Después de muchas discusiones, alguien propuso dirigirse al fuerte donde Hernando de la Torre, lugarteniente del jefe fallecido, prestaba servicios en aquel momento. Esta idea se aceptó por gran mayoría.
De la Torre se resistió al cargo al principio, pero no le sirvió de nada.
Todos los presentes le «requirieron en nombre de su majestad que aceptase el cargo, porque así cumplía el servicio de su majestad».
Una vez nombrado para el cargo, Hernando de la Torre no perdió tiempo y mandó a Alonso de los Ríos a Gilolo como capitán de la gente que allí se encontraba. A De los Ríos le encargó que acelerara la construcción de una fusta que habían empezado a construir hacía algún tiempo. Al capitán Martín Íñiguez le nombró tesorero de la mar. Como lugarteniente suyo nombró a Pedro Montemayor, que en vida de Carquizano era cuadrillero en un baluarte de un cabo de la isla, y en su lugar puso a Diego de Jala.
El nuevo capitán sabía muy bien que estaba luchando contra el tiempo. Si quería sobrevivir con aquel pequeño ejército tendría que recurrir a estratagemas y luchar tanto contra el calor extremado como contra las traiciones que poco a poco estaban precipitando a los castellanos a la extinción y la muerte. De la Torre estaba convencido que las treguas sólo les perjudicaban a ellos, así que decidió tener a su exiguo ejército inmerso en una lucha constante.
El nuevo capitán nunca había querido dar la nao capitana por perdida, así que encargó a los marineros castellanos que la remozaran con «harto trabajo y buena dosis de ilusión», mientras los portugueses urdían cosas inverosímiles para quemarla. En una ocasión Jorge de Meneses envió a un hombre de su confianza al campo de los españoles fingiendo ser un fugitivo de la fortaleza de los portugueses. Llegado al campo español, contó cosas horrorosas de sus compatriotas y dijo que estaba resuelto a servir al emperador. Hernando de la Torre lo recibió muy bien y se incorporó al quehacer diario de los castellanos.
Días más tarde, el capitán portugués mandó a ciertos guerreros en un parao a fin de tratar con Hernando de la Torre una propuesta de tregua. Estos hombres se las arreglaron para dejar unas granadas de pólvora escondidas cerca del navío. Una noche, el traidor portugués las colocó en la nave y les prendió fuego, pero como el navío no estaba breado, el fuego no hizo ningún daño.
Poco después, en Gilolo terminaron la nueva fusta y el 18 de enero de 1528, la llevaron a Tidor. Hernando de la Torre nombró capitán de la pequeña embarcación a Alonso de los Ríos.
A los pocos días, tuvo lugar el bautismo de fuego para la fusta, cuando castellanos y portugueses se encontraron accidentalmente en medio del océano.
En esta ocasión, como los lusitanos eran pocos en número encallaron el parao cerca de la costa, y, con un ligero tiroteo, trataron de cubrir su retirada a la montaña, donde se refugiaron. Los españoles regresaron a Tidor con el parao de los portugueses.
Uno de los éxitos más importantes del nuevo líder fue la sumisión del jefe principal de la isla de Machián, que se declaró amigo de los castellanos, pero no así un vasallo suyo, jefe del pueblo de Quinta, quien se resistió con el apoyo de los portugueses. A fin de someter a este rebelde, De la Torre envió a la isla a treinta castellanos fuertemente armados acompañados de más de un centenar de nativos. Después de varios días de encarnizada lucha, los españoles consiguieron hacer prisionero al principal de Quinta, por lo que ese pueblo quedaba también sometido a los españoles. Esta derrota fue muy mal llevada por los portugueses, pues veían que poco a poco los castellanos se estaban apoderando de toda la isla de Machián, la más rica en clavo.
Meneses decidió reaccionar y envió una expedición contra un pequeño pueblo indefenso de esa isla llamado Zalo, al que los lusitanos tomaron con facilidad y prendieron fuego para escarmiento de los demás.
El sol se estaba ya acercando a su ocaso cuando el vigía del fuerte anunció la presencia de un parao.
—Parece que viene de Machián —anunció.
El parao que se acercaba volando sobre la superficie de las aguas tenía todo el aspecto de traer malas noticias. Apenas hubieron tocado tierra, varios nativos subieron corriendo hacia el fuerte visiblemente alterados. De la Torre les esperaba a la puerta rodeado de varios de sus hombres.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el capitán inquieto.
—Los portugueses... —el nerviosismo y el terrible esfuerzo que habían hecho remando no les dejaba hablar—, ...los portugueses han quemado nuestra aldea.
Uno de ellos se volvió y señaló en dirección a su isla.
—Allí —dijo.
Efectivamente, incluso desde Tidor se podía ver el reflejo del resplandor del incendio. De la Torre contempló en silencio durante algún tiempo la lejana isla, mientras el rojizo astro lentamente se hundía en las plateadas aguas. Por fin, habló pausadamente:
—Entrad en el fuerte y reponed fuerzas. Vamos a planear una represalia.
