—exclamó amargamente Elcano.
Juan de Acurio dejó escapar un silbido.
—¡Por los clavos de Cristo! ¡Quinientos ducados! Eso es mucho dinero.
Ahora entiendo por qué tuviste que vender el barco. ¿Qué servicios prestaste a la Corona para que te deba tanto dinero?
—Dos años en tierras moras con mi nave y su tripulación. Tomé parte en varias acciones militares, incluyendo el desastre de Argel.
—Cisneros encontró ahí la horma de su zapato, ¿no?
Elcano asintió.
—Fue terrible. Barbarroja nos dio un vapuleo de muerte. Unos siete mil cristianos quedaron allí cautivos. Yo pude salvar a varios cientos en mi barco.
—Y te pagan así...
—Sí.
Hubo un corto silencio mientras los tres hombres apuraban sus jarras.
Juan Sebastián levantó el brazo para pedir al posadero que trajera más vino. Por fin, Juan de Acurio rompió el silencio.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó dirigiéndose a EIcano.
—¿En Sevilla? Llegué ayer.
—¿Conoces a alguien en la Casa de Contratación?
Elcano asintió.
—A varios. Incluso hay un tal Ibarrola que es primo del marido de mi hermana. Son de Zarauz. ¿Y vosotros?, ¿cuánto tiempo lleváis?
—Yo llevo un mes. Y éste —dijo Elgorriaga señalando al de Bermeo con su jarra de vino— algo más.
—¿Y no habéis tenido ninguna oportunidad de embarcar en ese tiempo?
—No ha habido nada que mereciera la pena. Sólo está esa famosa expedición...
—He visto cuatro barcos en el dique seco —comentó Elcano—. ¿No serán por casualidad para Magallanes?
Elgorriaga asintió mientras se rascaba la barba.
—En realidad hay cinco naves. Parece ser que la
Trinidad
, un barco comprado en Bilbao, está en camino. Y; a propósito, una de estas cuatro naves que has visto es de Zarauz, a tiro de piedra de tu pueblo.
—¿Cómo se llama? —preguntó Elcano.
—La
Victoria
.
El marino de Guetaria asintió mientras sus ojos reflejaban unos recuerdos pasados.
—La conozco. Se construyó hace cuatro años. Usaron en su construcción robles y hayas de la sierra de Aitzgorri. Buena madera. Si hay algún barco que resista un viaje como éste, ese barco es la
Victoria
.
—¿Te gustaría ir en una expedición como ésta? —indagó Elgorriaga.
Elcano se quedó pensativo un rato. Meditó sobre su situación anómala ante la justicia. Cuanto más tiempo estuviera fuera del país mejor.
—¿Por qué no? —dijo por fin—. En un par de años, y sin tocar puertos civilizados, se puede ahorrar algún dinero.
—Y quizá para entonces también el rey flamenco que tenemos haya podido reunir algún dinero para pagarte lo que te debe —ironizó Elgorriaga.
—Seguro... —dijo Elcano, aunque sabía positivamente que a un proscrito de la justicia nadie le iba a pagar nada... a no ser que, de alguna forma, consiguiera el perdón real.
—Si te acercas a la Casa de Contratación quizá puedas averiguar algo más por medio de ese pariente tuyo —sugirió Juan de Acurio.
—Mañana me iré —asintió el marino de Guetaria.
En ese momento entraron en el local cuatro hombres. Uno de ellos miró a su alrededor y les señaló con el dedo.
—Vaya —exclamó Elgorriaga—. Parece que la mitad de los habitantes de las Vascongadas se va a dar cita aquí, hoy. —Mientras tomaban asiento ruidosamente fue señalándolos con la cabeza—. Ese es Joanes Irún, apenas tiene diecisiete años pero ya se cree un hombre. Este otro —continuó, señalando a un marino enorme con cara rojiza— es Joanes Segura. Y éste es Domingo de Urrutia, de Lequeitio, y el último en entrar pero el primero al mus es Pedro Laredo, de Portugalete, bastante fanfarrón él, por cierto, como todos los de la ría del Nervión...
Juan Sebastián Elcano saludó a los cuatro con un «
kaixo
» y la conversación pronto se generalizó. Todos querían saber noticias de su tierra, por lo que le hicieron al recién llegado muchas preguntas sobre las Vascongadas que Elcano contestó de buena gana. Después, alguien propuso una partida al mus y en seguida se formaron parejas. Joanes Irún, por ser el más joven del grupo se tuvo que conformar con hacer de espectador.
El Ibarrola que trabajaba en la Casa de la Contratación resultó ser un hombre amable, de aspecto sobrio; vestía jubón de terciopelo oscuro, así como oscuras eran también las calzas de paño que portaba. Una barba ya cana indicaba un hombre de unos cincuenta años, aunque todavía de fortaleza recia y porte señorial.
Recibió a Juan Sebastián Elcano en un pequeño despacho abarrotado de libros, mapas y papeles llenos de nombres y números.
—Me alegro de conocerte, Juan Sebastián. Cuando salí de Zarauz eras justo un mozalbete.
