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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (67 page)

BOOK: Los navegantes
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En el ánimo de los expedicionarios siempre quedaba prendido aquel resto de esperanza. A todos, en sus horas más amargas, les gustaba asirse a una remota posibilidad de recibir ayuda. ¡Por qué no podía ser —se decían muchas veces

—que otra de las naves se hubiera salvado de la tormenta y llegara por fin a su destino?

—Creo que deberíamos explorar todas las islas de nuestro alrededor

—propuso Urdaneta a su capitán.

Carquizano miró pensativamente a su joven lugarteniente. Apenas un muchacho de diecinueve años y, sin embargo, un hombre en todos los aspectos.

—¿Te atreverías a hacerlo? —le preguntó.

—Por supuesto. Además, creo que es la única forma de quedarnos todos tranquilos. Si alguna de las otras naves consiguió llegar, pronto lo sabremos. Si no, nos olvidaremos de ellas para siempre.

—Podrías usar el velero que capturamos a los portugueses y algunos paraos.

Urdaneta asintió, acariciándose la mejilla quemada.

—Había pensado llevarme a Gonzalo de Vigo, a algún marinero que me pueda ser útil en la navegación y a unos cincuenta indígenas.

—De acuerdo. Llévate provisiones para un mes.

Durante las cinco semanas siguientes, la expedición exploró infructuosamente todas las islas que podían albergar vida en muchas leguas alrededor. Y aunque, desde ese punto de vista, la expedición resultó estéril, Urdaneta tuvo oportunidad de observar y dibujar un mapa con el flujo de las corrientes y la dirección de los vientos de la zona, lo que les podría ser muy útil en el futuro. Elcano le había insistido en el hecho de que para navegar había que aprovechar no sólo los vientos, sino las corrientes, el flujo de las mareas e incluso la flora. «Nunca habría podido llegar a casa desde Timor si no lo hubiera hecho así —había dicho en más de una ocasión—. Fíjate en los pequeños detalles, que son los que te pueden salvar la vida.» Urdaneta tenía esas palabras fijas en su mente, por lo que tomaba nota cuidadosa de todo lo que veía.

Al mismo tiempo, durante las largas horas del día, aprovechaba para aprender el idioma de los nativos ayudado por Gonzalo de Vigo. Su memoria prodigiosa le ayudaba a retener una veintena de palabras nuevas todos los días, que poco a poco fue uniendo y formando frases. Como los nativos no conocían la escritura, Andrés anotaba las palabras tal como le sonaban a él para crearse algo similar a un diccionario. Así, tenía una clara ventaja sobre el marinero gallego, que tampoco sabía escribir.

A las cinco semanas, el marinero Vicente de Sierra señaló los víveres.

—Tendremos que desembarcar en alguna isla para aprovisionarnos —dijo—, pues apenas tenemos comida para un par de días.

Urdaneta asintió, volviéndose a uno de los nativos. Ufano de sus conocimientos lingüísticos, le preguntó:

—¿Donde... isla... cerca... aquí?

El nativo sonrió enseñando dientes blancos y grandes que destacaban en la oscuridad de su piel:

—La isla de Guacea. Un día de navegación. Pero habitantes malos.

Hizo un gesto indicando claramente que los nativos de esa isla no les recibirían precisamente con palmas.

Urdaneta miró a los dos castellanos.

—¿Qué os parece? Me temo que no tenemos alternativa, habrá que arriesgarse y ver cómo nos reciben.

Los dos estuvieron de acuerdo.

Al día siguiente, las predicciones del nativo se vieron cumplidas con creces. No solamente no les recibieron bien, sino que al verles llegar a su isla, unos cien nativos se agruparon en la playa agitando lanzas y lanzando piedras.

—Vamos a ver qué impresión les causan la falconeta y los mosquetes —

comentó Urdaneta cargando el pequeño cañón.

Los otros dos hicieron lo mismo, y esperaron a estar a escasos metros de la playa. Una lluvia de lanzas y piedras les recibió en cuanto estuvieron a tiro, por lo que Urdaneta prendió fuego a la mecha de la falconeta casi a bocajarro, mientras los otros dos disparaban sus mosquetes. El efecto fue contundente: casi una docena de indígenas cayeron como fulminados por un rayo, los demás huyeron despavoridos hacia su poblado.

—Vamos tras ellos, rápido —ordenó Urdaneta.

Cuando los expedicionarios llegaron a la aldea descubrieron que los nativos habitaban en altísimas chozas montadas sobre cuatro largos postes, a las cuales accedían con escaleras de mano.

—¿Y ahora qué hacemos? —exclamó Gonzalo de Vigo.

El joven guipuzcoano se quedó contemplando la veintena de chozas que componían el poblado.

—A grandes males, grandes remedios —dijo filosóficamente—. Habrá que obligarles a salir de sus nidos. Necesitamos provisiones y las tendremos, por las buenas o por las malas. Traed leña seca.

—¿Quemamos el poblado?

