Seguidamente, y por orden de categoría en la Armada, prestaron igual juramento a Magallanes, los capitanes y oficiales que se disponían a partir. Todos juraron, además, seguir los rumbos y derrotas que el capitán general les marcara, obedeciéndole en todo como si sirvieran al mismo rey en persona.
Todos estos juramentos y pleitos homenajes los presenció y aceptó del mismo modo en nombre de su real majestad, el alcalde corregidor que presidía el acto.
Ese mismo día Magallanes ofreció una comida a todos sus oficiales, así como a las autoridades de la Casa de la Contratación y nobles de la villa. Por la tarde, el capitán general reunió a los capitanes, maestres y pilotos de todos los barcos para darles las últimas instrucciones.
—El convoy viajará encabezado por la nao almirante
Trinidad
, cuya estela deberán seguir las otras cuatro naves. De noche deberán continuar en tal orden, por medio de un sistema de señales luminosas. La
Trinidad
llevará en la popa una antorcha o hachón de madera ardiendo. Le llamaremos farol y arderá toda la noche, de modo tal que los buques lo vean constantemente.
«Cuando yo haga una señal a los demás barcos, éstos la contestarán de la misma forma. De esta manera sabremos si somos seguidos por los buques. Si deseo cambiar de bordada, por cambio de viento o si éste es contrario, o si quiero avanzar más despacio, lo mostraré con dos luces. Si quiero que los demás arríen la vela menor o boneta, lo mostraré con tres luces. También con tres luces, aunque el viento fuera propicio, se ordenará arriar las arrastraderas. De modo que la vela mayor pueda ser arriada si el tiempo cambiaba repentinamente a peor. Del mismo modo, cuando desee que los demás arriéis la vela, encenderé cuatro luces y luego una sola. Esto será la señal de detenerse y virar, de modo que todos podamos hacer lo mismo. Cuando se descubra tierra o un bajío se mandará encender varias luces o disparar una lombarda. Si deseo hacerme a la vela lo indicaré con cuatro luces, para que todos me imiten y sigan. Si quisiera reemplazar las arrastraderas lo indicaré a los otros barcos con tres luces. Para saber si todos nos siguen y marchan juntos, encenderé una sola luz junto al farol, y luego cada uno de los barcos encenderá la suya, lo cual será señal de respuesta. En cuanto a las guardias de noche serán tres, como es habitual. La primera se iniciará al anochecer, la segunda a media noche (medora), y la tercera al amanecer (diana), o sea 'estrella del alba'. Cada noche se cambiarán estas guardias, es decir, quien haya estado en la primera pasará a la segunda, y quien haya estado en la segunda pasará a la tercera.
Magallanes dividió las tripulaciones de la armada en tres compañías. La primera de cada barco pertenecía al capitán de éste, la segunda al maestre, y la tercera al contramaestre.
El 10 de agosto de 1519 Sevilla entera se vistió de fiesta para la ocasión.
La población se volcó en el muelle para ser testigo de una efeméride irrepetible.
El barrio de Triana había aumentado su colorido en mil tonalidades deslumbrantes; calles y edificios estaban engalanados de grímpolas y banderas ondulantes, intentando con su alegría disimular la tristeza de toda despedida. El disco rojo amarillento del sol apenas se había asomado por oriente, pero ya el aire era caliente y pegajoso. Las aguas del río transcurrían tibias y mansas, mientras una muchedumbre se agolpaba a sus orillas para dar un último adiós a los nautas.
Toda Sevilla estaba allí: ricos y pobres, frailes y hampones, cortesanos y sus damas, trabajadores y empleados de la Casa de la Contratación, nobles y plebeyos, busconas y prostitutas que añoraban las noches pasadas en compañía de alguno de los que ahora se alejaban...
Una descarga de artillería anunció que la larga marcha comenzaba.
La voz del capitán general tronó por encima de los vítores de la muchedumbre
—¡Larguen las velas de los trinquetes!
Las naves, lenta, muy lentamente, empezaron a surcar las aguas a favor de la corriente. El aire atronó con aplausos, estentóreos vítores y roncos adioses.
Poco a poco, Sevilla fue quedando atrás. La próxima parada sería Sanlúcar de Barrameda, desde donde tendría lugar la verdadera salida.
El castillo del duque de Medina Sidonia se levantaba como mudo vigilante en una colina que dominaba la desembocadura del río Guadalquivir. A la sombra de sus muros, se había ido apiñando con el correr de los siglos un pequeño poblado de pescadores que se sentían protegidos por la enorme mole de piedra de cualquier incursión de los temibles piratas berberiscos.
Las cinco naves expedicionarias atracaron una tras otra en el pequeño puerto de Sanlúcar de Barrameda. El corto viaje desde la capital andaluza había transcurrido sin problemas. Todo parecía estar en orden. Sin embargo...
