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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (2 page)

Juan Sebastián se alejó de la ventana y se sentó en un banco de madera; cogió la hogaza de pan y cortó distraídamente una rebanada. Domingo le acercó el tarro de miel deslizándolo sobre la mesa.

—Para formar un hogar quizás elegiría a Isabel...

El coadjutor se quedó con la rebanada de pan a medio camino de la boca.

Una gota de miel cayó lentamente sobre la mesa.

—¿Isabel del Puerto?, ¿tu prima?, ¿la que vive en Orio?

Juan Sebastián asintió.

—¿Por qué no?

Interrumpió la conversación la entrada de su madre, una mujer pequeña pero de una gran fortaleza. Una férrea voluntad se adivinaba tras la aparente fragilidad de Catalina del Puerto. Desde la desaparición de su marido en el mar, vestía de negro, tanto blusa y saya, como las medias de lana y las alpargatas de suela de esparto. Desde que sus hijas Sebastiana e Inés se casaran y se fueran a vivir a Zarauz y Mondragón respectivamente, ella se encargaba de todas las tareas domésticas, lo cual incluía la limpieza del enorme caserón familiar de tres plantas, el cuidado de los animales (gallinas, conejos y cerdos), el lavado de la ropa en el fregadero municipal y el hacer la comida para ella y para sus siete hijos varones, cuando estaban en casa.

—Ya veo que habéis encontrado algo para picar —dijo señalando el pan de centeno y la miel—. Pero no comáis mucho, os quitará el apetito para la comida.

Os traeré algo para beber. ¿Qué os apetece, vino, sidra o chacolí?

—Yo echaré un trago de vino de la bota, madre —respondió Juan Sebastián.

—Y tú querrás chacolí, como siempre, ¿no, Domingo?

El cura asintió sonriendo.

—Como siempre, madre. Para mí no hay más bebida que el chacolí, el mejor producto de nuestra tierra. Y además, hecho en el mejor lagar del mundo: el que tenemos en nuestra propia bodega.

Mientras su madre se alejaba hacia la bodega, Domingo volvió la vista hacia su hermano.

—¿Así que te gusta Isabel?

—Sí.

—¿Le has dicho algo a ella?

—No.

—Ya sabes que para casarte con ella necesitarías un permiso especial de la Iglesia.

—Lo sé.

—¿Y María?

Juan Sebastián iba a contestar, pero su madre regresaba con la bota de vino y el chacolí. Con ella venía Martín, el más joven de los nueve hermanos.

—¡Vaya! —exclamó jovialmente—. Si tenemos en casa al cura de la familia. —Dio una palmada amistosa en el brazo de su hermano—. No te he visto llegar. ¿Cuándo has vuelto de Zumárraga?

—Hace un rato —señaló la hogaza de pan—. Estábamos tomando el
amaiketako
.

Martín descorchó una botella de chacolí y la levantó con la mano derecha todo lo que le daba el brazo, mientras que con la izquierda sostenía un ancho vaso de cristal a la altura de la rodilla.

—¿Qué tal van tus nuevos feligreses, Domingo? , ¿cometen las zumarraitarras muchos pecados?

—No más que las de Guetaria, hermano —sonrió el cura campechanamente.

Mientras hablaba, el más joven de los hermanos había empezado a escanciar el chacolí. Un hilo delgado de un vino blanco ligeramente amarillento golpeaba desde lo alto el interior del vaso produciendo un alegre gorgoteo.

—Eres todo un experto, Martín. Así es como se «rompe» el chacolí.

Martín y Domingo bebieron un buen trago del ácido vino de la región, chasqueando la lengua con indisimulado placer.

—Excelente —exclamó el sacerdote secándose la boca con el dorso de la mano—. Os habéis esmerado este año, Martín. Ha sido una cosecha magnífica.

Mientras tanto, Juan Sebastián levantaba al aire la bota de vino, una bolsa de cuero cosida herméticamente con un orificio hecho de cuerno por el que salía un fino chorro de vino a presión. El vino cayó durante un largo tiempo directamente sobre los dientes del marino.

—Bebéis y coméis como fieras —les censuró la madre fingiendo un enfado que estaba lejos de sentir—. Traeré unas aceitunas y un trozo de
txistorra
.

—¿Vas a quedarte mucho tiempo, Domingo? —preguntó Martín.

—Un par de días. Después tengo que volver, hasta que se ponga bien el viejo padre Urruti. Me quedaré sólo durante las fiestas.

—¡Ah, claro! ¡Que empiezan mañana! Querrás ver los juegos rurales, por supuesto.

—No me los perdería por nada del mundo. El último año, el arrastre de piedra lo ganaron los bueyes del caserío de Mendizorroza, de Orio.

—También habrá apuestas de hachas. Ya están preparados los troncos de veinte pulgadas que tienen que cortar los
aizkolaris
.

—Si mal no recuerdo, el
Chikito
de Azpeitia ganó la última apuesta en el corte horizontal de diez troncos.

—Sí, pero este año parece que hay un mozalbete dé Motriku que corta como una sierra, al menos en vertical.

