Desilusionados, emprendieron el regreso. Al llegar se encontraron que la pleamar había puesto a flote las cuatro naves y éstas estaban en alta mar.
No cabía sino esperar a que los recogieran.
La noche del 14 de enero resultó aciaga para la expedición. Poco después de oscurecer, empezó a soplar el viento con tal intensidad que las naves, a pesar de tener echadas las cuatro anclas, garreaban.
Andrés de Urdaneta se ató un cabo por la cintura como había visto hacer a sus compañeros, después de ayudarles a arriar las velas. Ni la más pequeña lona habría podido aguantar la furia del huracán. Con ojos de incredulidad, el joven miraba el espectáculo dantesco que se ofrecía ante su vista. El temporal del sudoeste bramaba iracundo, haciendo que las naos tan pronto se vieran alzadas en lo alto de una ingente masa líquida como hundidas en lo profundo de una sima que parecía no tener fondo. A Urdaneta le parecía imposible que los barcos pudieran salir una y otra vez del fondo de las olas. El joven veía temblar a marinos curtidos y empavorecerse con el estallido de las olas contra el débil casco de madera.
En la tremenda oscuridad, que ni siquiera el más leve fulgor rompía, las aguas parecían hervir y el ventarrón jugaba con las naves como si fueran pelotas.
Unos gritaban aterrorizados, mientras el pavor de la muerte les impedía a otros pronunciar sonido; muchos invocaban a Dios y a la Virgen, haciendo promesas y votos. Los marineros se veían ya perdidos, los soldados no podían tenerse en pie.
El espanto, el terror y la confusión se habían apoderado de las tripulaciones, que se confesaban impotentes para luchar contra todas las fuerzas del averno.
De repente, con un gran estruendo y un terrible crujido, el palo mayor de la
Sancti Spiritus
se vino abajo, dejando la nave inclinada sobre babor.
—¡Cortad los cabos!
Aunque la voz de Elcano apenas se oyó por encima del bramar del viento, una docena de marinos ya habían cogido hachas y cuchillos y se apresuraban a cortar los cabos que retenían al palo roto sobre un costado de la nave. Urdaneta observó admirado cómo el capitán de la nao fue el primero en lanzarse a coger un hacha.
De repente, libre ésta del pesado yugo que la arrastraba hacia el fondo, la embarcación se inclinó peligrosamente hacia el lado contrario, a estribor. A la luz de un relámpago, Urdaneta divisó el desgarrado muñón del mástil quebrado contra un cielo oscuro, implacable. Parecía un esqueleto mutilado, sin cabeza.
El grito desgarrador de un marino hizo que todas las miradas se dirigieran hacia el lugar de donde provenía:
—¡Está entrando agua!
Donde había caído el mástil, se había producido una enorme grieta en la cubierta que era imposible tapar; el agua entraba a raudales. Andrés se dio cuenta de que el barco estaba condenado, era cuestión de minutos antes de que el agua almacenada en el interior arrastrara el barco hacia el fondo. Fue entonces cuando el joven Urdaneta pudo admirar la grandeza y sangre fría del capitán. Tenía que ser terrible para un capitán de un barco llegar a la conclusión de que éste no tenía salvación, y verse obligado a dar las órdenes necesarias para tratar de salvar la tripulación.
—¡Izad la trinqueta!, ¡arriba el papahígo!
Cuando la vela mayor del trinquete estuvo en posición, el barco pareció cobrar vida; a pesar de estar medio anegado, la enorme potencia del viento le impulsaba sobre las olas a gran velocidad.
—Timonel, toda la caña a babor. ¡Enfila hacia tierra!
Poco después, iluminada por los relámpagos, se divisó la costa quebrada y rocosa de la Patagonia.
Con los ojos desorbitados por el terror, los marineros de la
Sancti Spiritus
observaron horrorizados cómo las rocas se acercaban amenazantes. Las invocaciones a Dios y a la Virgen eran continuas; un rosario de votos y promesas, jurando enmienda de sus pecados, brotaba incesante de los labios de los aterrorizados marinos. Según veían cómo se acercaba su fin, los hombres prometían toda clase de sacrificios, ofrendas y penitencias a sus santos preferidos.
Andrés de Urdaneta vio al clérigo Juan de Aréizaga impartir la absolución a todos los tripulantes desde el castillo de popa.
—
Ego absolvo peccata vestra. In nomine Patri et Filii el Spiritui Sancti
. ..»
No hubo tiempo para más. En un momento, la nave se encontraba en el fondo de una enorme ola, y pocos segundos después era catapultada contra las puntiagudas rocas de la costa. Al crujido de maderas rotas se unió el desgarramiento del velamen y los gritos despavoridos de hombres arrastrados por la mar.
El joven Urdaneta sintió cómo la nave se mantenía en equilibrio sobre una gran roca. No tardaría en ser desalojada de allí y hacerse astillas contra las pequeñas rocas circundantes. Había que desalojar el barco rápidamente. Sin embargo, esto era peligrosísimo debido a que había una altura considerable que saltar desde cubierta hasta una roca invisible, musgosa y resbaladiza.
