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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (66 page)

BOOK: Los navegantes
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—Queremos ver al capitán —gritaron desde la chalupa.

Juan de Pilola se asomó a la borda.

—El capitán está enfermo. ¿Qué deseáis?

—Decidle inmediatamente que salga.

El maestre de la nao entró en el camarote del capitán y enseguida volvió a salir.

—Se está vistiendo, pero bien sabéis que está mal dispuesto...

Acuña salió al poco rato y quedó estupefacto ante las palabras de los enviados.

—Nuestro rey tiene guerra con vuestro emperador, por eso rendíos que si no vos mataremos y cortaremos las cabezas.

Rodrigo Acuña quedó unos instantes pensativo. Era evidente que la decisión primera que habían adoptado los franceses de no mostrarse hostiles mientras estuvieran en puerto había sido rechazada por una mayoría que había cambiado de opinión.

—Iré con vosotros a ver a vuestros capitanes —anunció.

Pero parecía que la decisión había sido ya tomada, y que los franceses estaban dispuestos a tomar la nave castellana por la fuerza. Apenas Acuña hubo pisado la cubierta de uno de los barcos franceses, éstos empezaron a disparar contra la desprevenida nao castellana, que estaba carenando en la playa.

Afortunadamente, los disparos quedaron muy cortos. Al mismo tiempo, varios bateles llenos de hombres bogaban hacia ella.

Los franceses gritaban desaforados al tiempo que remaban:


Rendez-vous, cochons! Rendez-vous, castillans! Fils de putain
!

El piloto Juan de Pilola se hizo cargo rápidamente de la situación.

Empezó a dar una vorágine de órdenes.

—¡Dos falconetes a cubierta, rápido!, ¡desplegad la bandera de Castilla!,

¡todo el mundo a sus puestos!, ¡coged las armas!, ¡subid más cubos de pólvora!,

¡daos prisa!

Las caras de los franceses estaban cada vez más cerca, se podían ver ya sus expresiones feroces y ojos ensangrentados.

—¡Más rápido!, ¡meted una bola, deprisa!, ¡traedme una mecha!, ¡apartaos!

Casi a ciegas y sin apuntar, el piloto aplicó la mecha a la pólvora. Hubo un fogonazo seguido de un estallido atronador. La pequeña bola de hierro salió impulsada con una violencia terrorífica. Increíblemente, y por suerte, dio de lleno en la chalupa que iba en cabeza y mató a tres marineros. Los demás dejaron de bogar cuando apenas faltaban unos metros para alcanzar la nave y dieron media vuelta. Pilola, cada vez más enardecido, arengó a los hombres.

—¡Moriremos, moriremos antes de ver la bandera de Castilla en poder de los franceses...!

Disparó el segundo falconete acelerando la fuga del enemigo. Los hurras de los castellanos persiguieron a los franceses mientras bogaban alocadamente para poner distancia de por medio y refugiarse en la seguridad de sus barcos. Poco después, se acercó de nuevo un batel, esta vez enarbolando bandera blanca.

Pilola se asomó a la borda.

—¿Qué queréis?

—Os dejaremos ir si nos entregáis las cuatro lombardas gruesas, los lombarderos, el piloto, el maestre y el tesorero.

Pilola se echó a reír sarcástico y desdeñoso.

—¿Es eso todo lo que queréis? Os damos eso y después tomáis lo demás...

Decid a vuestros capitanes que preferimos morir bajo nuestra bandera.

Mientras la chalupa volvía con la respuesta, Pilola observó la marea.

Desde el principio del ataque habían pasado más de dos horas, y la marea había estado subiendo. Aunque al principio la nave se encontraba de costado sobre la arena, de un momento a otro se encontraría a flote.

—¡Largad la trinqueta!, ¡cortad las anclas, nos vamos!

Poco después, aprovechando una ligera brisa de tierra, la nao castellana salió fuera de la barra en las propias narices de sus adversarios, dejando a su capitán prisionero en sus manos.

Como la nao hacía mucha agua, a los tres días se aproximaron a tierra y divisaron uno de los galeones franceses, al que gran parte de la tripulación quería atacar. Sin embargo, el piloto y el maestre, Alonso de Ríos, objetaron que más valía reparar la nave que buscar a quien acabara de deshacerla, por lo que optaron por huir.

El galeón francés, sin embargo, no era de su misma opinión. Salió a su encuentro y les cortó el paso, aunque sin acercarse demasiado, temeroso de las lombardas de la nave castellana.

En la refriega que se originó, un marinero castellano murió y varios resultaron heridos al alcanzar un cañonazo el costado de la nao. Por su parte, los españoles tocaron con sus disparos el velamen de sus enemigos, desgarrando las lonas y reduciendo su marcha.

La nave salió a alta mar a pesar de la considerable cantidad de agua que hacía. Varios días más tarde se refugiaron en Cabo Frío, donde estuvieron dos meses tratando de reparar la nave, pero al salir de nuevo a alta mar el oleaje deshizo lo poco que habían conseguido reparar.

