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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (55 page)

BOOK: Los navegantes
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—¿No fue allí donde los franceses fueron derrotados hace unos meses?

—preguntó Antón.

—Así es —respondió Domingo—, en la Peña de Aldabe, que ahora llaman monte San Marcial. Parece ser que han empezado a construir una ermita para conmemorar la batalla.

—¿Cuándo vas a ir? —preguntó su madre.

—Tengo entendido que dentro de dos o tres días sale para Fuenterrabía un pesquero, el «
Maitia
», para comprar unas redes. Iré en él.

—No tardes en volver —dijo la anciana—. ¿Cuánto tiempo te quedarás antes de regresar a Valladolid?

—Dos o tres semanas —respondió Juan Sebastián—. Tengo que, empezar a preparar la próxima expedición.

—¿Así que volverás otra vez a las Molucas? —La voz de la madre sonaba llena de aprehensión.

—Sí,
amatxo
.

—¿Y llevarás a tus hermanos contigo?

Juan Sebastián miró a Antón, a Martín ya su cuñado Santiago.

—Sólo si así lo quieren.

La anciana movió la cabeza con preocupación.

—Que si lo quieren... No hay otro tema de conversación en esta casa últimamente —se secó una lágrima furtiva—. Rezaré por todos vosotros —añadió resignada.

Apoyado en la borda del pequeño pesquero, Juan Sebastián Elcano había visto desfilar durante las últimas horas el puerto de Orio, la bahía de Donostia y el puerto de Pasajes. Pronto llegaría a Fuenterrabía. Mientras por sus ojos desfilaban los puertos y las montañas de la costa guipuzcoana, por su mente se deslizaban silenciosos los recuerdos. Bullían en su mente, entremezclados, los rostros de tres mujeres. En primer lugar, veía a Isabel, su prima, aquel amor imposible de su juventud que ahora, ya casada, vivía en Zarauz. Después, venía María Ernialde, que había tenido un hijo, Domingo, fruto de sus amores; sin embargo, al enterarse su padre de que Juan Sebastián volvía, la había enviado junto con el niño a casa de unos parientes de Santander. Por último, estaba María de Vidaurreta.

El marino movió la cabeza dubitativo. Recordaba la conversación con su hermano Domingo:

—Se rumorea por ahí que estás enamorado de una vallisoletana. ¡Cuéntame algo sobre ella, hermano!

—Se llama María de Vidaurreta y es hija de Diego de Vidaurreta, uno de los Grandes de España.

—¿Consentirá su padre vuestra unión?

—No lo sé. Si el rey me concede el gobierno de alguna fortaleza en las Molucas, la cosa sería diferente.

—¿Qué piensas hacer?

—Primero iré en la expedición; a la vuelta decidiremos. A poco que me salgan las cosas bien en las islas, podré llevarme a María para allí.

Los pensamientos del navegante se vieron interrumpidos por la voz del patrón del barco.

—Estamos ya a la altura del faro de Fuenterrabía, pronto cruzaremos la barra —los ojos del pescador brillaban de admiración al dirigirse hacia él. Era evidente que el hombre no podía creer que en su barco llevara al navegante más famoso de todos los tiempos. ¡Al primero que había dado la vuelta al mundo!

—Mañana volveremos a Zarauz. ¿Vendrás con nosotros?

—Sí —respondió Juan Sebastián agradecido—, mañana a primera hora estaré en el barco, gracias.

El pesquero había doblado ya el cabo de Higuer y enfilaba hacia la bahía que se formaba entre Hendaya y Fuenterrabía.

A lo lejos, en la orilla izquierda del río Bidasoa, se levantaba una iglesia.

A juzgar por los andamios que la rodeaban, estaba todavía en construcción.

—Aquella es la iglesia del Juncal, ¿no?

El pescador asintió.

—Sí, es la parroquia de Irún. ¿Tienes algún voto que cumplir?

—Tengo que visitar a la madre de un gran hombre. Un hombre que no dudó en dar su vida en defensa de sus ideas, Juan de Elgorriaga.

CAPÍTULO XXVIII

LOS COMISIONADOS

La vuelta a España de la Victoria cargada de especias cayó como una bomba en la corte de Portugal. El monopolio de las especierías, que tanto trabajo había costado a los navegantes lusitanos arrancar a la orgullosa Venecia, se tambaleaba de pronto a causa de un portugués traidor. De repente, se veía el fantasma de la ruina dibujarse amenazador sobre la economía del imperio.

Las cosas empeoraron al saberse la determinación del rey español de mandar a las Molucas una fuerte armada haciendo caso omiso de las protestas del rey de Portugal, que bufaba de coraje e impotencia. Carlos I, con talante conciliador, despachó a dos emisarios a la corte lusitana que propusieron el envío de dos naves con comisiones de ambos países para que señalaran en el punto de litigio una línea divisoria definitiva. El rey español prometía suspender sus proyectos sobre las Molucas, siempre que Portugal cesara en sus pretensiones sobre la península de Malaca, pues los derechos sobre ella eran puestos en duda por muchos cosmógrafos españoles. La embajada, lejos de calmar los ánimos, enardeció a los portugueses, que encontraban ridícula la pretensión española de tener el mínimo derecho sobre Malaca.