Mientras los exhaustos indígenas reponían fuerzas, De la Torre se reunió con sus oficiales.
—Bien —dijo mirando alrededor suyo—, ¿alguna sugerencia?
—Deberíamos golpearles donde más les duele —sugirió Urdaneta.
—¿Y dónde sugieres que lo hagamos? —preguntó el capitán.
—Como hizo Aníbal en las guerras púnicas. Atacó a los romanos en su propio país. Cruzó los Alpes y fue hasta Roma.
Andrés de Gorostiza, un joven paisano de Elcano que ya se había destacado en las confrontaciones con el enemigo, asintió con entusiasmo.
—Me parece una buena idea, capitán. Dadme unos hombres y atacaré algún pueblo de Ternate.
—Un pueblo de Ternate —repitió De la Torre—... Eso puede ser interesante. Sería una buena represalia.
Urdaneta volvió a hablar:
—Hay una aldea que se llama Tocolo apenas a una legua del fuerte portugués. Podemos estar allí de madrugada, quemarlo y volver antes de que amanezca.
De la Torre se dirigió hacia el impulsivo joven.
—Tú, jovenzuelo, esta vez no vas. Le voy a encargar esta misión a Andrés de Gorostiza.
El capitán se volvió hacia el de Guetaria.
—Vas a coger dos paraos con treinta hombres armados hasta los dientes.
Quema las chozas de ese Tocolo, y sal de allí tan rápidamente como puedas.
Apenas habían transcurrido dos meses desde la quema del poblado de Tocolo cuando el rey de Gilolo mandó a su sobrino Quichiltidore a ver al capitán español Hernando de la Torre.
—Me envía mi tío el rey de Gilolo para pediros ayuda —anunció cuando le introdujeron en el despacho del capitán.
De la Torre se arrellanó en su silla.
—¿Qué clase de ayuda? —preguntó.
—Los habitantes de Tugabe están atacando a nuestros pescadores continuamente. Se sienten protegidos por los portugueses. En las últimas semanas han herido a varios de nuestros hombres y se han apoderado de su pesca.
Hernando de la Torre se levantó y se acercó al mapa de las islas clavado en la pared para buscar con la mirada la isla de Tugabe. Apenas un islote en el que unas cien familias vivían de la pesca, sobresalía del mar unos doscientos metros en su punto más alto. Situado a dos leguas de Gilolo, sus habitantes se habían inclinado claramente a favor de los lusitanos. Habría que darles una lección.
—Bien —dijo—, llamaré al rey de Tidor y prepararemos un plan de acción.
El plan de acción era muy sencillo. Se armaron diez paraos grandes más la fusta de los castellanos. Mandaba a los indios Quichilrede, hermano del rey de Tidor, mientras que Urdaneta estaba al mando de los castellanos.
Cuando la pequeña armada llegó a la altura de Gilolo se enteraron de que Quichil de Rebes estaba en Tugabe con trece paraos bien armados con muchos portugueses en dos veleros. Los hombres del rey de Gilolo estaban a la espera de la llegada de los castellanos para unirse a ellos con otros seis paraos de cincuenta remeros.
El choque entre las dos flotas enemigas fue violento y cruel. No hubo ninguna estrategia previa. Cada parao buscó un enemigo al que atacar y se lanzaron contra ellos de manera brutal, despiadada, buscando simplemente la aniquilación de los contrarios. Mientras los nativos luchaban con lanzas y machetes, los portugueses y castellanos mantenían su guerra particular con los pequeños falconetes que tenían las embarcaciones y los mosquetes de sus tripulantes. Pronto, el azul intenso de un mar en calma se fue tiñendo de un rojo carmesí que los rayos de sol reflejaban en ondas caprichosas en las estelas de las embarcaciones. Los cuerpos de los hombres caídos flotaban en una extensión cada vez mayor, mientras los heridos pedían ayuda sin que nadie pudiera proporcionársela. Docenas de afiladas cañas de bambú rasgaban los aires en todas las direcciones produciendo una cacofonía de silbidos y notas musicales discordantes que se entremezclaban con los alaridos de los combatientes y los gritos de angustia de los heridos. Como fondo de la letal orquesta estaban los roncos bramidos de los mosquetes y el rugido ocasional de los falconetes.
Urdaneta daba órdenes desde el puente de mando tratando de estar siempre en lo más recio del combate. Aunque los portugueses contaban con dos veleros, los nativos de Gilolo y Tidor tenían más paraos y además luchaban con un furor incontenible para vengar las afrentas que les habían hecho los portugueses.
La lucha, aunque incierta durante la mayor parte del día, empezó a decantarse a favor de los castellanos a media tarde.
—Le han dado a Roldán...
Urdaneta volvió la cabeza justo a tiempo de ver al lombardero que había acompañado a Elcano en su primera vuelta al mundo caer al suelo con el rostro envuelto en sangre. Una bola de hierro de un falconete portugués le había acertado en pleno rostro, llevándose por delante media boca, muelas y quijada.
Curiosamente, el lombardero castellano había acertado a su vez a su homólogo portugués en pleno tórax, matándole en el acto.