Juan Sebastián asintió sonriendo.
—Mi cuñado, Antón de Gainza, me ha hablado mucho de vos.
—¡Pardiez que hace tiempo que no voy por aquellas tierras! —suspiró el contador—. Pero siéntate, ¿qué noticias traes de allá?
Elcano sonrió mientras tomaba asiento en una incómoda silla de respaldo recto.
—Pues no hay mucho que contar. Mi hermana Sebastiana espera su segundo hijo de Antón. Por lo demás, la vida transcurre plácidamente.
—No para ti, por la que veo. ¿Qué te trae por aquí?, ¿Has venido con tu barco?
Juan Sebastián carraspeó nervioso.
—Lo vendí. Ahora estoy buscando una nave para embarcarme.
—¿Vendiste tu barco? —preguntó Ibarrola sorprendido.
Elcano miró incómodo por la ventana.
—La corona me debe quinientos ducados que no termina de pagarme...
El contador asintió y no le preguntó a quién le había vendido la nave.
Todo el mundo sabía quiénes eran los prestamistas, y qué pasaba cuando no se les pagaba.
—Así que ahora estás buscando barco...
—Así es. Me he enterado que se está preparando una expedición.
Ibarrola asintió con un suspiro.
—En efecto. Es una expedición en toda regla. Nada menos que a las Molucas. Lo que significa al otro lado del mundo.
—Y dirigiéndose hacia el oeste, según me han dicho.
—Atravesando un supuesto paso que da a los mares del Sur —puntualizó el contador—. Hay que reconocer que es una de las expediciones más arriesgadas que se han llevado a cabo jamás.
—¿Existe tal paso? —preguntó el marino de Guetaria.
—Magallanes insiste en que sí —repuso Ibarrola con un tono inseguro—.
Pero la verdad es que nadie más sabe nada sobre él.
—¿Dónde habrá conseguido semejante información?, ¿de la Casa de Navegación portuguesa?
—Se supone que sí —reconoció el contador—. Pero lo curioso es que los portugueses supieran que había un paso por ahí y no lo hayan explorado.
—Puede ser —afirmó Elcano—. Aunque quizá no hayan tenido tiempo de hacerlo.
—De todas formas, haya paso o no haya paso, la expedición está ya en marcha.
—Me gustaría tomar parte en ella —declaró Elcano.
—¿A pesar de los riesgos?
—A pesar de los riesgos. ¿Cuándo creéis que saldrán las naves?
Ibarrola meneó la cabeza antes de contestar.
—Me gustaría decirte que pronto. Pero me temo que eso sería engañarte inútilmente. Desde que llegó Magallanes se respira en la Casa de Contratación un ambiente enrarecido. Reina una manifiesta hostilidad hacia los proyectos magallánicos. Se diría que hay alguien empeñado en mantener encendida la hoguera de la animadversión.
—¿Creéis que hay una conjura contra el portugués?
El contador asintió pensativamente.
—Casi se puede palpar. Y no es difícil adivinar de dónde procede.
¿Quiénes están interesados en retrasar la partida?, ¿quiénes obtendrían beneficios haciéndonos perder tiempo?
—¿Los portugueses?
—¿Quiénes, si no? De repente, algunos trámites que se suelen resolver en cuestión de horas están tardando días y semanas enteras. Todo va a paso de tortuga, con un garrapatear de pluma tan lento que el año de demora se cumplirá con creces.
—¡Un año!
—Por lo menos. Además, se está creando una atmósfera de envidias, recelos y suspicacias de una densidad tal que llega a ser irrespirable. Hay algunos agentes del cónsul portugués en Sevilla, Sebastián Álvarez, que recorren la población infiltrándose por sus más ínfimos rincones. Frecuentan desde las casas solariegas hasta las miserables zahúrdas. No cesan de comentar y criticar la vergüenza que supone confiar una misión tan importante a extranjeros expulsados de su país. Además, explican con toda clase de detalles, cómo uno de ellos vendió a sus enemigos, los moros, miles de cabezas de ganado que había sido confiado a su custodia. Dicen que quien vendió al infiel aquello que le habían confiado no tendrá repugnancia en vender a su monarca lo que otro extraño le encomienda; que es por ello una locura y una gran torpeza poner en manos de un traidor a su patria las empresas de otra a la que nada le liga. Y aseguran que el rey de España va a pretender unos descubrimientos que al fin redundarán en beneficio del de Portugal.
—¿Y hay algo de verdad en todo eso? —preguntó Elcano.
—Nada —repuso Ibarrola—. Bien es verdad que fue acusado de algo así, pero fue exonerado de todos los cargos. Había sido una acusación sin fundamento. Una de tantas acusaciones falsas de quienes pretenden ocupar el puesto.
—Es curioso —declaró Juan Sebastián Elcano—. Ahora que lo mencionáis, sí recuerdo haber oído ayer un comentario sobre la humillación que suponía para el buen nombre nacional el poner un portugués al mando de la escuadra.
—Exactamente —confirmó el contador—. Se comenta que en España ya hay bastante hombres audaces y capitanes que puedan conquistar nuevas tierras.