Tras el fracaso de los enviados, las protestas y demandas de los lusitanos subieron de tono. Por fin, el rey Carlos logró que los portugueses accedieran a enviar una representación a la ciudad de Vitoria para estudiar el asunto con minuciosidad e imparcialidad.

Los comisionados estudiaron, analizaron y sopesaron todos los razonamientos, pero no llegaron a acuerdo alguno, y el 19 de febrero de 1524

dispusieron que se nombraran tres letrados, tres astrónomos y tres pilotos de cada parte para que juntos alcanzaran una solución.

Por parte española, tras largas consultas, se nombró representantes de la nación a Fernando Colón (hijo de Cristóbal Colón), Pedro Ruiz de Villegas, fray Tomás Durán, el doctor Salaya, Simón de Alcazaba y Juan Sebastián Elcano, y asistieron como asesores Sebastián Caboto, Esteban Gómez, Nuño García y Diego Ribero, figuras todas de gran prestigio internacional. Aunque la finalidad de estas discusiones era determinar con perfecta exactitud la línea que dividía el mundo en dos mitades, y para la cual se precisaba gente experta en matemáticas y cosmografía, también acudieron a las reuniones letrados insignes, como Barrientos y Acuña, por si se requerían sus consejos como juristas.

La delegación española se estableció en Badajoz, mientras que la portuguesa se reunió en Elvas. El primer tropiezo entre ambas partes fue la decisión del lugar en el que habían de celebrarse las reuniones, pues nadie quería ir al territorio vecino. Después de muchas discusiones, se acordó instalarse en un pequeño puente que unía a ambas naciones, por la que el suelo era del todo neutral.

Después de jurar con gran solemnidad sobre los evangelios «tratar con verdad y sentenciar justamente», empezaron las desavenencias. En un ambiente desconfiado, con recelos y marrullerías por ambas partes, se abrió el debate que pronto se hizo tumultuoso. En el mismo abundaban más los gritos y chillidos histéricos que la calmada y sosegada discusión que habían acordado entablar.

Elcano mostró de un modo práctico, por las cartas de su navegación, que las islas del Moluco caían a 150º de la línea de demarcación por la vía de Occidente; por la tanto, resultaba que por la vía de Oriente quedaban a 250º. Esto indicaba que las islas pertenecían a España. El guipuzcoano explicó su carta y derrotero desde España a las Molucas por el paso de Patagonia, o estrecho de Magallanes, cuya entrada situaba a 52,5º latitud sur y 4,5º más al oeste, teniendo situadas todas las islas de la especiería y otras muchas a un lado y otro de la línea equinoccial. Demostraba con todos los cálculos de su derrota, la justicia con que España reclamaba la posesión de aquel archipiélago.

Los lusitanos replicaron encolerizados que no tenían por qué dar fe ciega a las cartas y derroteros de Elcano, cuando ellos podían presentar otras con situaciones muy diferentes.

Por parte hispana se insistió en que no solamente las Molucas estaban en sus dominios, sino que Sumatra, Malaca y una parte de China también lo estaban, lo que los lusitanos consideraron una verdadera blasfemia geográfica. Lejos de llegar a un acuerdo, lo que hacían las dos partes en litigio era separarse cada vez más, y los comisionados dejaron poco a poco de ser imparciales para convertirse en enemigos acérrimos, que ya no escuchaban los razonamientos de sus oponentes.

El 31 de mayo de 1524, es decir, dos meses después del comienzo de las conversaciones, se llegó a la «conclusión definitiva». El Moluco pertenecía a España... para los españoles, mientras que para los portugueses pertenecía a la Corona Lusitana.

Carlos I se reunió con sus consejeros, entre ellos el obispo Fonseca, alma de la primera expedición.

—Quedamos en nombrar a García Jofre de Loaysa capitán general de la Armada, ¿no es eso señores?

—Jofre de Loaysa pertenece a la orden de San Juan —respondió Fonseca—, además de ser comendador de Barbales y sobrino del obispo de Osma; es un caballero despierto y comprensivo, la persona idónea.

—Aunque no haya pisado nunca la cubierta de un barco...—comentó el rey.

—Aunque nunca haya pisado un barco. A su lado tendrá gente de mar que le aconsejará en todo momento.

—Bien —dijo Carlos de Gante—; sea. No obstante, debemos nombrar una segunda persona que asuma el mando en caso de fallecimiento del capitán general. ¿A quién creéis que deberíamos nombrar en tal caso?

Fonseca no contestó durante un momento, y ninguno de los presentes parecía dispuesto a presentar un candidato. Finalmente, dijo el obispo después de respirar profundamente.

—Creo que en este caso deberíamos dar el mando al hombre que verdaderamente le corresponde, a Juan Sebastián Elcano.

El rey se acarició la barbilla.

—¿Aunque no sea noble?

