—¿Dónde es? —preguntó Juan Sebastián.
—En la campa de Ardaitz. En la misma ladera va a tener lugar una apuesta de
segalaris
y el
soka-tira
entre los pueblos de la costa.
—También hay lucha de carneros —terció Martín.
—Sí, pero eso es esta noche, en esta misma plaza.
Cuando llegaron a la campa de Ardaitz vieron un enorme mojón de dos metros de altura que cuatro mozos acaban de trasladar en una carreta.
—Trece arrobas —dijo el cura sonriendo—. Tienen que nivelarlo sobre el hombro izquierdo. El que más veces lo levante, gana.
—Conozco los detalles —sonrió Juan Sebastián—. Es sencillísimo. Lo único que hace falta es levantarlo más veces que los demás...Yo creo que no sería capaz ni de moverlo de su sitio.
Sebastián señaló un enorme y musculoso joven que se enrollaba una faja alrededor de la cintura.
—Pues Patxiku lo levantó diez veces el año pasado. Será difícil que alguien pueda igualarlo y mucho menos ganarlo.
—Ese chaval es un bestia —intervino Martín meneando la cabeza—. ¡Vaya brazos! ¡Parecen jamones!
Varios jóvenes de Motriku, Ondárroa y Zarauz se habían presentado al desafío, todos con una larga faja arrollada a la cintura para proteger los riñones del brutal esfuerzo que iban a realizar.
Los murmullos de la gente se acallaron cuando el primero, Mikel, de Motriku, empezó los levantamientos. La piedra tenía que estar nivelada sobre el hombro izquierdo para que el levantamiento fuera válido.
El enorme y peludo pecho del joven jadeaba penosamente bajo el terrible esfuerzo a la séptima alzada. Consiguió la octava, pero la novena no la pudo nivelar y la piedra cayó pesadamente sin control.
Ninguno de los contrincantes de Patxiku, un fornido joven de constitución maciza, llegó a las diez alzadas. Sólo él consiguió nivelar la piedra sobre su hombro la décima vez.
—Sabía que no le igualarían —sentenció Domingo—. Ahora, a ver qué tallo hacen los
segalaris
—dijo apuntando a una ladera con alta hierba amarillenta.
Cuatro mozos con el dorso desnudo afilaban las guadañas con las que iban a competir. Cada uno tenía asignada una parcela en la que, durante una media hora, debían cortar toda la hierba que pudieran. Al cabo de ese tiempo, sus ayudantes reunían lo cortado, lo pesaban y ganaba aquél que más peso obtuviera.
El sol estaba ya alto cuando se dio la señal de empezar la siega. La velocidad con la que los
segalaris
manejaban la guadaña era tal, que el sol que se reflejaba en el metal en su vertiginoso vaivén, emitía mil reflejos centelleantes que cegaban los ojos de los espectadores. Las afiladas hojas curvas iban abriendo un camino rápido y profundo en la alta hierba con cada pasada.
Un ayudante con un rastrillo, el
arraztelu
, recogía la hierba cortada para su posterior pesaje.
—El
segalari
de Oñati es el ganador, seguro —exclamó Sebastián señalando el enorme montón de hierba acumulado por un joven espigado que se secaba el sudor con un paño.
—¿No fue en ese pueblo donde hubo un concurso de perros hace poco?
—preguntó Juan Sebastián.
El cura afirmó con la cabeza.
—Sí, hicieron una especie de apuesta entre dos pastores. Se trataba de ver cuál de sus dos perros metía mejor las ovejas en el aprisco sin ayuda de nadie, sólo con los silbidos de sus amos.
—Tuvo que ser interesante —aventuró Martín.
—Sí —respondió el sacerdote—, ganó un perro llamado
Lagun
, que consiguió meter todo el rebaño, cincuenta ovejas, él solito en el aprisco. Fue digno de verse.
—¿Estuviste allí?
—Bueno, pasaba cerca de Oñati y me paré en la parroquia de San Miguel, en casa de mi viejo amigo el párroco Peru Goicoechea.
Martín meneó la cabeza divertido.
—Hay que reconocer que soportas una vida durísima...
—¿Queréis ver la
soka-tira
? —interrumpió Juan Sebastián.
—Sí, por supuesto — dijo Sebastián olvidándose de responder la velada insinuación de Martín—. A ver si ganan los mozos de nuestro pueblo...
—Más vale que ganen, porque si no, tendremos que pagar entre todos los vecinos el chacolí que se beban todos esos gorrones que vienen de los otros pueblos...
Juan Sebastián Elcano miró a través de la ventana el frío y húmedo paisaje que tantas veces había mirado. Todo estaba como siempre: el sirimiri, el oleaje, la blanca espuma, el fuerte San Antón, los barcos balanceándose al abrigo del puerto en espera de una mejoría del tiempo..., todo estaba igual que siempre, excepto una cosa. Faltaba un barco en el puerto. Los ojos de Juan Sebastián se dirigieron inconscientemente hacia el lugar en el que debería haber estado anclada su nave; la embarcación de doscientas toneles que tantos sacrificios y esfuerzos le había costado comprar; la embarcación con la que había cruzado todos los mares conocidos; la embarcación con la que había luchado a favor de la Corona, primero en África y luego en Lombardía; la embarcación que había tenido que empeñar para hacer frente a sus deudas...