—Si es necesario, sí —afirmó Urdaneta—. Se trata de ellos o nosotros.

Los nativos de la isla, a pesar del pánico que sin duda les invadía, no se rindieron y pelearon por sus posesiones en medio de las llamas. Al final del día habían muerto más de cincuenta de ellos y quedado prisioneros en manos de los expedicionarios otros tantos, entre mujeres y niños.

Después de coger todos los cereales y fruta que pudieron salvar de las llamas y apoderarse de los cerdos y gallinas desparramados por los alrededores, los hombres de Urdaneta se retiraron a las embarcaciones para evitar sorpresas.

—Rumbo a Gilolo —ordenó el guipuzcoano.

Calmada el hambre, y sin poder izar las velas por tener el viento en contra, los paraos de Urdaneta se dirigieron con bogar pausado hacia la isla amiga, distante cuatro días de navegación. Todo indicaba que la exploración tocaba a su fin y que pronto estarían de vuelta en el fuerte de Tidor. Sin embargo, nada más lejos de la realidad.

—¡Capitán, capitán! —Varios nativos hacían señas a Urdaneta para que mirara al norte—. Aquellas nubes son Gilolo.

—Ah, muy bien...

Sin embargo, los nativos parecían muy agitados y discutían entre sí sin que Urdaneta ni Gonzalo de Vigo entendiesen una palabra. Por fin, uno de ellos se dirigió a Urdaneta.

—Hay barcos. Muchos barcos. Paraos y veleros. Portugueses.

Urdaneta y los otros dos castellanos forzaron la vista sin conseguir divisar otra cosa que una bruma sobre el horizonte.

—Esta gente tiene ojos de lince —masculló el gallego—. Si dicen que ven barcos, es que hay barcos allí.

—¿Qué hacemos, Urdaneta? —preguntó Vicente de Sierra.

—Nos dirigiremos al poblado de Gane, que es de los nuestros.

Mientras variaban el rumbo buscando la protección del poblado de Gilolo, todos los ojos estaban fijos en la bruma que envolvía la isla. No tardaron en ver dos barcos grandes y una docena de paraos saliendo de la neblina. No había duda de cuál era la intención de los portugueses. Evidentemente, les habían estado esperando escondidos en la costa.

—Nos doblan en número —murmuró Vicente de Sierra tragando saliva.

—Eso significa que sólo tendremos que enfrentarnos con dos hombres cada uno —respondió Urdaneta secamente.

—¿Por qué no tratamos de huir?

—Sus remeros están descansados mientras que los nuestros han estado remando todo el día —respondió pensativo Urdaneta—; irían cazando a los paraos uno a uno. En cuanto a nuestra carraca... Cualquiera de sus dos veleros nos adelantaría enseguida. Más vale que les hagamos frente. Al menos tendremos la oportunidad de luchar...

La oportunidad de luchar a la que se refería Urdaneta no tardó en presentarse. No hubo estrategia previa. Cuando los dos bandos se encontraron en un mar en calma, ambos se lanzaron los unos contra los otros tratando de destruirse mutuamente. Los paraos parecían volar sobre la superficie de las aguas evitando al enemigo y al mismo tiempo buscando una ventaja sobre él. El aire se cubrió de lanzas y armas arrojadizas que eran recogidas y vueltas a arrojar a los que las habían lanzado. Poco a poco, el mar se fue cubriendo de cadáveres que teñían de rojo las aguas azules.

Por su parte, los dos veleros portugueses trataban de ganar el barlovento a la nave de Urdaneta y tener maniobrabilidad a favor del viento.

Los dos falcones de la nave castellana no cesaban de disparar andanadas contra las dos naos portuguesas, que la acosaban sin que hasta ese momento ninguno de los dos bandos hubiera causado en el otro bando más que roturas en el maderamen.

—¡Cuidado por estribor!

El grito de Vicente de Sierra hizo levantar la vista a Urdaneta. Una de las dos naves enemigas había ganado el viento y se les echaba encima a gran velocidad.

El joven se hizo cargo rápidamente de la situación. No había tiempo que perder; en cuestión de segundos todo estaría decidido. De un salto se acercó al falcón de estribor, hizo a un lado a los nativos que miraban aterrorizados la nave que se acercaba, apuntó con toda calma, esperando a que la nave enemiga estuviera a escasos metros, y aplicó cuidadosamente la mecha a la pólvora.

El efecto fue increíble. La nave que se les echaba encima pareció pararse en seco en la superficie del mar. Por el enorme boquete que se había abierto en la proa entraba una cascada de agua que frenó su avance, haciendo que se inclinara por momentos, primero hacia un lado y después al otro. La confusión que se originó fue tal que dio a los castellanos la ocasión de salir airosos de la refriega.

Mientras la nave portuguesa se dirigía a salvar a sus compañeros, Urdaneta dio la orden de arremeter contra los paraos enemigos disparando los falcones.

—¡Di a los paraos que se dirijan a Gane! —gritó Urdaneta a Gonzalo de Vega—, ¡nosotros les protegeremos la retirada! ¡Deprisa!