—Eso puede ocasionar algún problema —respondió el obispo—, pero creo que el guipuzcoano tiene temple suficiente para poner en su sitio a quien se atreva a poner en duda su liderazgo.

Dos días más tarde, María de Vidaurreta se reunía con Juan Sebastián.

—¿Cómo van los preparativos?

El guipuzcoano atrajo a la joven contra sí y la besó suavemente.

—Bien —contestó—, pronto tendré que trasladarme a Sevilla para empezar el trabajo de reclutamiento.

—Hablando de reclutamiento —dijo la joven acariciando la recortada barba del marino—. Me he enterado de algo que se supone que tiene que ser un secreto.

—Pues, si es un secreto, no me lo digas.

—Pero es que te atañe a ti directamente.

—¿Ah, sí?, ¿y es bueno o malo?

—Bueno. ¿Quieres saberlo?

—Sólo si no perjudica a nadie.

—No perjudica a nadie, te lo aseguro.

—Pues adelante.

—Me he enterado de que el capitán general será don García Jofre de Loaysa, un buen hombre.

—Muy bien. ¿Y ése era el secreto?

—No. El secreto está en el sobre que se le entregará, y que debe abrirse sólo en caso de su fallecimiento. En él se nombra a su sustituto como capitán general de la Armada española.

—¿Y tú te has enterado de su contenido?

—Sí. Ventajas que tiene una en la Corte.

—¿Y el sobrino de qué obispo está en ese sobre? —preguntó Elcano con sarcasmo.

Ella negó con la cabeza.

—Dentro está el nombre de la persona que amo. La persona más noble e importante del mundo. JUAN SEBASTÍAN ELCANO. El hombre a quien el mundo dijo:
Primus circumdedisti me
.
[2]

SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO XXIX

GUETARIA

Dos jóvenes se acercaron lentamente a la puerta del gran caserón. Vacilantes, se detuvieron por un instante antes de levantar la gran mano de hierro que hacía de aldaba y, mientras esperaban a que alguien acudiera a su llamada, sus miradas recorrieron los acantilados. El viento soplaba recio del oeste formando grandes olas que chocaban violentamente contra las rocas, una espuma fina azotaba las casas que, como las de los Elcano, se asomaban sobre el puerto. No muy lejos, se divisaba el fuerte San Antón envuelto en la neblina sobre la cima del gigantesco ratón que se adentraba atrevidamente en el océano.

—Hola, mozos, ¿qué deseáis?

Los dos jóvenes se volvieron para mirar a la persona que les había abierto la puerta, un hombre de unos treinta y seis años, curtido por mil horas de sol y viento en la cubierta de un barco. Su barba era negra y espesa, la mirada penetrante y serena. Ninguno de los dos necesitaba que le dijeran que tenían ante ellos a Juan Sebastián Elcano.

Por un momento, fueron incapaces de decir palabra. El instante que durante tantos meses habían soñado se convertía en realidad, y, sin embargo, la emoción del momento les paralizaba. Ambos sentían los corazones latir alocadamente en el pecho. Por fin, uno de ellos consiguió humedecer la lengua reseca y se dirigió al famoso navegante:

—Sois Juan Sebastián Elcano, ¿verdad?

El navegante asintió, mirando con curiosidad al joven alto y desgarbado que restregaba un pie contra el otro. No parecía tener más de diecisiete años, y, sin embargo, había algo en él le daba un aire de madurez; quizás eran sus ojos oscuros, profundos, los que infundían confianza; quizás era la frente, ancha y despejada, la que irradiaba serenidad. Fuera lo que fuera, el joven parecía tener una fuerte personalidad, a pesar de su evidente nerviosismo.

—Me llamo Andrés de Urdaneta, maese Elcano, y éste es mi amigo, Miguel López de Legazpi. Su voz sonaba un tanto trémula, pero era ya la de un hombre; un hombre decidido en busca de su destino.

—Bien, ¿y qué puedo hacer por vosotros?

—Hemos oído decir que preparáis un segundo viaje a las Molucas. Llevadnos con vos.

—¿Qué edad tenéis, Andrés?

—Yo he cumplido diecisiete años. Miguel tiene quince.

—¿Y de dónde sois?

—Yo, de Villafranca de Oria. Miguel, de Zumárraga.

—¿Qué piensan vuestros padres?

—No se oponen.

—Pero tampoco lo aprueban, ¿verdad?

—Llevadnos con vos y no os arrepentiréis. Os aseguro que os seremos muy útiles.

Juan Sebastián asintió. Le gustaba la firme decisión del joven. Se hizo a un lado y les invitó entrar en la casa.

—Pasad. Mi madre os traerá algo para comer. ¡
Amatxo
! —llamó—, ¿quieres traer algo de comer para estos buenos mozos?

Luego se dirigió a los jóvenes:

—¿Cómo habéis venido?

—Andando.

—¡Un largo camino!, ¿tanto ansiáis venir en esta expedición?

La anciana, que traía una hogaza de pan y un queso en la mano, le interrumpió:

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