Apartó los ojos empañados por unas lágrimas que la firme voluntad del marino no permitió que brotasen de sus ojos. Cuando el rey le pagara los quinientos ducados de oro que le adeudaba... Meneó la cabeza dubitativo.
Acababa de convertirse en fugitivo de la justicia al vender la nave aun país extranjero. Eso se condenaba con la cárcel. Nunca le pagarían los quinientos ducados. Pensó con amargura en los dos años de su vida dedicados a luchar contra los turcos y los moros en defensa de su rey y su patria... ¡Así es como se lo pagaban!
El rumor de unos pasos tímidos, ligeros, le sacaron de su abstracción. Su madre parecía más pequeña y endeble que nunca, con su sempiterna saya negra y el pelo recogido en la nuca con un pequeño moño. Sin embargo, él conocía muy bien la increíble fuente de energía que ocultaba Catalina del Puerto.
—Te he traído algo para comer, Juanito.
Juan Sebastián miró el plato de rodajas de chorizo y el trozo de pan recién horneado que su madre sostenía en la mano. Movió la cabeza negativamente.
—No tengo hambre,
amatxo
.
La anciana dejó sobre la mesa el plato y apoyó la mano en el brazo de su hijo.
—¿Qué piensas hacer, hijo?
Juan Sebastián apretó los labios hasta que se formó una delgada línea blanca apenas perceptible entre la negra barba.
—Tengo que irme,
amatxo
. Los alguaciles no tardarán en venir a buscarme.
—¡Es injusto! —exclamó dolorida la mujer—. Tú no has hecho nada malo.
Al contrario, es la Corona la que te debe dinero.
—Lo sé,
amatxo
, lo sé —Juan Sebastián meneó la cabeza con resignación—. Hemos hablado de esto muchas veces. Por muchas vueltas que le demos ya no se puede hacer nada. Yo he perdido el barco y además estoy fuera de la ley.
La anciana se mordió unos labios temblorosos.
—¿Adónde vas a ir, Juanito?
—A Sevilla. Desde la Casa de la Contratación salen barcos para el Nuevo Mundo. Allí estaré a salvo de esta gente.
Catalina del Puerto no pudo evitar que gruesas lágrimas cayeran por sus arrugadas mejillas.
—¿Cuándo te vas?
—Mañana. Un barco sale de Motriku hacia las Canarias. Me desembarcará en Sanlúcar de Barrameda, a una jornada de Sevilla.
La anciana sintió que el corazón se le desgarraba de dolor. Sentía la impresión de que nunca más vería a su hijo.
—Te prepararé ropa y comida para el viaje. También tengo unos maravedíes ahorrados...
Juan Sebastián negó con la cabeza.
—No, gracias, madre. Me arreglaré con lo que tengo —abrazó fuertemente a la anciana—. Prefiero no despedirme de mis hermanos. Dales tú un abrazo de mi parte. Diles que volveré. Y que volveré rico y famoso.
—Eso no me importa, hijo, me basta con que vuelvas.
MAGALLANES ANTE EL REY
El rey Carlos I de España y V de Alemania era un joven de diecisiete años, de profundos ojos azules, heredados, sin duda, de su padre, Felipe el Hermoso, archiduque de Austria; su abundante pelo negro ensortijado era herencia de su madre, Juana, hija de los Reyes Católicos. Su frente despejada indicaba la gran inteligencia que le ayudó a dominar la lengua castellana en apenas dos años.
Cuando desembarcó en Villaviciosa, Asturias, el joven Carlos de Gante no conocía una palabra del idioma de su nueva patria, pues había sido educado por la archiduquesa Margarita y por su preceptor Adriano de Utrecht para ser duque de Borgoña y conde de Flandes y Holanda. Todo parecía indicar que su hermano menor, Fernando, nacido en España, sería el heredero de su abuelo, Fernando el Católico, al hallarse Juana incapacitada para reinar.
Sin embargo, el cardenal Cisneros, que llevaba la regencia del país desde la muerte del Rey Católico, llamó a Carlos y le pidió que accediera al trono, mientras el joven Fernando era enviado a Austria.
A pesar de su juventud, a Carlos de Gante le gustaba tomar decisiones que no eran siempre del agrado del enjambre de consejeros que le rodeaban. Cuatro de ellos flanqueaban el trono en esta importante audiencia: el cardenal Adriano Dedel, decano de la Universidad de Lovaina, antiguo profesor de la de Utrecht y amigo de Erasmo; Guillermo de Croix, señor de Chieves, noble flamenco y tutor del joven rey; el tesorero Juan Sauvage, también nativo de los Países Bajos, y el obispo Fonseca, responsable de la presente audiencia.
El joven rey examinó con curiosidad a los dos hombres que se arrodillaban ante él.
—¿Vuestros nombres? —preguntó.
—Fernando de Magallanes y Ruy de Faleiro, majestad.