A la caída del sol, la lucha se había decantado claramente a favor de los castellanos, de modo que los portugueses optaron por huir. Los nativos aliados de los españoles prorrumpieron en gritos de victoria mientras perseguían a sus enemigos causando una enorme mortandad entre ellos.
Alonso de los Ríos, con el rostro tiznado de pólvora, se acercó a Urdaneta.
—¿Qué hacemos, Andrés?, ¿vamos tras ellos?
—Vamos a por ellos. Desembarcaremos y acabaremos con todos. ¿Cuántas bajas hemos tenido?
—Entre nosotros ningún muerto. Solamente Roldán, que ha perdido media cara. Le está atendiendo Bustamante. Me temo que si sale de ésta va a resultar el hombre más feo del mundo.
El joven se acarició la cara quemada, sonriendo amargamente.
—A todo hay quien gane...
Alonso sonrió y señaló los cadáveres flotando en el agua.
—Entre los nativos ha habido más de cien muertos. Unos ochenta de Tugabe.
—Bien —dijo Urdaneta mirando hacia la cercana costa—, vamos a desembarcar antes de que anochezca y trataremos de apoderarnos de la isla.
Sin embargo, la cosa no resultó tan sencilla. Los nativos de Tugabe habían construido trincheras y disponían de alguna artillería y mosquetes prestados por los portugueses.
Después de intentar varios ataques durante el día siguiente sin éxito, Urdaneta ordenó hacer correrías por todos los pueblos vecinos y apoderarse de cuantos bastimentos les fuera posible. Él mismo se quedó al mando de las fuerzas que sitiaban la población de Tugabe.
El sol estaba ya rozando las altas copas de los árboles de clavo cuando un castellano bajó corriendo hacia el joven capitán como si le persiguieran todos los diablos del infierno. Por la manera en que jadeaba y la expresión de su rostro, parecía haber visto una aparición.
—¡Allí...! —exclamó entre jadeos incontrolados y señalando en dirección a Ternate—, ¡allí...!, ¡barco...!
Urdaneta frunció el ceño contrariado.
—¿Un barco portugués?, ¿viene hacia aquí?
—No, no portugués... —el hombre pareció recobrar un poco el aliento, lo suficiente como para responder—. No es portugués. Al menos no lo parece. Está apenas a cuatro leguas del puerto de Ternate, y sin embargo, no se dirige hacia él.
—Vamos a lo alto de la colina antes de que oscurezca. Guíame.
Un enorme y rojizo disco solar estaba ya acariciando la superficie del mar cuando los castellanos, temblando de excitación, se reunieron en lo más alto de la isla. Desde esa atalaya se podían divisar las islas cercanas de Gilolo y la más lejana de Ternate. Hacia esta última dirección se dirigieron todas las miradas. Un velero grande de tres mástiles, de unos doscientos toneles, navegaba solamente con la trinqueta con un claro desconcierto acerca de qué rumbo tomar. Era evidente que aquella gente jamás había estado en las islas.
—¡Disparad dos tiros de mosquete! —ordenó Urdaneta sin poder despegar los ojos de la nao.
La orden fue obedecida rápidamente. Y mientras pasaban los segundos lentamente en espera de una respuesta, se hizo un silencio sólo roto por el chirriar de los grillos y el cucu de las vistosas aves del paraíso. Los nervios de todos estaban a flor de piel, tensos como las cuerdas de una guitarra.
De repente, no uno, sino una salva entera de mosquetazos respondió a su llamada, seguida de dos bombardazos. Los castellanos irrumpieron en un griterío indescriptible. El grupo se convirtió de pronto en un maremágnum de locos sin control.
—¡Son los nuestros! ¡Vienen en nuestra ayuda!
El disco solar se había hundido lentamente en las quietas aguas que dibujaban sobre ellas, cada vez más tenues, los últimos caprichosos reflejos del astro rey.
—¡Una nave castellana, no hay duda! —exclamó Urdaneta, observando la silueta de la nave—. Si fueran portugueses no se abrirían al mar, sino que se dirigirían a Ternate, que tienen apenas a cuatro leguas con el viento favorable.
El joven capitán no perdió tiempo y envió a un nativo para que comunicase al rey de Gilolo la noticia y pidiéndole que le proporcionase un par de paraos para acercarse a la nave al alba.
El rey les proporcionó gustoso dos de los mayores paraos con los remeros más fuertes. Poco después de medianoche, Urdaneta y tres castellanos más se embarcaron en los paraos a fin de llegar con las primeras luces del día hasta la nave misteriosa. La luna arrojaba una luz plateada sobre unas aguas temblorosas, iluminando el progreso de los dos paraos que volaban sobre la superficie cristalina. La impaciencia roía las entrañas de los cuatro castellanos mientras atisbaban inútilmente el oscuro horizonte en sus ansias de ver la silueta de la nave. ¿Se habría adentrado en el mar? No era probable que se hubiera alejado mucho del lugar donde la vieron por última vez. Nadie, en su sano juicio, navegaría de noche entre islas por parajes desconocidos.