Magallanes, a pesar de su entrevista con maestre Pedro no podía dejar de esbozar una sonrisa delatora de la satisfacción que le embargaba el ánimo y complacía su orgullo. Su eterna frialdad desapareció para dar paso a una comunicativa efusión.
Como el viento era fuerte y la mar arbolada, mandó fondear al abrigo de la costa. La tierra era arenosa y más allá del cabo había una montaña en forma de sombrero, a la cual alguien llamó «Monte Vidi». Allí fue donde Juan de Solís, que como ellos iba al descubrimiento de nuevas tierras, fue comido por los caníbales.
Uno de ellos, de corpulencia gigantesca, se aproximó a los navíos bramando como un toro e incitando a sus compañeros; pero éstos, temerosos de que los hombres blancos vinieran a vengar a los se habían comido cinco años atrás, se retiraron al interior del país, llevándose sus efectos. Cien marineros saltaron a tierra para perseguirlos, pero daban los nativos tan enormes zancadas que ni corriendo pudieron alcanzarlos.
Magallanes dispuso que la
San Antonio
y la
Victoria
repararan fondos en un lugar propicio; el resto de la escuadra se adentró en el estuario con ánimo de explorarlo. Mandó por delante a la
Santiago
, que era la que menos calado tenía, para efectuar sondeos navegando hacia el oeste hasta un máximo de cincuenta leguas, y en caso de no encontrar salida emprendiera el inmediato regreso, mientras él, con la
Trinidad
y la
Concepción
, atravesaba la desembocadura de la bahía hacia el sur para medirla con todo cuidado y efectuar otras observaciones que estimó convenientes.
A los quince días regresó la
Santiago
. Sus noticias no podían ser más desalentadoras:
—Hemos navegado hacia el Oeste, como ordenasteis —informó Joan Serrao—, hasta alcanzar una profundidad de sólo tres brazas, lo cual nos impidió seguir. La fuerza de la marea era cada vez más débil, mientras que la corriente hacia el mar se hacía más impetuosa. Además, parte del agua no era salada. Se trataba, sin duda, de un río...
Magallanes no se inmutó al oír las noticias, pero interiormente estaba consternado.
—¿Estáis seguro de lo que decís? —insistió—. ¿No hay alguna posibilidad de que estéis equivocado?
—Ninguna—respondió Serrao—. No es un canal, sino un enorme río el que fluye en esta bahía.
Magallanes apretó los dientes mientras sus labios mostraban una delgada línea blanca. Aquello significaba un rotundo fracaso; sin un canal que uniera los dos mares su proyecto se venía abajo por completo. Si sé veía obligado a regresar derrotado, y lo que era peor, expuesto a las burlas de sus detractores y al enojo del rey de España, a quien había engañado, su vida no merecería la pena vivirla. En su amargura se mezclaban la ira, el despecho y la desilusión, pero Magallanes había aprendido a disimular su estado de ánimo, y tras un primer instante de turbulenta agitación se empezó a moderar. Los meses y años que había pasado cimentando sus planes le habían hecho creer a pies juntillas de la existencia de algo que eran meras conjeturas. No obstante, en su mente había tomado forma la certeza de que aquel paso existía. Si no estaba allí, habría que buscarlo en otro sitio. Confortado con este pensamiento, llegó a una verdadera tranquilidad de espíritu de forma que no tuvo necesidad de fingir.
—Bien —dijo—, no obstante, volveremos a explorar palmo a palmo la bahía.
Las tres semanas siguientes las dedicaron a examinar cada metro de las dos orillas del estuario hasta alcanzar el punto donde el agua era completamente dulce, con lo cual quedó persuadido de que la corriente correspondía a un gran río, al que denominaron Solís en recuerdo del desgraciado navegante que allí encontró la muerte. Una vez convencido de que no había ningún canal en aquella bahía, Magallanes ordenó continuar la búsqueda a lo largo de la costa, bordeándola en una inspección meticulosa de cada bahía y puertecillo, por insignificantes que fueran.
Sin embargo, si bien él, impulsado por una fe ciega, había vuelto a creer en su triunfo, no sucedía lo mismo con las dotaciones, que, defraudadas ante el chasco del río Solís, sentían un malestar que se iba acentuando con el paso de los días y lo duro de los trabajos.
El 2 de febrero, a la caída de la noche, la escuadra buscó refugio en una pequeña cala. Después de la cena, Cristóbal, el criado de Magallanes, se le acercó.
—Los capitanes y maestres desean hablaros, señor.
El capitán general torció el gesto. Adivinaba a qué venían.
—Que pasen —le indicó.
Gaspar de Quesada actuó como portavoz del grupo:
—Señor —dijo sin preámbulos—. Los marineros están inquietos. Solicitan un plebiscito, donde se resuelva si procede seguir avanzando, como dispone vuestra merced, o volver a Santa Lucía para invernar.