El rey no pudo dejar de observar que el hombre respondía con decisión y sin el menor temblor de voz. Era evidente que estaba acostumbrado al ambiente de la corte. Tenía, cuando hablaba, un fuerte acento portugués, pero se expresaba correctamente en castellano. El joven monarca examinó detenidamente un rostro que reflejaba una rara vitalidad y reciedumbre. Magallanes tenía la cabeza ancha, robusta, que habitualmente cubría con la gorra de terciopelo que ahora agarraba firmemente en las manos. En la unión de sus pobladas cejas se iniciaba una altiva raya vertical, indicio de inquebrantable tenacidad. Los ojos grandes, algo claros, brillaban intensamente con fulgores de una idea fija. El bigote y la barba, abundantes, descendían en ondas, cubriendo los labios que, no obstante, se adivinaban delgados y duros. El enojo de aquel hombre debía de ser temible.
El otro hombre, Faleiro, era de complexión más robusta, casi maciza.
Tenía un rostro rojizo y unos ojos oscuros, profundos que mostraban síntomas de una irritabilidad que se adivinaba que podría llegar a extremos insospechados de violencia si se le llevaba la contraria.
—¿De dónde venís?
—De Portugal, señor.
—Me han dicho que habéis traicionado a vuestro rey, ¿es eso cierto?
—No, señor. Es más bien todo lo contrario. Le ofrecí mis servicios y mis conocimientos y los rechazó. Le pregunté si podría ofrecerlos a otro monarca, y me dijo que hiciera como quisiera.
—Tengo entendido que habéis luchado en tierras de infieles.
Magallanes asintió.
—He luchado durante dos años en tierras moras y ocho en las Indias, y he recibido varias heridas en el campo de batalla.
—Por las que no habéis tenido compensación por parte de vuestro rey...
—Cierto es, mi señor.
—¿Así que habéis venido a ofrecer vuestros servicios a nuestro reino?
—Sí, majestad.
—¿Y qué tenéis que ofrecer?
—Una nueva ruta a las Indias, mi señor.
—¿Cómo sabes que hay una?
—Lo sé, majestad.
Carlos I de España miró a los ojos de aquel hombre, que sabía dotar de gran convicción a sus palabras.
—¿Sabéis que un compatriota vuestro me ha ofrecido también encontrar un paso a los mares del Sur?
—Lo sé. Esteban Gomes. Lo conozco. Fue piloto de Cristóbal de Haro.
—¿Y qué me decís a vuestro favor?
Fernando de Magallanes miró directamente a los ojos del joven rey. Sus palabras tenían el aplomo del que está completamente seguro de lo que dice.
—Yo sé dónde está ese paso, señor.
—Bien —asintió el rey—. Suponiendo que lo encontréis, ¿adónde os dirigiríais después?
—A las Molucas, señor.
—Las islas de las especias... — musitó el monarca—. Por lo que sé, estas islas pertenecen a Portugal...
Magallanes negó con la cabeza.
—No es así, mi señor. Conocéis el Tratado de Tordesillas, sin duda...
Carlos I conocía el tratado. Todo el mundo sabía cómo el papa Alejandro VI había dividido el mundo conocido en dos mitades, una para que la evangelizara España y otra para que lo hiciera Portugal.
—Pues bien —prosiguió Magallanes—, la línea divisoria pasa a cien leguas de la península de Malaca. Sin embargo, las islas Molucas se hallan mucho más al este. Caen por lo tanto en la parte de la esfera terrestre que el papa otorgó a la corona española.
—¿Estáis seguro de eso?
—Sí, mi señor. Cuento con la descripción hecha hace veinte, años por el viajero italiano Varthema y la esfera hecha por Pedro Reynal —hizo una seña y un sirviente se aproximó con una esfera del globo terráqueo—. Esta es una copia de tal esfera. En ella veréis que las islas Molucas se encuentran claramente fuera de la demarcación portuguesa. Son ellos los que han invadido y tratan de especular con territorios que no les pertenecen. Están, por tanto, causándoos un gravísimo perjuicio.
—¿Son las Molucas tan ricas en especias como dicen?
—Lo son, majestad. Estuve varios años navegando por la península de Malaca, adonde van a parar todas las especies de las islas, y os aseguro que es el lugar más rico del mundo. Mi amigo Francisco de Serrao ocupa el puesto de gran visir de Ternate después de llevar la paz a aquellos territorios. Tengo en mi poder varias cartas suyas de las que, si lo deseáis, os leeré algún párrafo.
Carlos I asintió.
—Adelante. Leed lo que creáis conveniente.
Magallanes sacó unas cartas dobladas de su bolsillo y eligió un fragmento:
—... y es increíble la riqueza de estas islas. Aquí hay minas y arenas de oro, perlas y piedras preciosas, allende de la mucha canela, clavos, pimienta, nueces moscadas, jengibre, ruibarbo, sándalo, cánfora, ámbar gris, almizcle y otras infinitas cosas de gran valor y riqueza, así para medicina como para gusto y deleite. Todo ello se lleva a la península de Malaca para su venta y distribución al mundo civilizado. Pero sería mucho más ventajoso para los comerciantes el aprovisionarse directamente en las islas.