El sacerdote se sirvió otro vaso de chacolí de una forma tan hábil como su hermano. Apenas unas gotas salpicaron el encerado suelo de madera.

—Es increíble la habilidad de esos
aizkolaris
. Los troncos, en vez de madera, parecen hechos de queso de Idiazábal.

Martín asintió en silencio.

—Y hablando de quesos, ¿no habrás traído queso de Urbía, por casualidad?

Domingo sonrió y se acercó a un envoltorio que había dentro de una alacena.

—Sabía que me lo pedirías. Aquí tienes, el mejor queso de la campa de Urbía.

Martín aspiró satisfecho el fuerte olor del queso fabricado al pie del monte Aitzgorri.

—Te lo agradezco, hermano. Además de salvar almas, también sabes ganarte el agradecimiento del cuerpo.

Juan Sebastián cortó un trozo del queso y se lo ofreció a su hermano pequeño, antes de cortarse otro para sí.

—Buenísimo —exclamó—. Y cambiando de conversación: ¿Sabéis que hay una apuesta entre dos tripulaciones de balleneros?

Martín asintió mientras saboreaba el fuerte queso de oveja.

—Algo he oído. Se han apostado quinientos maravedíes en una regata desde la playa de Zarauz. El primero que llegue al puerto de Guetaria se embolsa el dinero. Habrá diez remeros en cada embarcación.

La entrada de la anciana con una fuente llena de trozos de
txistorra
recién frita, interrumpió el debate sobre las apuestas rurales y marineras.

—¡Qué bien huele, madre! —exclamó el mayor de los hermanos.

—Y mejor sabrá, hijo. A buen seguro que mejor sabrá. Están hechas en la última matanza de San Martín. Son del cerdo más gordo que hemos tenido jamás.

Durante el primer día de las fiestas del pueblo, mientras los jóvenes se divertían corriendo delante de las vaquillas y bailando jotas en la plaza del pueblo, María de Ernialde y Juan Sebastián Elcano se veían a escondidas y disfrutaban de unos amores prohibidos, que quizá precisamente por ello eran más apasionados.

La férrea disciplina paterna se relajaba un poco en estos días de jolgorio y regocijo, y permitía que las jóvenes disfrutaran de unas horas más de libertad. A pesar de la oposición de su padre, que le había prohibido terminantemente que se viera con el marino, María encontraba siempre el modo de estar asolas con Juan Sebastián. Ella sabía que no era correspondida con un amor tan profundo como el suyo, pero no le importaba. Sólo se sentía feliz teniendo el cuerpo musculoso de su amado junto al suyo; sintiendo sus fuertes manos acariciarle el cuerpo y sus labios ardorosos besando los suyos con pasión. Para la joven no había nada en el mundo que le importara cuando estaba a su lado; le habría seguido al fin del mundo si él se lo hubiera pedido.

María nunca había hecho el amor con nadie antes. Juan Sebastián había sido el primer hombre en su vida. Ella sabía que él se sentía un poco culpable por haberle hecho perder su virginidad, pero a ella ya no le importaba, sólo pensaba en el presente y cerraba obstinadamente los ojos al futuro.

—El lunes zarpamos de madrugada, María.

Ella se incorporó en el heno; se puso a horcajadas encima de él e hizo un mohín de enojo.

—¿Tan pronto?, ¿adónde vas esta vez?, ¿cuánto tardarás en volver?

Juan Sebastián apretó el delicado cuerpo de la joven contra el suyo. A pesar de que hacía poco habían hecho el amor, sentía que la fuerza del deseo le invadía una vez más; una ola de fuego le subía lentamente por todo el cuerpo.

—Estaré fuera unas tres o cuatro semanas.

—¿Qué sueles llevar en el barco? Contrabando, ¿verdad?

Él se encogió de hombros.

—No siempre. Un poco de pesca, un poco de..., digamos, transporte de ciertas mercancías, un viaje de las Canarias con plátanos, otro de Alejandría con sedas y vidrios. Lo que salga.

—Ya puedes tener cuidado. No quisiera que te cogieran con contrabando.

Te meterían en la cárcel y yo me moriría sin ti.

—Y yo sin ti —dijo él con una seguridad que estaba lejos de sentir—. Pero la vida de un marino es así. Además, ya sabes que el rey me debe dinero. En cuanto me entreguen los quinientos ducados que me deben, terminaré de pagar el barco y los préstamos que tengo. Podré vivir más tranquilo.

—Viviremos, cariño.

—Tu padre nunca permitirá que nos casemos.

—Pues huiremos. Nos fugaremos en tu barco.

Juan Sebastián negó con la cabeza.

—Los barcos no están hechos para las mujeres. La vida en un velero es muy incómoda.

Ella bajó su rostro hasta que sus labios se posaron en los del marino.

—Estando a tu lado nada es desagradable —musitó muy quedamente.

Juan Sebastián se sintió transportado por un súbito arrebato de fuego.

