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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (22 page)

BOOK: Los navegantes
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La figura se iba adelantando con lentitud y sin hostilidad aparente. Al acercase pudieron todos comprobar que, efectivamente, se trataba de un hombre, pero, ¡qué hombre! El más alto de los expedicionarios le llegaba poco más que a la cintura. Tenía la cara ancha y teñida de rojo con los ojos redondeados por un círculo amarillo. Sobre las mejillas lucía dos dibujos en forma de corazón. Los pocos cabellos que tenía aparecían pintados de blanco. En conjunto, ofrecía un aspecto espeluznante, acentuado por el ondear de la capa que portaba, hecha con la piel de un animal desconocido para ellos.

Todos los expedicionarios le contemplaban expectantes, pero su recelo desapareció al contemplar cómo aquel gigante se detenía a unos cincuenta pasos de distancia y empezaba a bailar y cantar mientras se echaba polvo sobre la cabeza.

Magallanes vio que aquellos gestos no tenían nada de hostiles.

—Acercaos a él —ordenó a cuatro marineros— y haced esos mismos gestos.

El corpulento indígena comprendió enseguida que se le recibía con afecto y se dejó conducir hacia el campamento. A pesar de su docilidad, en la mano izquierda mantenía un arco corto y macizo, cuya cuerda, algo más gruesa que la de un laúd, estaba hecha con el intestino de algún animal, quizá el mismo con cuyas pieles vestía. En la otra mano llevaba unas cuantas flechas de caña, que por un extremo tenían plumas y por el otro tenían una punta de pedernal.

Magallanes ordenó que se le diera de comer y beber y el enorme indígena comió con tanta voracidad como glotonería, sin hacer ascos a nada que le presentaran.

—¡Qué manera de comer! Este tío es capaz de comerse una rata con cola y todo —exclamó uno de los marineros.

—¿Por qué no pruebas? Ahí fuera hay un par de ellas —exclamo otro.

—¿Ratas?

—Sí, dos ratas tan grandes como conejos que he matado esta mañana.

Hubo unas risas.

—Prueba, nunca se sabe...

Ni corto ni perezoso, el marinero que había hablado primero salió de la barraca y apareció al poco tiempo con un par de enormes ratas colgando de unos larguísimos rabos. Todos se quedaron atónitos cuando el nativo cogió una de las ratas por la cola y se la engulló cruda. La otra enseguida siguió el mismo camino.

Magallanes mandó traer algunas chucherías para hacerle algún regalo, entre ellas un espejo. Al contemplar su figura reproducida en él, el indígena se asustó tanto que huyó despavorido, derribando de fuertes empujones a cuatro marineros.

Fue necesario volver a recurrir a los gestos amistosos y a unos cascabeles, un peine y unas cuentas de vidrio, todo lo cual recibió con grandes carcajadas y ademanes de manifiesta satisfacción. Fue tal su contento que no tardó mucho en aparecer con unos compañeros que venían con sus mujeres. Todos se acercaron tras realizar los mismos gestos y pantomimas de amistad. Las mujeres que les acompañaban, si bien no eran tan altas como los hombres, eran en cambio mucho más gruesas. Su aspecto era verdaderamente muy poco atractivo, con unos rostros pintarrajeados y unos enormes pechos colgantes que mostraban sin el menor pudor. No obstante su fealdad, los maridos parecían mostrarse muy celosos, lo cual no implicaba galantería alguna, pues las hacían cargar con todo, como si fueran acémilas.

—Es increíble el tamaño de sus pies —exclamó Magallanes.

—¡Vaya patas que tienen! —dijo Antonio Pigafetta.

—Sí, son unos verdaderos patagones —bromeó alguien.

—Patagones... —exclamó Pigafetta admirado—, ¿por qué no? Podríamos bautizarlos así. Escribiré eso en mi diario: los patagones de la...

—Patagonia... —rió uno de los marineros.

—¡Patagonia! —repitió Pigafetta—. Me gusta. Tengo que anotarlo.

Aquellos aborígenes traían cuatro animales rarísimos que los expedicionarios ya habían visto en alguna ocasión aparecer y desaparecer veloces.

Tenían cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo, cola de caballo y relinchaban como tal. Los aborígenes les llamaban algo que sonaba como guanaco, y así les empezaron a llamar los expedicionarios.

Después de que se fueran los nativos, transcurrieron seis días sin que ningún ser humano se presentara en el campamento. Los expedicionarios ya se habían hecho a la idea de que se habían alejado para siempre, cuando los que habían ido a cortar leña divisaron uno, mucho mayor y mejor formado que los que los habían visitado anteriormente. El recién llegado, tras la mímica acostumbrada, se prestó amigablemente a ir a bordo. El aborigen, que no parecía tener prisa por irse, demostró una notable inteligencia, y de la paciente mano de Pigafetta aprendió en los sucesivos días el Padrenuestro y varias oraciones cortas. La dotación terminó por bautizarlo con el nombre de Juan.

