Ninguna empresa ultramarina podía ser emprendida sin su informe previo.
Siguiendo las instrucciones del rey, el doctor Sancho Matienzo, tesorero de la Casa de la Contratación, dispuso lo necesario con celeridad y envió a Cádiz a Juan de Aranda con la misión de adquirir los barcos que, a su juicio, se presentaran mejor y fueran más aptos para el largo viaje. Aranda, bien asesorado, eligió cuatro naves; la mayor era la
San Antonio
, de 120 toneles (144 toneladas), que costó 330.000 maravedíes; la
Concepción
, de 90 toneles (108 toneladas), costó 228.750 maravedíes; la
Victoria
, de 85 toneles (102 toneladas), costó 300.000 maravedíes; y por último, la
Santiago
, de 75 toneles (90 toneladas), costó 187.000 maravedíes. Las cuatro eran de robusta construcción, habiendo sido la
Victoria
construida en Zarauz apenas tres años antes. Una vez hecha la elección, las cuatro naves hicieron rumbo a Sevilla para ser cuidadosamente reparadas.
Al mismo tiempo, el capitán Artieta, acompañado de Duarte Barbosa y Antonio Cermeño, funcionario de la Domus Indes, se trasladaron a Guipúzcoa y Vizcaya para comprar efectos navales. Estos dos últimos prosiguieron poco después viaje a Flandes con el mismo fin.
Artieta, mientras tanto, no descansaba en un incesante ir y venir de Bilbao a Fuenterrabía. En la villa vizcaína adquirió por fin la nao
Trinidad
, de 110
toneles (132 toneladas), y pagó por ella 270.000 maravedíes. Junto con la nave, y en diversos puertos del norte, compró un gran número de pertrechos: cañones, falconetes, lombardas, armaduras, ballestas, lanzas, saetas y arcabuces. Adquirió también el menaje de las despensas y artes de pesca, pasando por una fragua completa con sus «barquines, yunques, y tobera», en la villa de Fuenterrabía.
En tanto se laboraba intensamente, un funcionario de la Casa de las Antillas denunció que, por un contrato del 18 de febrero de l5l8, Juan de Aranda había comprado el derecho a una octava parte de los beneficios de los dos capitanes.
En octubre de ese mismo año se le suspendió temporalmente de sus funciones y se incoó el correspondiente proceso por utilizar el cargo para obtener provechos ilegales. Este proceso tuvo lugar en Barcelona ante el Consejo Supremo de las Indias. En él, Magallanes tuvo que declarar como testigo, confirmando el hecho, pero al mismo tiempo presentó al procesado como persona sumamente celosa en defender los intereses reales, aun cuando era cierto que trataba de hacer compatible el servicio al Estado con su utilidad personal.
Por orden real, se le censuró y anuló el contrato, pero no se le multó ni encarceló.
LA CASA DE CONTRATACIÓN
Juan Sebastián Elcano conocía bien Sevilla. Había estado en ella numerosas veces; primero como grumete, después como marinero y luego como patrón de su propio barco. Además, durante los dos años que había puesto su nave al servicio de su patria, había recalado muchas veces en el río Guadalquivir, junto a la Casa de Contratación. En ésta precisamente trabajaba como contador Juan Ibarrola, primo de los Gainza de Zarauz, uno de los cuales estaba casado con su hermana Sebastiana. También conocía a varios compatriotas más, que ejercían diversas funciones en la Domus Indes: Juan López de Recalde, Tomás Isasaga, Javier Eguino, Munibe Alberro, Isasti, Urquiza, Oña, Inunriza, Berozpe. No dudaba que ellos le ayudarían a embarcarse en alguna nave que partiera hacia el Nuevo Mundo.
Una vez en la ciudad, buscó un pequeño tugurio cerca del puerto donde más fácilmente pasaría inadvertido. Cuanto menos repararan en él, mejor. Su situación era un tanto incómoda después de la venta del barco a la Casa genovesa.
Resultaba irónico que hubiera tenido que vender el barco para hacer frente a sus deudas cuando la Corona le debía a él el pago por sus servicios. Y, encima, le declaraban proscrito por haber vendido el barco a una potencia extranjera. No dejaba de ser paradójico.
Elcano sacudió la cabeza para apartar de su mente aquella pesadilla, que no le dejaba dormir. Miró por la pequeña ventana de su destartalada y maloliente habitación. El cristal estaba tan sucio que apenas dejaba entrar algo de luz, por lo que hacía imposible divisar nada a través de él. Abrió la ventana y respiró el aire fresco del atardecer. No muy lejos, todavía se podía ver, ya en el inicio del crepúsculo, el dique seco del ajetreado puerto sevillano. En él había cuatro hermosos veleros rodeados de carpinteros, herreros, calafateadores, toneleros y lombarderos trabajando a destajo. Sin duda estaban preparando alguna expedición al Nuevo Mundo.
Se fijó en que todas eran de diferente tamaño, pero igual de resistentes.
Su fértil imaginación le colocó a bordo de una de ellas..., en el puente de mando.