Sentía la presión del cuerpo de ella encima del suyo; el aliento de la joven, cálido y sensual, le acariciaba los sentidos; sus labios eran dulces, jugosos, calientes...

Cerró los ojos y se dejó llevar por la pasión; por la misma pasión que tantas veces le había transportado al paraíso y al mismo tiempo bajado al infierno durante los últimos dos meses.

Habría sido difícil decir quién tuvo la culpa de su primer acto amoroso.

Sencillamente, ocurrió un atardecer, y desde aquel día la vida no había sido la misma para Juan Sebastián Elcano. Sabía que estaba haciendo mal. Como católico fervoroso, reconocía que estaba viviendo en pecado, pero era incapaz de eludir las dulces cadenas que le mantenían sujeto y le encaminaban, según su hermano, a su condenación eterna.

El día siguiente era domingo e iban a tener lugar los juegos populares que se verían coronados con la romería en San Antón.

Domingo se encargó de despertar temprano a sus hermanos, antes incluso que lo hicieran los
txistularies
que ya subían, tocando el
txistu
y el tamboril, por la empinada y estrecha Nagusia Kalea. La empedrada calle principal del pueblo llegaba desde el puerto hasta la plaza pasando por debajo del arco románico de la iglesia de San Salvador, el repiqueteo de cuyas campanas anunciaba a los fieles la primera misa del día.

Para cuando los tres hermanos Elcano todavía solteros, Domingo, Juan Sebastián y Martín, llegaron a la plaza, una gran cantidad de vecinos se arremolinaba alrededor de las dos parejas de bueyes que iban a competir en el arrastre de piedra.

La mayoría de los presentes era gente del pueblo y saludaron afectuosamente a los Elcano. Entre ellos estaban sus hermanos casados, Sebastián y Antón Martín, así como Gainza, el marido de su hermana Sebastiana, y Santiago de Guevara, marino de Mondragón y esposo de su hermana Inés.

—Se juegan cien ducados —informó Sebastián a sus hermanos.

—¿Son las dos de Guetaria? —preguntó Domingo, acercándose a una de las juntas.

—Una de ellas es del caserío Txomin Enea, la otra es de Zarauz.

Domingo examinó de cerca los bueyes de su pueblo. Conocía a su dueño de vista. Txomin era un hombre enjuto, de rostro arrugado y mirada desconfiada.

El caserío estaba situado a una legua del pueblo, en lo alto de la colina, y venía muy de vez en cuando a vender sus ovejas y hortalizas sobrantes en el mercado.

—Son enormes —dijo con admiración—, deben de pesar cien raldes cada uno.

Sebastián asintió.

—Tengo entendido que lleva meses preparándolos.

—¿Preparándolos? —preguntó Juan Sebastián. Como marino, no estaba muy al tanto de las costumbres rurales.

El sacerdote le explicó:

—Les dan una alimentación especial. Mi amigo Patxi del caserío Eguzki Alde, les daba diariamente seis kilos de habas, tres docenas de huevos y seis talos de cuatrocientos gramos de maíz. Además, una semana antes de la apuesta les hacía tomar dos kilos diarios de miel mezclada con dos litros de vino.

Juan Sebastián dejó escapar un prolongado silbido de asombro.

—Es increíble...

Se interrumpió al ver que las yuntas de los bueyes estaban ya en posición.

Debían recorrer un clavo (cien pies castellanos) en ambas direcciones.

Los dos caseros tenían su aguijón, al que llamaban akulla, levantado, dispuestos a hundirlo en las ancas de los potentes animales a la señal del alcalde.

Las apuestas se hacían de viva voz y se inclinaban ligeramente por la yunta de Zarauz.

Por encima del vocerío de los apostantes se elevó el grito del máximo mandatario local. Los boyeros hundieron la punta de sus pinchos en la parte carnosa de los bueyes a la vez que estallaban en gritos y aullidos de apremio. Las pesadas moles de piedra empezaron a moverse en paralelo, rechinando pesadamente. Habían elegido para la prueba un tramo de calle empedrada con pequeños cantos rodados de río que ayudaban a los bueyes a hacer palanca y no resbalar.

Contra todo pronóstico, ganó la apuesta la yunta del caserío Txomin Enea con gran alegría de los vecinos de Guetaria y de los apostantes, que reclamaban con alborozo los maravedíes de los perdedores.

—Me alegro por el viejo Txomin —dijo Domingo—. Le vendrán bien los cien ducados. Sabía que ganarían.

—¿Lo sabías? —preguntó Juan Sebastián.

El cura sonrió.

—Bueno, lo vi claro cuando llegaron empatados para dar la vuelta. Los bueyes siempre tiran más cuando van de camino a casa, y la segunda parte del recorrido está dirigido hacia su caserío...

—Así que jugaban con ventaja.

—Un poco, sí —admitió el sacerdote.

—¿Y eso no lo saben los demás?

—Claro que lo saben, y harán lo mismo cuando éstos vayan a su pueblo.

Sebastián pasó los brazos por los hombros de sus hermanos.

—¿Queréis ver el levantamiento de piedra?

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