El gran dominio que tenía Magallanes sobre sí mismo se puso a prueba al acallar la irritación que le producía tal exigencia. Sin embargo, no tenía más remedio que doblegarse, pues no se trataba de un motín, sino de una petición muy razonable. De buena gana metería en el cepo a los más levantiscos, con un castigo extra para los demás... pero el caso es que los demás eran casi todos. De no ceder a sus pretensiones, podría ser anulado, quién sabía si depuesto, y aun metido en ese cepo donde ansiaba ver a los exaltados. Dominó sus nervios imponiéndose a su cólera con un esfuerzo titánico, pero su rostro permaneció sereno, como si la demanda no supusiera un imperativo. Incluso simuló un gesto, si no risueño, al menos no desabrido, cuya afectuosidad aumentaba a medida que hablaba con tono amable. Ya que no podía obligar a sus subordinados a una ciega obediencia, intentaría convencerlos de que, lejos de ser arbitrarios, sus requerimientos se hallaban dictados por una perfecta lógica.
—Bien, señores —accedió, por fin—. Me parece razonable lo que solicitáis.
Mañana por la mañana celebraremos una reunión en la
Trinidad
. Y luego hablaré a todos los marineros.
A la mañana siguiente, la barca en la que se desplazaba Juan Sebastián Elcano coincidió con la de Juan de Elgorriaga, maestre en la
San Antonio
.
Mientras trepaban hacia la cubierta, los dos hombres se saludaron.
—¿Qué tal, Juan Sebastián?, ¿A ver qué pasa?
—A ver qué pasa.
—¿No estaría mal volver a la bahía de Santa Lucía, eh?
El de Guetaria acentuó su sonrisa.
—No estaría mal, no. Podría ser un invierno memorable.
Elgorriaga dio una palmada en el hombro a Elcano, mientras le guiñaba el ojo.
—Había una morenita con la que no me importaría pasar no sólo el invierno, sino todo el año.
Elcano rió divertido.
—Si mal no recuerdo, tu «morenita» era casi una niña, le doblabas en edad.
—En edad quizá sí, pero no en experiencia. Las niñas aquí espabilan a los doce años, por la que veo.
Elcano se acomodó sobre un rollo de cuerdas, mientras oleadas de marineros de los otros cuatro barcos invadían cada pulgada de la cubierta y jarcias.
—Sí, pero a los treinta años ya tienen la piel arrugada.
—Era curioso ver cómo los hombres protegían a sus esposas, incluso las defendían con el arco en la mano.
—Mientras tanto, ellas eran las que hacían las tareas más duras —añadió Elcano divertido.
—Sí, pero lo que quiero decir es que, mientras que a las casadas no se las podía tocar, estaban perfectamente dispuestos a vender a sus hijas a cambio de cualquier bagatela.
—Sí, en efecto era curiosísimo. Entre solteros, las relaciones sexuales eran moneda corriente, mientras que, una vez casadas, las mujeres se convertían en propiedad exclusiva del marido.
Antes de que Elgorriaga pudiera replicar, Magallanes apareció por la puerta de su camarote. En medio de la expectación general, subió lentamente al alto del puente de mando y paseó su mirada por la dotación completa, que se apiñaba en la cubierta. Sólo a una persona no se le había permitido acudir: Juan de Cartagena, quien seguía los acontecimientos abordo de la
Concepción
.
Magallanes había encomendado la custodia del preso a Quesada, quien le inspiraba más confianza que Luis de Mendoza. El antiguo veedor de la expedición sabía que se acercaba un momento decisivo, cualquier decisión impopular por parte de Magallanes podría significar una rebelión, y ahí estaría él para capitanearla.
—Comprendo el estado de ánimo en el que os encontráis —dijo calmadamente, casi cariñosamente, con una sinceridad que, si bien era aparente, convenció a muchos de ellos—, y estoy de acuerdo con vosotros. El invierno se avecina, y será necesario ir buscando un abrigo seguro para pasarlo, y a ello iremos con la ayuda de Dios, que nunca ha de faltarnos.
»Sin embargo, virar en redondo, en demanda de la bahía de Santa Lucía resulta imposible, ya que el rey nos prohibió de modo terminante invadir dominios del monarca portugués, y una larga permanencia en cualquiera de sus bahías equivaldría a un total desacato a lo dispuesto por nuestro amado soberano.
»Eso sin contar con que Portugal, ofendido al encontrar ocupado lo que le pertenece y considerando el hecho una violación, se dispondría a atacarnos con el fin de lograr nuestra expulsión, obligándonos a una defensa. Pero nosotros no hemos venido a luchar, sino muy al contrario, queremos una paz que por nada debemos perturbar.
»¿Qué diríamos a su majestad cuando nos pidiera cuentas de nuestra actuación...? Señor, le diríamos, salimos a buscar las Molucas y volvemos sin encontrarlas y expulsados de unas aguas que tú nos prohibiste surcar. Podéis imaginaros que el castigo que nos impondrían sería durísimo. Y nadie podría insinuar que fuera una injusticia...