Alonso del Río estaba preocupado.

—¿Qué hacemos? —preguntó a Pilola—, vuelve a entrar tanta agua como antes. Las bombas tienen que estar funcionando día y noche y no tenemos bastantes hombres.

—Pues consigamos más hombres —contestó el piloto.

—¿Más hombres?, ¿dónde?

Pilola señaló hacia tierra.

—Estoy seguro de que por unas hachas y unos espejos, tendremos toda la mano de obra que queramos.

El piloto de la nave tenía razón. Hasta un total de veintidós indígenas fueron convencidos de subir a bordo y bombear día y noche por unas hachas y cuchillos cada uno.

El 28 de mayo de 1527 la
San Gabriel
llegó a Galicia con veintisiete castellanos y veintidós indígenas.

Por su parte, Acuña fue abandonado en tierra por los franceses, y consiguió llegar, después de varios meses, a Pernambuco, factoría del rey de Portugal, donde se le encarceló. Sin embargo, enterado el monarca luso, mandó que le redimieran de tal prisión y ordenó que se le diera pasaje y buen trato, por lo que volvió de este modo a Europa.

A mediados de enero de 1527 empezó la guerra en las Molucas. Una guerra que no había sido declarada por los gobiernos de Portugal y España, pero que, en unas pequeñas islas al otro lado del mundo, era muy real para los que tomaban parte en ella. Apenas un puñado de hombres por cada bando.

Los dos grupos estaban convencidos de que la razón les apoyaba y habían recibido instrucciones claras sobre las islas: tenían que defenderlas a costa de la vida. El monopolio de las especias ofrecía fortunas inmensas para sus poseedores.

Los portugueses fueron los primeros en iniciar los ataques. A medianoche del día 17, amparándose en la oscuridad, varias embarcaciones se acercaron a la
Santa María de la Victoria
intentando hundirla en un ataque por sorpresa. Sin embargo, no consiguieron su objetivo: pasar inadvertidos.

—¡Alerta! ¡Se acercan varias naves!

Los gritos de alarma de uno de los centinelas movieron a la acción a todos y cada uno de los castellanos. Los artilleros del navío castellano fueron los primeros en abrir fuego. Fallada la sorpresa, unos y otros se cañonearon durante toda la mañana, manteniéndose, no obstante, a una prudente distancia. El resultado final fue un empate: un muerto por cada bando y varios heridos.

Esa misma tarde Urdaneta, al frente de quince castellanos y doscientos indígenas, sorprendió y desbarató un desembarco efectuado por los portugueses a un par de leguas al norte aprovechando la confusión de la batalla. Los lusitanos se retiraron dejando en la playa dos muertos propios, más varios indígenas.

Carquizano estaba satisfecho con los resultados y felicitó a sus oficiales en su camarote.

—Buen trabajo. Tendremos que mantenernos muy alerta, a partir de ahora.

—Habrá que mantener puestos de vigilancia en toda la isla —sugirió de la Torre—. Pueden desembarcar en cualquier sitio y atacarnos desde el interior.

Antes de que pudiera responder el capitán, se oyó una voz desde cubierta.

—¡Capitán!

Carquizano se asomó rápidamente por la puerta del camarote.

—¿Sí?

Un marino señaló una veloz embarcación que se aproximaba desafiante y aparatosa. Recorría la costa enarbolando una bandera roja con una inscripción. A SANGRE Y FUEGO.

Al día siguiente, volvieron aparecer los portugueses. Esta vez se acercaron en pleno día y volvieron a presentar batalla. Aunque no hubo ninguna baja en el lado castellano, la nave recibió tres impactos por encima de la línea de flotación. Sin embargo, no era esto lo que más preocupaba a su capitán; las brutales reculadas de las enormes bombardas, el retroceso de su propia artillería, estaba ocasionando muchos más daños en la desportillada nave que los disparos del enemigo. Poco a poco, se iban abriendo las costuras del navío. El fin de la nao se iba haciendo evidente por momentos.

Cuando el enemigo se retiró por fin, Carquizano mandó reunir a todos los que más entendían de navegación: el maestre, el piloto, los carpinteros, viejos marineros y los calafateadores.

—Quiero conocer vuestra opinión —dijo—, opinión sobre el estado de la nave. La pregunta es: ¿volverá a navegar la
Santa María de la Victoria
?, ¿hay algo que podamos hacer para repararla?

El maestre, Juan de Urquijo, negó con la cabeza.

—La madera de estos árboles es demasiado blanda; sirve para construir pequeños paraos, pero en ningún caso para naves como la nuestra. Me temo que nuestro barco nunca volverá a navegar...

Carquizano miró al piloto Andrés Rodríguez.

—Soy de la misma opinión que Juan de Urquijo. Nunca volveremos a hacernos a la mar con la
Santa María de la Victoria
.

Carpinteros y calafateadores estuvieron todos de acuerdo.