¡Y por qué no! Tal como había perdido una embarcación podía ganar otra. Con un poco de suerte, en el Nuevo Mundo podría hacer fortuna. Otros la habían hecho: Juan de la Cosa, Ojeda, Pizarro, Vasco Nuñez de Balboa, el malogrado Juan Díaz de Solís, Francisco Hernández de Córdoba, Juan de Grijalba, y ese Hernán Cortés del que se hablaba últimamente.
Cuando bajó a cenar miró a su alrededor. El lugar era casi como una cueva larga y estrecha, pues apenas contaba con un pequeño ventanal que no dejaba entrar la luz del día y menos aún el aire de la noche. En una mesa al fondo se sentaban tres mujeres de edad indefinida, con amplio escote y rostros muy maquillados. Al entrar Elcano una de ellas le sonrió, pero el marino hizo caso omiso al reclamo y se sentó en una pequeña mesa en el otro extremo.
El posadero, un hombre grueso, de rostro redondo, con escaso pelo y mirada esquiva, se acercó en silencio con un plato de garbanzos con morcilla, una jarra de Vino y un trozo de pan de cebada. A la cintura llevaba un mandil grasiento con el que se secó las manos después de depositar lo que llevaba sobre la mesa. Evidentemente, la discreción era quizá la única virtud que parecía poseer aquel hombre, acostumbrado, sin duda, a tener entre sus parroquianos a delincuentes habituales y asesinos buscados por la justicia de medio mundo.
Juan Sebastián esperó a que se fuera, bebió un trago de la jarra de un vino bastante aguado y comió sin mucho apetito aquel plato que rezumaba grasa por los cuatro costados. No dejaba de lanzar miradas furtivas a su alrededor mientras comía. En una misma mesa bebían vino tres marinos que, aunque parecían compañeros, tenían dificultades para hacerse entender en castellano. Uno parecía italiano, otro podría ser portugués y el más joven, sin duda un grumete, era andaluz. Los tres miraban de reojo a las busconas de la mesa vecina. Era cuestión de tiempo el que cayeran en sus redes. Lo harían en cuanto el vino ofuscara su visión, hasta el punto de hacer que las arrugas de la piel de las mujeres se estiraran, y la flacidez de sus contornos se convirtiera, por arte del dios Baco, en finas cinturas y caderas ondulantes. Entonces, los marineros pagarían gustosos el precio que les pidieran. A cambio, obtendrían un rato de un dudoso placer en un mugriento colchón, si antes no caían dormidos mientras yacían sobre aquellos cuerpos gruesos y sudorosos.
Elcano apartó la mirada indiferente.
En otra mesa un viejo marinero relataba por enésima vez cómo había sido testigo, aterrado e impotente, de la matanza de Juan Díaz de Solís en la desembocadura del río de la Plata. Mientras bebía de una jarra de vino, contaba a un grupo de enfervorizados oyentes cómo los tripulantes de la nave habían tenido que contemplar, sin poder hacer nada, a varios centenares de indios, primero matar a sus compatriotas y luego despedazar sus cadáveres y hacer un festín con ellos en la playa. El relato, aunque oído ya mil veces en todas las tabernas del país, todavía causaba efectos de horror y de ira, junto con grandes deseos de venganza. Los hombres se enardecían al oír tales historias, siempre parapetados detrás de una buena jarra de vino.
—
Arratsalde on, Juan, ¿ser moduz?
Elcano volvió la cabeza al oír hablar en su lengua materna. El que acababa de entrar era un hombre de unos treinta años, de estatura media, complexión fuerte y una cuidada barba negra. Dio un golpe amistoso en el hombro de otro que se hallaba sentado dándole la espalda.
—¡Hombre, tocayo!, siéntate. Te invito a una jarra de vino, o al menos, a lo que venden por vino...
Cuando el hombre que estaba sentado se volvió, Elcano pudo apreciar que era un hombre de algo más edad que el otro, alto y seco. Su barba, también recortada con esmero, tenía algunas hebras plateadas. Evidentemente, ambos eran marinos, a juzgar por sus rostros curtidos por la brisa del mar.
Estuvo a punto de darse a conocer como paisano suyo, pero prefirió esperar un poco. El hecho de que fueran vascos como él no significaba que fueran de fiar.
—¿Qué tal te ha ido hoy, Juan?, ¿has encontrado algún barco?
El recién llegado echó un largo trago de vino antes de contestar, se limpió la boca con el dorso de la mano y suspiró profundamente.
—Parece ser que están preparando una expedición a las Molucas.
—¿A las Molucas?, ¿y dónde diablos está eso?
—No me lo preguntes a mí. Pero, por lo que he oído, debe de estar al otro lado del mundo, allá por la península de Malaca; de donde los portugueses traen las especias.
—Será una expedición muy larga.
—Larguísima. He oído que están preparando provisiones para dos años.
—¡Para dos años! ¿Y qué ruta seguirán?
—A mí que me registren. Yo soy contramaestre, no piloto.
El más alto de los dos se quedó pensativo con la jarra de vino en la mano.
—Pues sólo hay dos rutas: la del este y la del oeste.