Sus sensatas y casi cariñosas palabras produjeron en los inquietos tripulantes el efecto que Magallanes buscaba. Se percató rápidamente de ello al mirar el rostro atento de los marineros, y ya seguro de su triunfo continuó sin perder afabilidad:
—Yo os aseguro que el paso existe —dijo—. Si no lo hemos hallado todavía es por un error de cálculo. Todos estábamos convencidos de que se hallaba en la desembocadura del río Solís, cuando en realidad su verdadera situación es unas millas más al sur. Si bien el invierno se aproxima, lo cierto es que todavía no ha llegado y que se puede navegar con relativa facilidad y sin grandes peligros. «No podemos permitirnos el lujo de volver hacia atrás y perder más de un mes entre la ida y la vuelta. Podemos avituallarnos de víveres frescos y de agua, pero no de harina, los salazones y otras muchas cosas que pronto echaremos en falta.
Paseó la mirada lentamente sobre la marinería. Viendo sus ojos supo que, por esta vez al menos, había vencido.
—Dentro de una hora largaremos trapo, rumbo sur.
Elcano se puso en pie seguido de Elgorriaga.
—Una vez más ha ganado Magallanes —exclamó con admiración—. Hay que reconocer que este hombre tiene algo fuera de lo corriente.
—Sí —reconoció el maestre de la San Antonio—, está absolutamente convencido de que conseguirá lo que pretende; y eso hace que a veces las cosas sucedan.
El azaroso navegar continuó siempre de día y cercano a la costa, anclando por la noche. Docenas de ojos escudriñaban el litoral hasta en sus menores detalles.
Las esperanzas se reanimaron cuando el 24 de febrero se encontraron con una enorme bahía, el golfo de San Matías; pero, después de explorarlo minuciosamente y no hallar nada, se produjo una nueva desilusión.
Las singladuras se hacían cada vez más pesadas y penosas. El frío se intensificaba por momentos, aumentaba la oscuridad, las costas aparecían infecundas, rachas de un viento fortísimo soplaban incesantes, aquí y allá aparecían grandes morsas, lobos de mar y pingüinos, que nunca habían sido vistos por ninguno de los tripulantes.
A principios de marzo un huracán se desencadenó con furia creciente, poniendo en peligro la armada. Los cinco barcos se vieron lanzados mar adentro con violencia, por lo que volver a agruparse costó un tremendo esfuerzo.
La temperatura llegó a ser tan baja que las manos se agrietaban y se perdían las uñas al agarrar las cuerdas y el velamen convertidos en hielo. Los pies se quedaban rígidos en los calzados que chorreaban agua.
Mientras todo esto sucedía, el capitán general cantaba en su camarote, más alegre cuanto mayores eran las dificultades. Indudablemente, trataba de infundir ánimos a su gente, que ante aquella confianza y desprecio al peligro sentían renacer sus bríos..., aunque sólo fuera temporalmente. En su fuero interno, el portugués comprendía que las dotaciones habían llegado al límite de la resistencia. Ninguno de ellos poseía la fe y la confianza que tenía él, y acaso, aunque ni a él mismo se lo confesase, empezaba a vacilar. No cesaba de repetirse constantemente: el paso existe, el paso existe. En esa cantinela buscaba auto convencerse de una realidad que no se basaba en nada concreto.
Una discreta llamada en la puerta interrumpió sus pensamientos.
—Adelante.
Su criado Cristóbal traía de la cocina una humeante olla de alubias con tocino. Tras él aparecieron el maestre Juan Bautista de Punzorol, el piloto Esteban Gómes y el capellán, Pedro de Valderrama. Todos ellos compartían la mesa con el capitán general. Aunque en el camarote estaban al abrigo del viento cortante que soplaba en cubierta, la temperatura no subía de cero grados. Todos se sentaron envueltos en toda la ropa de abrigo que tenían.
—Señor, bendícenos y bendice los alimentos que vamos a tomar —dijo el capellán—. Ilumínanos también, señor, para llevar a buen término nuestra misión.
Todos empezaron a comer en silencio agradecidos por meter algo caliente en el cuerpo.
Magallanes sabía que, aunque todos ellos le eran fieles, no compartían su idea de seguir adelante en condiciones tan extremas. El primero en romper el silencio fue el capellán:
—Debo advertiros, señor capitán general, que el malestar entre la tripulación aumenta por momentos.
Magallanes bebió un sorbo de vino sin inmutarse.
—¿Qué dicen?
—La mayoría se queja que esto es muy distinto de cuanto se les prometió en Sevilla al pregonar un viaje a unas islas paradisíacas...
Juan Bautista de Punzorol asintió.
—Algunos susurran que habéis traído la flota a esta región para destruirla y así congraciaros con el monarca portugués.
Esteban Gómes se llevó a la boca una cucharada de potaje, que ya se había enfriado considerablemente.