—Juan Sebastián, ven conmigo, tengo que enseñarte algo.
—Juan de Acurio aparecía inquieto y preocupado—. Baja a la bodega.
Elcano miró a su taciturno contramaestre.
—¿Qué pasa, Juan?
—Los barriles. Hay algunos que están medio vacíos.
El de Guetaria comprendió enseguida la trascendencia de aquello. Si era verdad, la vida de todos estaba en peligro.
—Vamos —dijo rápidamente—, hay que comprobarlos todos.
Una vez en la bodega, el contramaestre le llevó al fondo.
—Se me ha ocurrido levantar varias barricas y algunas de ellas pesan la mitad de lo que deberían.
Elcano levantó unas cuantas y vio que, efectivamente, una de cada seis o siete pesaba mucho menos que las demás.
—Alguien sigue empeñado en sabotear el viaje —masculló Elcano—, aunque eso signifique la muerte de todos nosotros.
—¿Crees que los portugueses pueden haber llegado a tal extremo?
—¿Por qué no? Hay muchos intereses en este viaje.
—Habrá que comunicárselo a Magallanes.
—Sí —suspiró Elcano—, y cuanto antes, mejor.
El capitán general escuchó impertérrito al maestre de la
Concepción
.
—¿Cuántas barricas habéis comprobado?
—Unas pocas, pero no hay duda de que será necesario comprobarlas todas, una por una.
Magallanes se mesó la barba pensativo, eso significaba un serio contratiempo. El comprobar todo lo embarcado llevaría días, y conseguir a estas alturas el avituallamiento que faltara sería muy complicado; podría retrasar la expedición un mes. Por otro lado, se daba cuenta de que no podía arriesgarse a zarpar con menos provisiones de las que habían considerado necesarias para dos años.
—¡Cristóbal! —llamó a su criado—. Que acudan los capitanes y maestres de todos los barcos.
Cuando todos estuvieron reunidos les dio órdenes estrictas de comprobar todas y cada una de las barricas y cajas de provisiones.
Como se temía, pronto le empezaron a llegar noticias de que, en efecto, muchas de las barricas habían sido saboteadas hábilmente. Falsos fondos hacían que muchas de las barricas llevasen hasta un 20% menos de peso que el que les correspondía.
Cristóbal de Haro, que había bajado con la nave capitana hasta Sanlúcar, fue informado inmediatamente de la situación. El banquero se mostró contrariado, pero no era hombre al que le arredraran las situaciones complicadas.
—Se abrirá una investigación inmediatamente —anunció a Magallanes—.
Por vuestra parte, os ruego que hagáis lo mismo en vuestros barcos. Los culpables deberán ser castigados.
Los días siguientes fueron de un gran ajetreo para los capitanes y maestres de los cinco barcos, que no dejaron de viajar con los esquifes de las naos hasta Sevilla para vencer las nuevas dificultades que se acumulaban. Mientras tanto, los días pasaban sin que se completara el avituallamiento.
Fue en uno de estos viajes cuando el capitán general hizo testamento. Se vio forzado a ello por una orden real, en la cual constaba que los beneficios ofrecidos a los miembros de las tripulaciones pasarían, si éste muriera sin testar, al fondo nacional que se dedicaba al rescate de españoles cautivos de los infieles.
En el testamento de Magallanes pedía ser enterrado en el convento sevillano de Santa María de la Victoria, y de no ser posible, en la iglesia más próxima dedicada a la Madre de Dios. A continuación donaba unas cantidades de dinero a diversas iglesias, conventos, hospitales, centros e instituciones benéficas. Pagaba la celebración, de treinta misas ante su cadáver y otras treinta después de enterrarlo. En ese día, tres pobres debían ser vestidos, cada uno con un traje de tela gris, una gorra, una camisa y un par de zapatos. También se les daría comida juntamente con otros doce, para que rezaran por su alma a Dios. Magallanes otorgaba una donación para su paje Cristóbal Rabelo, al que profesaba una gran estima. A continuación, se ocupaba de su fiel esclavo Enrique, que debía quedar libre con diez mil maravedíes para su sostenimiento. También daba normas respecto a los sucesores de su hijo en los títulos, en Caso de no sobrevivir éste.
Nombró albaceas a su suegro, Diego Barbosa, y a su amigo el doctor Sancho Matienzo, deán de la catedral de Sevilla. El documento quedó registrado el 24 de agosto de 1519.
Pocos días después, el navegante se vio con Matienzo por última vez.
—Haced llegar este pergamino al rey, os lo ruego —dijo el nauta alargando al deán un escrito lacrado—. En él se encuentran la situación y latitudes de las islas de las Especias, y de las costas y cabos principales que caen dentro de la demarcación de la corona de Castilla. En caso de fallecer yo durante el viaje, el rey portugués no podrá alegar que están dentro de su jurisdicción.