Insisten en que no hay razón alguna para que se dé el hábito de Santiago a unos
«impostores» cuando tantos hombres que han hallado regiones riquísimas en las Indias encontradas por Colón, y que se han batido en ellas con arrojo extremado, no han merecido el más pequeño honor. Así, por toda Sevilla va cundiendo un rumor cada vez más fuerte de oposición, descontento y malestar, pero el centro principal de noticias insidiosas es el Arenal, corazón de la urbe. Por ese famoso paseo danzan la sátira, el epigrama, la repulsa y la condenación implacable. Los sicarios de Álvarez hacen el oficio de repartidores de bulos. En un momento llevan las falsas noticias de un lado a otro de la población, a fin de que no haya nadie que no se entere.
—¿Y no hay quien les acalle?
—¿Propagar rumores?, ¿hacer comentarios? —Ibarrola meneó la cabeza—.
Se está oyendo últimamente un argumento que impresiona dolorosamente los ánimos.
—¿De qué se trata?
—Del sevillano Juan Díaz de Solís. Apenas hace cuatro años partió lleno de entusiasmo en una expedición muy semejante a la que proyecta Magallanes. Y ya sabes lo que pasó. Fue asado y comido en un banquete horripilante, sin que nadie pudiera impedirlo. Y, de repente, han surgido muchos balandrones que presumen de haber estado allí, y relatan con todo lujo de detalles lo que según ellos ocurrió delante de sus ojos. Esto provoca que muchos se retraigan, y hace que el reclutamiento se haga a paso de tortuga. Se necesitan más de doscientos hombres y apenas se han reclutado cuarenta.
—Pues a partir de hoy ya tenéis cuarenta y uno —señaló Elcano.
—Así que no te arredran los peligros...
—En absoluto —replicó el marino de Guetaria—. Los afrontaremos cuando surjan.
Ibarrola movió la cabeza de arriba abajo con una ligera sonrisa.
—Unos cuantos marinos de nuestra tierra nos harían falta aquí...
Elcano pensó en sus compañeros de mus de la noche anterior.
—Pues hay varios por ahí rondando, quizá les convenza para embarcarnos juntos.
El contador se levantó para acompañar a Juan Sebastián a la puerta.
—Hazlo. Trae a todos los que puedas. En cuanto a ti, veré si puedo conseguirte el puesto de maestre en alguna de las embarcaciones.
LAS MAQUINACIONES DE ÁLVAREZ
El cónsul de Portugal en Sevilla, Sebastián Álvarez, era un hombre muy ocupado.
Semanalmente, por el correo que viajaba de Sevilla a Lisboa, informaba a su soberano acerca de la marcha de la expedición y el desarrollo de sus gestiones para entorpecer sus progresos.
Sin embargo, la mejor oportunidad surgió sin planearlo el día 21 de octubre de 1518.
Se había terminado de carenar y reparar el casco de la
Trinidad
, que iba a ser lanzada al agua. La nave debía ser la capitana de la flota, por lo que, en celebración del acontecimiento, Magallanes había ordenado que se izase el pendón real en el palo mayor, y en el de mesana el de la nave que ostentaba una pintura de la Santísima Trinidad. Izaron al mismo tiempo la propia insignia del navegante, como era uso y costumbre.
Apenas empezaba a despuntar el sol cuando ya el capitán general estaba dando órdenes para activar los preparativos. Magallanes era un hombre meticuloso; no paraba un momento de inspeccionar y revisar las operaciones de la botadura. Hubo una cosa, sin embargo, de la que no se apercibió hasta que era ya demasiado tarde. No ondeaba el pendón real en el palo mayor tal como había ordenado. Tampoco estaba la enseña de la
Trinidad
.
Una muchedumbre de desocupados contemplaba distraídamente las faenas, cuando de pronto en uno de los corrillos surgió una voz airada.
—¡Por los clavos de Cristo! ¡Nunca hubiera sospechado semejante desfachatez! ¡Hasta cuándo vamos a soportar los sevillanos la audacia insultante de ese portugués mal nacido! ¡Arbolar en el mismo puerto el pabellón de su país...! ¿Es que hemos perdido los españoles nuestra dignidad? ¿Vamos a tolerar semejante ultraje a nuestra corona?
Magallanes alzó la mirada cuando oyó el alboroto. Alarmado, vio que, en efecto, faltaban las dos enseñas. Llamó al contramaestre Franciso Albo y al maestre Juan Bautista de Punzorol.
—¿Por qué no están las enseñas ondeando tal como he ordenado? —
preguntó con tono irritado.
El maestre tragó saliva con dificultad.
—Las dos insignias fueron devueltas a la costurera para unos pequeños arreglos. Pero tenían que haber estado ya aquí; eso fue hace dos días.
—¿Os dais cuenta, señor maestre, de lo que puede ocasionar esa desidia?
El asustado Juan Bautista de Punzorol no tuvo ocasión de replicar.
El griterío de la chusma iba en aumento. Los gritos de indignación se propagaban. Los denuestos y exclamaciones airadas eran cada vez más excitadas.