—¡Andrés! ¡Ayúdame!
El joven corrió hacia popa, de donde provenía la voz de Elcano.
—Hay que conseguir atar este cabo a la roca.
Andrés de Urdaneta no hizo preguntas. Estaba claro que si la tripulación quería alejarse del barco, tenía que ser deslizándose por una cuerda hasta la roca.
Y alguien tema que ser el primero en saltar en medio de la oscuridad para atar el cabo lo más lejos posible del barco.
Sin decir palabra, se enrolló la cuerda a la cintura, esperó hasta que la siguiente ola estallara sobre la nave y, cuando ésta empezó a retroceder, se puso a horcajadas sobre la borda.
—Ayudadme a bajar hasta la roca.
Elcano y dos marinos sostuvieron el peso del joven, cediendo cuerda lentamente hasta que éste tocó el resbaladizo suelo de la roca.
Con grandes dificultades, y sin hacer caso a los cortes y magulladuras, Andrés consiguió acceder a un lugar a donde las olas llegaban sin fuerza. Allí, ató la cuerda sólidamente aun tronco de árbol incrustado entre dos rocas.
—Adelante —gritó—, ya podéis bajar sin miedo.
Uno tras otro, los marineros se deslizaron por la cuerda y Andrés de Urdaneta comprobó que faltaban varios hombres. Cuando el último en bajar, Elcano, posó los pies sobre la superficie rocosa, el joven le informó:
—Faltan nueve hombres, capitán. Entre ellos el contador de la nao, Diego de Estella.
El amanecer del día siguiente sorprendió a los náufragos tiritando de frío y acurrucados unos contra otros. Se encontraban sobre una pequeña superficie rocosa en la que no había nada que pudiera protegerles del intenso frío reinante.
La inmensa mayoría sólo llevaba puesto una camisa y jubón, que, al estar empapados y con el frío viento que soplaba todavía huracanado, hacía que los cuerpos corrieran el peligro de congelarse. No había forma de encender fuego, por lo que muchos optaron por correr y saltar como medio de entrar en calor.
A media mañana pareció que la tempestad amainaba un poco, por lo que Elcano decidió emprender trabajos de salvamento. Durante el resto del día consiguieron salvar innumerables barriles de avituallamiento y los instrumentos de navegación, pero al llegar la noche el tiempo volvió a empeorar, y la tempestad deshizo por completo a la
Sancti Spiritus
, arrojando sobre las rocas todas las pipas de vino y mercaderías.
Al día siguiente, cuando, por fin, amainó definitivamente, aparecieron la
Anunciada
, la
Santa María del Parral
, y la
San Lesmes
, que se habían visto forzadas a arrojar a la mar toda su artillería.
Pronto se acercó a tierra un esquife con el contador de la
Anunciada
, Antonio de Vitoria.
—¡Maese Elcano! —gritó—, ¿estáis bien?
—Estoy bien.
—Os necesitamos para entrar en el estrecho. Traed a tres o cuatro de los vuestros.
—¿Y los demás?
—En cuanto estén las naves a salvo, enviaremos a por ellos.
Andrés de Urdaneta vio dudar al capitán, pero, por fin, pareció reconocer que era lo mejor que podían hacer, visto el estado de las demás naves.
—Bien —asintió—, dejadme unos minutos para escribir una nota a mi hermano.
—Bartolomé —dijo dirigiéndose a uno de los hombres que estaban con él—, tú y cuatro más iréis por tierra hasta donde están mi hermano Martín, Bustamante, el clérigo Aréizaga y los demás. Haced que os acompañen hasta aquí. Llévale esta carta.
Urdaneta vio cómo el capitán se afanaba en escribir sobre un pergamino unas líneas. Muy a pesar suyo, el joven no pudo evitar leer una línea.
«...y la
Sancti Spiritus
se ha perdido por mis pecados...» Así que el capitán, Juan Sebastián Elcano, el hombre que había conseguido llevar de vuelta a casa una nave a través de todos los océanos del mundo, se creía culpable de la pérdida de un barco por sus pecados...
Andrés de Urdaneta contempló maravillado desde la popa de la
Anunciada
la embocadura del canal que Magallanes descubriera. A poca distancia de su nave aguardaban al pairo la
San Lesmes
y la
Santa María del Parral
. Las tres naves que de momento constituían la armada esperaban las instrucciones de Elcano, quien, con ambas manos aferradas a la barandilla del castillo de popa, escudriñaba inquieto el horizonte.
El joven grumete veía claramente las razones de su inquietud, pues en el preciso instante en que las proas enfilaban hacia el estrecho, se levantó un viento huracanado del sudoeste que imposibilitaba todo avance. Una vez más, el mar se encrespaba con furores del averno, el viento aullaba siniestro, barriendo cuanto se oponía a su paso. Los hombres de la
Anunciada
parecían paralizados por el miedo. Esto, pensó Andrés, era lo peor que le podía ocurrir a una nave zarandeada por la fiereza de un temporal. Al igual que dos días antes, la nave en que se encontraba Elcano pareció recibir más rabiosamente el temporal que las otras dos.
