y cuando las resuelves aparece otra más.
Beatriz de Barbosa cogió el papel sobre la mesa y leyó la orden real.
—Creía que te habían dado plena libertad para escoger la dotación.
—Y la tenía... hasta que alguien ha convencido al rey de que si se embarcan muchos portugueses la expedición podría terminar atracando en Lisboa.
—¿Y cómo va el reclutamiento?
—Mal, muy mal. Nos faltan todavía la mitad de tripulantes, y sobre todo nos falta gente con experiencia: pilotos, artilleros y verdaderos marinos. España no cuenta con gente de mar de la categoría de Portugal, y mucho menos, cañoneros. Si no los reclutamos entre los portugueses habrá que conseguirlos entre los franceses, flamencos o alemanes.
—¿Y qué vas a hacer?
—Primero haré una reclamación a la Corona. Les recordaré que tengo una cédula en la que se me da completa libertad para elegir dotaciones. Si no consigo nada, tendré que recurrir al rey.
La joven avanzó torpemente, a causa de su avanzado estado de gestación, y se abrazó a su marido.
—Estoy segura de que te harán caso —intentó tranquilizarlo.
Beatriz de Barbosa acertó, aunque sólo en parte. La respetuosa reclamación de Magallanes logró que el 5 de julio se autorizara que los portugueses pudieran desempeñar los cargos y puestos que él designase, si bien se mantenía la cifra máxima de cinco navegantes portugueses.
Así pues, recobraron sus puestos: Esteban Gómes como piloto, Álvaro de Mesquita, sobrino de Magallanes; su hermano político, Duarte de Barbosa; Juan Serrao y el paje Cristóbal Rabelo.
Sin embargo, el capitán general no estaba satisfecho. Mientras acariciaba distraídamente en la cama el redondeado vientre de su esposa, su mirada estaba fija en una viga del techo.
—Voy a marchar a Barcelona —dijo lentamente—. Tengo que ver al rey.
Beatriz había aprendido a conocer lo suficiente a su marido para saber que nada que dijera ella le haría cambiar de parecer.
Apenas hacía un año que se habían casado y sus continuos viajes les habían impedido pasar apenas algún tiempo juntos. Sin embargo, no se quejó.
—Es un viaje muy largo. ¿Cuándo sales?
—Mañana.
—Para cuando vuelvas quizá ya seas padre...
Fue, en efecto, un viaje muy largo, pero mereció la pena. El rey le concedió una entrevista en cuanto supo que el navegante quería verle. Escuchó atentamente sus explicaciones y le dio permiso para enrolar a otros veinticuatro portugueses. Magallanes consiguió, además, la ratificación de la confianza que el rey había depositado en él, le participó el entusiasmo de la Corona por la empresa y reiteró la seguridad puesta en su éxito.
De vuelta en Sevilla, Magallanes encontró que su mujer, Beatriz, había dado a luz a un hermoso niño. Le bautizaron a los pocos días de nacer y le dieron el castellano nombre de Rodrigo.
El navegante luso, con nuevos bríos y entusiasmo, enroló a los veinticuatro portugueses que le permitía la nueva orden real, más algunos otros a los que hizo firmar con supuestos nombres españoles. Gracias a esta treta pudo contar con varios pilotos y marinos experimentados. No obstante, su problema ahora era la falta de artilleros navales de eficiente preparación. Necesitaba, por lo menos, quince bombarderos, tres por navío, para que enseñaran a la tripulación a usar las bombardas.