—Entre la broma, los cañonazos del enemigo y las reculadas de los cañones, nuestro barco se ha convertido en un montón de maderas flotantes.

—Si queremos salvar lo que hay dentro del barco tenemos que actuar rápidamente. Está entrando mucha agua, las bombas de achique apenas dan abasto...

Carquizano tomó la Biblia y dijo:

—Quiero que juréis todos, uno a uno, que no es posible que esta nave pueda volver a navegar.

Cuando todos hubieron jurado sobre el libro sagrado, Carquizano tuvo de resignarse, bien a su pesar.

Al día siguiente, se retiró a tierra hasta el último clavo que pudiera ser aprovechado, y cuando sólo quedó el casco vacío el mismo Carquizano arrojó una tea encendida en la bodega del buque antes de saltar al bote. Las llamaradas que envolvieron a la
Santa María de la Victoria
tiñeron de rojo las cimbreantes palmeras verdes de la playa, al tiempo que ensombrecían los corazones del centenar de hombres que habían tenido en el barco su hogar durante tantos meses.

Muchos ojos vertieron lágrimas indisimuladas al contemplar las llamas trepando por las carcomidas maderas, mientras en la mente de todos se adivinaba la misma pregunta: ¿y ahora, qué?

—Se acerca una embajada del rey de Gilolo, capitán!

Carquizano se asomó a las defensas del fuerte y pudo contemplar cinco paraos que se dirigían a la playa cargados, al parecer, de ricos presentes. Bajó a la playa a recibirlos, donde Gonzalo de Vigo le informó:

—Dicen que en una pequeña isla, cerca de aquí, hay dos navíos portugueses cargados de clavo.

—¿A qué distancia?

—A medio día de navegación.

Carquizano reunió a Urdaneta, Fernando de la Torre, Martín García de Carquizano y Andrés de Palacios para explicarles la situación.

—Es una buena ocasión para asestar a los portugueses un golpe, pero, por otro lado, no estoy dispuesto a prescindir de nuestros hombres.

Urdaneta se acarició la cicatriz del lado derecho de su cara.

—En este tipo de guerra tendremos que acostumbrarnos a usar a los indígenas como soldados. Si no tenéis inconveniente, capitán, yo iré al frente de los nativos.

—Bien —dijo Carquizano—, llévate, de todas formas, a tres hombres contigo.

El ataque por sorpresa de una docena de paraos, llevado a cabo en plena noche, constituyó un éxito parcial, pues uno de los barcos consiguió huir. Los portugueses de la otra nave cayeron uno tras otro y fueron inmediatamente decapitados por los indígenas, quienes clavaban las cabezas en sus primitivas lanzas para presentárselas de esa manera a su rey y poder cobrar el tanto asignado a cada una.

El éxito envalentonó, á la vez que preocupó, al rey de Gilolo, pues el barco apresado pertenecía nada menos que al capitán portugués Henríquez. Esta preocupación del reyezuelo indígena se hizo evidente por la cantidad de paraos que llegaban al fuerte de los castellanos, cargados de toda clase de vituallas, procedentes de Gilolo. Un parao llegó cargado de monedas de cobre, usuales en aquellos parajes, para que fueran repartidas entre los soldados castellanos. Por otra parte, el rey de Gilolo insistía en que los castellanos mandaran un destacamento de soldados con cañones para defender su isla.

Por fin, Carquizano, aunque muy reacio, accedió a estas peticiones y envió a su sobrino y tocayo Martín García de Carquizano al mando de veinte soldados y con varias piezas de artillería.

La cámara del capitán en el fuerte se había convertido en el centro de operaciones castellano. Con la marcha de su sobrino, Carquizano sólo contaba con Urdaneta, Palacios y De la Torre. Fue a este último al que se dirigió.

—Creo que deberíamos tomar la iniciativa de la guerra —declaró señalando un mapa de las islas—. En este pequeño islote, Motil, hay un poblado que es pro portugués. Me propongo atacarlo, y convencerles para que cambien de bando. Si no la hacen, el poblado será arrasado.

—¿Y quieres que vaya yo? —preguntó De la Torre.

—Sí. Coge una veintena de soldados y trescientos indios.

—De acuerdo, partiré enseguida.

Aunque los indígenas de Motil opusieron alguna resistencia, pronto se vieron obligados a refugiarse en la selva. El poblado fue quemado y sus dos paraos se añadieron a la armada de los castellanos.

Según pasaban los días crecía en el joven Urdaneta la inquietud de la exploración.

¿Cómo era verdaderamente el mundo que les rodeaba?, ¿cuántas islas componían el archipiélago?, ¿cómo eran sus corrientes, sus vientos predominantes? El joven consideraba imprescindible para su supervivencia el conocimiento a fondo de las islas. Por otro lado, eran continuos los rumores, infundados o no, de que se habían visto velas en el horizonte. De vez en cuando se difundía por las islas que habían sido avistados misteriosos navíos navegando juntos, con rumbo extraño e indeciso, como si estuvieran volteando a la ventura.

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