El doctor Sancho Matienzo le abrazó.
—Id con Dios, mi buen amigo —exclamó emocionado por la prueba de lealtad a España del portugués—. La carta llegará a manos del rey en el primer correo real.
La noche del 19 de septiembre nadie durmió en Sanlúcar de Barrameda.
El pequeño pueblecito de blancas casas se había convertido en el centro de atracción del país. Docenas de amigos, familiares y prometidas de aquellos valerosos navegantes se entremezclaban con las madres, esposas, deudos y camaradas. Las mozas del pueblo se contoneaban desenfadadas con risas provocativas y miradas insinuantes, todas ávidas de presentarse donde hubiera bolsas bien repletas, listas para cambiar una caricia o un amor por las últimas monedas que podían sacar a los que partían. Aquí y allá se ofrecían bailes y cantos, el ruido de las castañuelas se entremezclaba con el entrechocar de las jarras y vasos. El ambiente era de alegría, de una alegría que ocultaba la zozobra e inquietud que invadía los corazones.
El capitán general pasó la noche en la playa en compañía de su esposa, doña Beatriz. Se abrazaron por última vez cuando las primeras luces del alba empezaban ya a colorear los cúmulos de nubes que se cernían en el horizonte.
—¡Cuida de nuestro hijo, Beatriz, y cuídate tú también!
La joven se aferró a su esposo ocultando las lágrimas en su pecho. Tenía el presentimiento de que aquélla era la última vez que se veían.
—¡Vuelve, esposo mío, vuelve!
—Volveré, te lo prometo. Volveré triunfante...
Poco después, todos los hombres de la expedición oyeron misa y comulgaron, y al final se entonó el Salve Regina entre los aplausos y vítores de la muchedumbre.
A toda prisa se metieron en los barcos los últimos cerdos, piezas de caza, cestas de verdura fresca y las reses que habían de consumirse en los primeros días.
Magallanes ordenó la última y minuciosa requisa por si algún polizón o arriesgada mujer hubiera podido esconderse, burlando la vigilancia... ¡Nadie!
Todos los visitantes habían desembarcado ya.
El navegante luso veía cómo su ansiado momento llegaba. Se paseaba nervioso por el puente dando órdenes. Las velas empezaban a ser desplegadas, la artillería del castillo y la de los barcos atronaban el aire con el retumbar de sus cañonazos. Lentamente, las naves comenzaron su avance.
En aquel preciso instante se abría un nuevo capítulo en la historia de España y en los anales náuticos.
Mientras tanto, las lágrimas rodaban por las mejillas de las mujeres y de muchos hombres: los adioses se entrecortaban con los llantos, los corazones latían galopantes, los aplausos irrumpían el aire; los pensamientos de todos los presentes se elevaban al cielo pidiendo protección y favor para aquellos que ignoraban adónde iban y si jamás volverían.
Magallanes, de pie en lo alto del castillo de popa, pronunció, imperioso, la frase de ritual: «¡Larguen en el nombre de Dios!».
Todos los botes de pescadores del puerto acompañaron a la flota en su último adiós. Poco después, cuando los cinco barcos se enfrentaron con el océano, uno tras otro se volvieron hacia puerto lentamente. Detrás sólo quedaban cinco blancas estelas.
LA TEMPESTAD y LA CALMA
Las estrellas iniciaban tímidamente sus parpadeos la noche del 26 de septiembre, cuando la armada enfiló los acantilados que formaban la entrada del puerto de Santa Cruz, en las paradisíacas Canarias. En el puerto fueron recibidos por Luis de Mendoza, que se había adelantado a la flota con su
Victoria
, en busca de provisiones.
Al día siguiente, mientras los barcos expedicionarios cargaban las últimas frutas y verduras frescas para el largo viaje, una ligera carabela, con todo su velamen desplegado al viento, entró en el puerto. El capitán de la carabela pidió permiso para hablar con Magallanes.
—Traigo una misiva para vos —le comunicó al portugués en cuanto le vio—.
Es de vuestro suegro, Diego de Barbosa.
Aunque el semblante de Fernando de Magallanes no exteriorizó ninguna sorpresa, en su interior no pudo menos de preocuparse por la presencia de un emisario apenas había salido de la península. Debía de ser algo muy importante para que su suegro mandara una carabela tras él. Abrió la carta tratando de dominar el temblor de las manos.
Mi querido yerno:
Te escribo unas líneas rápidamente para prevenirte.
Después de la partida de la armada, varios capitanes
españoles comentaron públicamente que se había formado un triunvirato, a cuya cabeza está Juan de Cartagena, decidido a apoderarse del mando de la expedición.
Dicen que si te niegas a ceder el mando, te matarán en cuanto se les presente la ocasión.
Magallanes leyó impasible la nota sin que ni un solo músculo de la cara sufriera la menor contracción. Cogió un papel y escribió.