Los regalos le llovían al patagón: una camisa, un jubón de paño, calzas de paño, una barretina, un espejo, un peine, campanillas, unas tijeras y un cuchillo.

Agradecido, el patagón partió una mañana temprano para aparecer más tarde con un guanaco enorme. La tripulación le entregó más regalos, con la que le forzaron a tornar con más animales. De repente, sin previo aviso, desapareció definitivamente. Pigafetta, que había tomado afecto al patagón, sintió especialmente su marcha. Había ido formando un vocabulario con los sonidos que el aborigen le repetía señalando algunos objetos, ya su vez le había enseñado cosas que el patagón repetía y memorizaba. En la mesa que Magallanes compartía con Pigafetta, el padre Valderrama, Mesquita, Duarte, Serrano y Gómes a menudo se comentaba la marcha del patagón.

—Sentiría que no volviera —suspiró Pigafetta—. Había empezado a sentir afecto por él.

—Ya hace dos semanas que se fue —comentó Magallanes—. No creo que vuelva.

—Quizá lo hayan matado sus compañeros por haberse familiarizado tanto con nosotros —aventuró Gómes.

—Puede ser —dijo el padre Valderrama—, y es una pena, porque creo que habríamos terminado haciendo de él un buen cristiano.

—Al menos ya sabía decir el Padrenuestro —rió Duarte.

—Yo sentiría que no volviera porque pensaba llevarlo con nosotros —confesó el capitán general.

—¿Llevarlo con nosotros? —preguntó Mesquita sorprendido.

—Sí, en la Casa de Contratación me encargaron que llevase ejemplares de plantas y animales exóticos, y, a ser posible, indígenas de países descubiertos por nosotros.

—Lo que sería maravilloso —exclamó el padre Valderrama— es dejar una pequeña colonia aquí, ¡podrían traer al rebaño de Cristo nuevos cristianos!

—No estaría mal —musitó Magallanes—. Veamos, primero, si aparecen más patagones.

Los deseos de Magallanes se cumplieron pocos días más tarde. Cuatro enormes aborígenes aparecieron de repente y se dirigieron hacia ellos sin hostilidad alguna.

El portugués decidió apresar a un par de ellos antes de que desaparecieran éstos también y mandó llamar al alguacil Espinosa.

—Tenemos que capturar a dos de ellos —le dijo.

El alguacil se rascó la barba.

—No será fácil. Cada uno de estos hombres tiene la fuerza de cuatro de los nuestros...

—Pues usa veinte para hacer el trabajo —exclamó el capitán general enojado.

—Quizá fuera mejor usar la astucia, antes que la fuerza —murmuró Espinosa.

—¿Se os ocurre algo?

El alguacil asintió.

—Llenémosles las manos de regalos y, cuando más contentos estén del número tan crecido de obsequios, les presentaremos dos magníficos grilletes de hierro... Bien sabéis que nada les gusta tanto como el hierro.

—Me parece una idea sensacional —dijo Magallanes entusiasmado—.

Pongámosla en práctica inmediatamente.

Tal como había planeado el alguacil, apartaron con engaños a los dos patagones que parecían más jóvenes y los colmaron de regalos. Cuando tenían las manos tan ocupadas que no podían coger nada más, el alguacil les ofreció dos relucientes grilletes de hierro. Los ojos de los dos patagones brillaron con chispazos de encendido antojo. Sus caras pintarrajeadas se animaron con un deseo intenso. Trataron de coger el nuevo regalo con las manos pero les era imposible.

Espinosa les señaló los tobillos de los pies. Si se los colocaban allí podrían llevárselos con facilidad. ¡Era una idea fantástica! Sí, en los tobillos... El relucir en los ojos de aquellos infelices se acentuó reflejando la más intensa de las felicidades. De pronto, los grilletes se cerraron dejándolos aprisionados.

El miedo, el furor y la indignación sucedieron de repente a las muestras de contento. Los dos pobres diablos aullaban, gritaban, resoplaban, daban puñetazos capaces de matar a un toro, pero sus esfuerzos resultaron inútiles.

Locos de rabia, se les salían de las órbitas aquellos ojos que segundos antes refulgían radiantes de contento. Con desgarradores alaridos, invocaron a sus dioses para que vinieran a socorrerlos; a gritos les pedían que fulminaran con sus rayos a aquellos malvados.

Sin embargo, sus quejas y peticiones no fueron atendidos, ya que por muchos esfuerzos que hacían, los grilletes no se rompían; al contrario, se vieron arrastrados por varios de tan malvados traidores a la bodega del barco, donde les sujetaron sólidamente a la pared.

Mientras tanto, un gran número de marineros se arrojaba sobre los dos que habían quedado libres. Tras enconada lucha, consiguieron derribarlos y atarlos una vez en tierra. Uno de ellos, sin embargo, consiguió romper las cuerdas y emprendió una veloz huida sin que pudieran alcanzarlo.