—No creo que los portugueses les permitan seguir la ruta del este. Iría en contra de sus intereses. Se están haciendo de oro con el monopolio de las especias.
—Pues sólo queda la del oeste...
—Pero para eso habría que encontrar primero el famoso paso que buscaba Juan Díaz de Solís.
—Exacto. Y eso es lo que sin duda tratará de buscar esta expedición.
—¡Por las barbas de Satanás! ¡Una expedición a las Indias siguiendo la ruta del sol!, ¡parece fascinante!
—Fascinante, sí, pero arriesgadísimo. Más de la mitad se quedarán en el camino... Recuerda la expedición de Vasco de Gama. Sólo regresaron unos pocos, y todos enfermos.
—Eso fue hace veinte años. Y gracias a esa expedición los portugueses abrieron su ruta hacia las especias. Con este viaje podría pasar lo mismo, puede abrir una nueva ruta para Castilla.
—Pues a los portugueses no les hará mucha gracia.
—Me imagino que no. Y lo más irónico es que sea precisamente un portugués el que está detrás de todo esto.
—Ese tal Magallanes, ¿no?
—Sí, bueno, en realidad deben de ser dos. Magallanes está asociado con un tal Falero o Faleiro.
Juan Sebastián Elcano no se perdía una sola palabra de la interesante conversación que tenía lugar en euskera. Era evidente que los dos hombres eran marinos como él mismo, y probablemente se encontraban en una situación parecida a la suya. Al menos en lo que a buscar un barco se refería.
Decidió darse a conocer. Se volvió y les saludó:
—
Arratsalde on
—saludó en vascuence.
Los dos hombres interrumpieron su conversación y miraron con curiosidad a su compatriota.
—¿De dónde eres? —preguntó el más alto.
—De Guetaria.
—Yo soy de Bermeo y éste es de Irún, un pequeño poblado junto a Fuenterrabía. Siéntate con nosotros. ¿Cómo te llamas?
Elcano cogió su jarra y se sentó a la mesa de sus paisanos.
—Juan Sebastián Elcano.
—Yo soy Juan de Acurio, contramaestre en mi último barco, que desgraciadamente está en dique seco. Éste es Juan de Elgorriaga, buscando trabajo como maestre, que es lo suyo.
Juan Sebastián Elcano se dirigió a éste último:
—¿Dónde has navegado?
Elgorriaga se encogió de hombros.
—Me he pasado quince años pescando bacalao y ballenas en las aguas heladas de los mares del norte. Un sitio de lo más desagradable. Las tierras más cercanas están nueve meses al año cubiertas de hielo. Así que decidí venir aquí a ver si encuentro un barco que me lleve a tierras más cálidas. ¿Y tú?
Elcano echó un pequeño trago de vino.
—Tenía mi propio barco, pero tuve que venderlo.
—Para pagar los préstamos, claro —dijo Elgorriaga.
Juan Sebastián asintió.
—Algo de eso —respondió reacio a dar demasiadas explicaciones. Lo último que quería es que alguien se enterara de su situación de perseguido por la justicia.
Juan de Acurio se rascó la barba.
—Y ahora estás buscando una nave para ir al Nuevo Mundo, ¿no es así?
—Algo así —concedió Elcano—. Quizás en otras tierras haya más oportunidades.
—No estoy tan seguro —intervino Juan de Acurio pensativo—. Muchos vuelven de allá tan pobres o más que cuando se fueron. A otros los entierran en seguida por enfermedades que se contraen en aquellos climas malsanos.
—Te olvidas de los que triunfan —dijo Elcano.
—Sí, claro. Siempre hay un puñado de hombres que hacen fortuna.
—Entre esos hay que tratar de estar —sentenció Juan Sebastián esbozando una sonrisa.
—Me alegro de que pienses así —exclamó Elgorriaga sonriendo—.
Nuestro tocayo es un poco fatalista.
—Si queréis hacer fortuna rápidamente, ¿por qué no os embarcáis en esta famosa expedición a las Molucas? —propuso Juan de Acurio.
El marino de Guetaria se mostró interesado.
—Os he oído decir que es un tal Magallanes el que está detrás de la expedición.
—Sí, él y su compañero Faleiro, que debe de ser un eminente cosmógrafo y astrólogo.
—¿Y cómo saben que hay un paso por esas tierras?
Juan de Elgorriaga se encogió de hombros.
—No lo sé. Pero se dice que convencieron al rey y a sus asesores sobre la existencia de ese paso.
Elcano movió dubitativamente la cabeza.
—No sé cómo pueden estar tan seguros. Si alguien hubiera descubierto un paso ya se sabría.
—Quizá sean suposiciones basadas en alguna teoría —replicó Juan de Acurio.
—Quizá —asintió Elcano—. Eso es lo más probable. Aunque no entiendo cómo el rey arriesga tanto dinero en una empresa que, como mínimo, es bastante aventurada.
—Lo que le sobra es dinero —ironizó Elgorriaga.
—Pues si le sobra, podía pagarme los quinientos ducados que me debe