Afortunadamente para los castellanos, los portugueses optaron por salvar todo lo que pudieron de la nave que se hundía, dejando vía libre a aquéllos para que se escaparan.

La vida de los castellanos en Tidor se fue asentando poco a poco. Algunos marineros se juntaron con nativas y construyeron cabañas cerca del fuerte. Todos tenían que cumplir con sus guardias y deberes, pero, fuera de eso, la vida seguía su curso. Carquizano no trató de imponer más restricciones que las necesarias.

A principios de marzo, una patrulla capitaneada por De la Torre tuvo una escaramuza con los portugueses, pero, después de un intenso tiroteo, se separaron al agotárseles las municiones a ambos bandos.

No tardaron los portugueses en volver a la carga, presentándose desafiantes ante Carquizano con un velero y dos paraos de unos treinta remeros cada uno.

Carquizano decidió entonces llamar a Urdaneta.

—Coge ocho marineros y unos cuantos indígenas y sal al encuentro de esos desgraciados —dijo señalando por la ventana del fuerte los navíos lusos que se mantenían fuera del alcance de las lombardas castellanas.

Urdaneta asintió con el entusiasmo juvenil que le caracterizaba.

—Parece que les han fallado los espías. Seguro que se esperaban encontrarnos sin barcos.

Carquizano se atusó el bigote.

—Sí, fue una suerte que volvieran los dos paraos de Gilolo anoche.

Poco después, las dos armadas se lanzaban la una contra la otra en una lucha nivelada y, una vez más, la guerra fratricida tiñó de rojo las aguas de la bahía.

La técnica de la lucha entre paraos era bastante elemental, pues el tratar de abordar la otra embarcación resultaba muy difícil debido a los estabilizadores que llevaban los botes. En la mayoría de los casos, los nativos se limitaban a arrojarse mutuamente todo lo que tenían a mano hasta que se les agotaban las municiones.

Por su parte, los veleros se mantenían a una distancia prudente intercambiando disparos de falconete.

Después de una hora de intensa lucha, los portugueses consideraron que ya tenían bastante y se dieron a la fuga. En el ardor de la pelea, Urdaneta dio órdenes de perseguirlos:

—¡Vamos tras ellos, terminaremos con ellos de una vez para siempre!

El sol, en lo más alto de su recorrido se reflejaba en las aguas cristalinas, mudo testigo de la lucha sin cuartel. A pesar de los esfuerzos de la carraca castellana, los portugueses les sacaban ventaja paulatinamente.

—No les alcanzaremos, señor —dijo uno de los marineros.

El joven ya se había dado cuenta también de la inutilidad de sus esfuerzos.

—Bien —dijo—, les lanzaremos el último bombardazo, a ver si por casualidad les damos.

En el momento en que Urdaneta aplicaba la mecha para lanzar el disparo, ocurrió algo inesperado que dio la vuelta a los acontecimientos. El grito de aviso de uno de los marineros, que se apercibió de una mecha encendida descuidadamente colocada sobre un barril de pólvora, llegó demasiado tarde. La explosión fue ensordecedora, los efectos devastadores. Seis nativos que se encontraban cerca murieron instantáneamente, mientras otros diez o doce resultaban heridos de consideración.

Urdaneta, por su parte, aunque protegido parcialmente por uno de los nativos que resultó muerto, no pudo evitar que sus ropas prendieran fuego y, envuelto en llamas, se lanzó al agua.

Al darse cuenta de lo sucedido, los portugueses dieron media vuelta, y el barco de los perseguidores se convirtió en perseguido. Los indígenas, espantados por lo sucedido, sólo pensaban en huir, sin que los esfuerzos de los castellanos sirvieran para volverlos al combate.

Urdaneta, malherido y abandonado, se veía en una situación difícil. No muy lejos estaban los dos paraos, que seguían luchando contra sus adversarios.

Por el lado contrario, el velero portugués se abalanzaba hacia él disparando arcabuzazos.

Afortunadamente para él, uno de los paraos le recogió cuando ya le fallaban las fuerzas, y casi inmediatamente se sumió en la oscuridad.

CAPÍTULO XXXIV

TREGUA

Urdaneta se encontraba en el centro de un profundo y negro pozo que daba vueltas a su alrededor. Era como si estuviera en el interior de un gran remolino oscuro. De alguna forma, él quería asirse a algo sólido y salir al exterior, pero parecía como si toda su energía le hubiera abandonado, como si los músculos no obedecieran las órdenes de su mente. Por fin, con un gran esfuerzo consiguió aferrarse al borde del pozo sin fondo en el que se encontraba y abrió los ojos.

Poco a poco, los objetos que le rodeaban dejaron de moverse, y la desagradabilísima sensación de vértigo dio paso a otra sensación, diferente pero igual de desagradable. Le dolía todo el cuerpo. No era un dolor profundo, sino superficial, como si toda la piel de su cuerpo estuviera en carne viva.

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