—Usaremos a este otro como cebo para atrapar a alguna de sus mujeres —dijo Magallanes satisfecho—. Hacedle marchar hacia los suyos.

El piloto Juan Carballo, al mando de un numeroso grupo armado, escoltó al prisionero hasta el campamento de los nativos.

Sin embargo, las mujeres habían sido advertidas por el que había escapado y lanzaban estridentes gritos que se oían a larga distancia.

Cuando llegaron al poblado se encontraron con que sus seis chozas estaban vacías. Los expedicionarios pasaron la noche en una de las cabañas, y cuando, a la mañana siguiente, quisieron hacer un salida en busca de las mujeres, uno de los aborígenes, escondido entre la maleza, disparó una flecha envenenada que alcanzó a uno de los marineros.

Carballo ordenó inmediatamente la retirada hacia San Julián llevando al herido. No obstante sus cuidados, éste murió en el camino.

A pesar del incidente, Magallanes y el padre Valderrama seguían pensando en crear una colonia en aquellos parajes. Pidió el capitán general cuatro voluntarios y, bien armados y pertrechados, les encargó que caminaran tierra adentro durante varios días. En caso de encontrar gente y tierra buena, podían quedarse en ella. Sin embargo, la pequeña expedición no encontró ni agua ni habitantes, por lo que volvió a la base.

Mientras tanto, la intranquilidad de Magallanes y su impaciencia por encontrar el ansiado paso torturaban constantemente su cerebro y le hacían maldecir aquella larga espera. Si bien ésta era conveniente para la mejor reparación de las naves, suponía una grave pérdida de tiempo para sus planes.

Materialmente se consumía ante una inacción tan prolongada. Él no había salido de España para permanecer anclado largos meses en una bahía ignorada, sino para encontrar una nueva ruta para llegar a las Molucas.

A mediados de marzo parecía que las terribles tormentas de invierno habían cedido un tanto, lo que le decidió enviar la
Santiago
para explorar con Serrao al mando de la pequeña nave.

El capitán portugués se hizo a la mar con un tiempo apacible, pero con la mala fortuna de que al segundo día estalló una borrasca interminable. Fueron tales las dificultades, que en dieciséis días avanzaron únicamente sesenta y cinco millas. Durante ese tiempo no dieron con canal alguno, pero, al atardecer de la decimoséptima jornada, los expedicionarios avistaron un río que denominaron Santa Cruz por ser talla festividad del día. El estuario formaba un puerto bien abrigado, por lo que Serrao fondeó en él para dar descanso a los hombres. Tres días más tarde, cuando parecía que el temporal había amainado, Serrao se hizo de nuevo a la mar, con tal mala fortuna que unos vientos fortísimos del este hicieron que la nave fuera zarandeada por las olas como una barquichuela.

Serrao se hallaba en el castillo de popa cuando una enorme ola se acercó a la nave de babor. El maestre italiano Baltasar Ginovés gritó atemorizado:

—¡Dios mío, ten misericordia de nosotros!

Serrao se agarró a la barandilla mientras gritaba:

—¡Caña a estribor, todo a estribor!

Los dos marineros que estaban agarrando la caña del timón con todas sus fuerzas se vieron lanzados a un lado como peleles cuando la enorme masa de agua impactó contra el costado de la pequeña nave. Un crujido siniestro se elevó por encima del rugido del viento.

—¡El timón! —gritó el contramaestre con un tono de desesperación.

Serrao también sabía lo que aquel terrible crujido significaba. El timón habla sido arrancado de cuajo por el golpe de mar y ahora se encontraban a merced de las olas.

—¡Todos a cubierta!

Los marineros que se encontraban abajo subieron rápidamente. El siniestro crujido había llevado la alarma a todos ellos.

—¡Nos hundimos!

Sin embargo, la nave no se encontraba en un peligro inminente. El golpe de la ola había dejado la nave ingobernable, pero no había abierto vía de agua en ella. Serrao se dio cuenta de que su única salvación era lanzar el barco contra la costa.

—¡Largad las velas del trinquete! —ordenó.

Con enormes dificultades ya riesgo de sus vidas, la tripulación obedeció y pronto las velas colgaban henchidas de la verga del trinquete.

El contramaestre Bartolomé Prior dirigió las operaciones. Todos sabían que se jugaban la vida al llevar a cabo una acción desesperada. Un barco sin timón en una tempestad no podía tardar en hundirse, sólo era cuestión de tiempo antes que una ola grande lo cogiera de costado y lo hiciera volcar. Su única posibilidad era varar en una playa y para ello había que hacer que el barco se dirigiera a ella. Con parte del velamen desplegado en la proa, al menos, el barco tenía cierta fuerza motriz y, por medio de los movimientos de la vela del trinquete que imprimían los marineros, el barco obedecía en una pequeña medida la dirección que quería darle el capitán. Por fin, después de largas horas de lucha contra el viento y las olas, la pequeña nave enfiló directamente a una pequeña cala de fina arena, salvando las rocas que se levantaban amenazantes a ambos lados.

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