Andrés de Urdaneta no pudo evitar el pensar en la carta que Elcano había escrito a su hermano culpándose de perder la nave por sus pecados...
La Anunciada
se encontraba en una situación peligrosísima. Estaba amenazada de estrellarse contra unos acantilados donde era imposible que pudiera salir con vida ninguno de sus tripulantes. Tal como había sucedido hacía sólo dos días, los marinos gemían y lloraban con desesperación, gritaban pidiendo misericordia al Altísimo. Cada vez estaba más claro que la nave se iba a convertir en astillas contra aquellas paredes de piedra hostiles y siniestras. Sólo una acción desesperada podría salvar la nave, y estaba claro que el capitán del bajel, Pedro Vera, tan atemorizado como sus hombres, era incapaz de intentar siquiera la mínima maniobra que pudiera alejarle de la pared rocosa.
—¡Capitán Vera! — La voz de Elcano surgió de repente por encima del estruendo de las olas y el viento aullante—. ¡Decid a vuestros hombres que dejen de gemir como mujeres y obedezcan las órdenes!
Ante el timbre de firmeza y autoridad de Elcano, el capitán Vera pareció recobrar un poco su confianza.
—¿Qué podemos hacer?
—¡Izad la mesana!
El joven Andrés entendió las intenciones de Elcano. El buque había estado soportando el viento con el trinquete, y esto hacía que la proa se inclinara a sotavento llevándolos irremediablemente hacia las rocas. La vela latina de la mesana corregiría la desviación provocada por la vela cuadrada del trinquete. Sin embargo, eso tenía el peligro añadido de aumentar la velocidad de la nave y, si no salía bien la maniobra, catapultaría la nave contra el acantilado.
Los marinos también parecieron comprender que si alguien podía salvar la nave, ese alguien era Elcano. Como un solo hombre, todos acudieron a la popa a izar la vela triangular que daría una cierta estabilidad a la nave.
—¡Izad el bauprés!
La pequeña vela que se izaba en el palo de proa, el único que no estaba en posición vertical sino que tenía un aspecto de espolón, fue izada con muchísimas dificultades. Era evidente que no aguantaría mucho los embates del viento, pues el bauprés era el único palo que no se mantenía rígido; iba atado al palo mayor en el punto en que se cruzaban los dos: tendía a moverse arriba y abajo, aflojando la atadura que los unía. Sin embargo, esto ayudaría a luchar contra la tendencia del trinquete a empujar la proa a sotavento.
—¡Caña a babor!
El timonel que aguantaba la caña estaba situado debajo de la cubierta superior de popa, completamente separado del resto de la nave. Desde su «cueva»
ni siquiera veía dónde empezaba el cielo abierto, pues justo delante de él tenía la base del palo de mesana y una escalera que subía hasta una escotilla que llevaba a la cubierta superior.
La
Anunciada
era una carabela diseñada para navegar con el viento de popa. Eso significaba que cuanto más fuerte soplara el viento, más altas serían las olas en la popa, y mientras que al subir el agua el timón quedaba sumergido unos instantes, al retirarse las olas gran parte del mismo quedaba de repente al aire.
Además, las olas que rompían contra el timón le daban unos golpes tremendos que podían mandar al timonel dando tumbos hasta el otro extremo de la cubierta. Para evitar esos golpes y para mantener siempre controlada la caña del timón, se había diseñado un sistema de poleas y cordeles que la sujetaban: a medida que aumentaba la fuerza del agua, el timonel controlaba la tensión del cordaje de guía moviendo la polea central a lo largo del palo de la caña. Además, se colocaban sogas auxiliares en el exterior del casco que evitaban que el timón girara más de sesenta grados.
Siguiendo las instrucciones de Elcano, el bajel ganó impulso, aunque acercándose a gran velocidad al acantilado.
—¡Todo a estribor! ¡Arriad el trinquete!
Bajo las nuevas órdenes, el barco pareció detenerse en su loca carrera; luego, lentamente, como si lamentara dejar su curso mortal, la nave se alejó de la amenazadora pared hasta que, por fin, consiguió doblar el cabo de las Once Mil Vírgenes y salir a alta mar, donde desapareció el peligro de despedazarse contra el acantilado.
Andrés de Urdaneta no pudo dejar de pensar que aquélla debía de ser una de las gestas más heroicas del marino de Guetaria. No había duda de que todos los tripulantes de la
Anunciada
estaban vivos gracias a su pericia.
Al poco tiempo, como si el maligno azar que acosaba a Elcano se diese por vencido, una bonanza inusitada se extendió rápidamente por el mar, y la
Anunciada
consiguió embocar el estrecho, pasar su primera angostura, y, en la parte noreste de aquella extensa bahía, encontrarse con las otras dos naos, que consideraban perdidas.