Finalmente el fragor fue cediendo, distorsionándose y disminuyendo en el interior del bosque. Sólo entonces, sacudiéndose el temblor de la conmoción, oyeron el grave y potente retumbo de la nave. El gran monstruo, un inmenso y brillante cilindro, proyectaba sombras sobre el valle. Mientras lo observaban, el gran aparato descendió hasta quedar por debajo de las piedras-aguijón y lo perdieron de vista. El zumbido de sus motores se convirtió en un profundo rugido que se superponía al ruido del desprendimiento de piedras de las vertientes cercanas.
Poco a poco, los chimps se fueron incorporando, dándose las manos y susurrando entre sí con ásperas y roncas voces. Benjamín ayudó a Athaclena a ponerse de pie. Los campos de gravedad de la nave habían golpeado por sorpresa su corona totalmente desplegada. Movió la cabeza intentando liberarla de ellos.
—Eso era una nave de guerra ¿verdad? —le pregunto Benjamín—. Estos otros chimps nunca han estado en el espacio, pero yo hace dos años subí a visitar el viejo
Vesarius
. Y no era tan grande como eso.
—Sí, era una nave de guerra —suspiró Athaclena—. De fabricación soro, me parece. Los
gubru
usan ahora esos diseños. Creo que ya no se trata sólo de una amenaza, chimp Benjamín —dijo mirando al pequeño terrestre—. La invasión ha empezado.
Benjamín juntó las manos. Se tiraba de los pulgares con nerviosismo.
—¡Se han parado sobre el valle! ¡Puedo oírlos! ¿Qué es lo que quieren?
—No lo sé —respondió ella—. ¿Por qué no vamos a verlo?
Benjamín dudó pero terminó por asentir. Llevó al grupo hasta un punto en que las piedras-aguijón se separaban y desde allí pudieron echar un vistazo al valle.
La nave de guerra estaba a unos cuatro kilómetros al este de su posición y a unos cuatrocientos metros sobre el suelo, cubriendo con su inmensa sombra un pequeño grupo de edificios blanquecinos del valle. Athaclena se protegió los ojos de los brillantes rayos de sol reflejados en sus flancos de color gris metálico.
—¡Se ha quedado quieto allí encima! ¿Qué hacen? —preguntó nerviosamente uno de los chimps. El profundo rugido del crucero gigante era siniestro.
—No lo sé —dijo Athaclena en ánglico, sacudiendo la cabeza. Sentía el pánico de los humanos y de los neochimps que estaban en el valle. Y también sentía otras fuentes de emoción.
Los invasores
, advirtió. No llevaban sus escudos psi, en un arrogante abandono de cualquier posibilidad de defensa. Captó una
gestalt
de criaturas con plumaje y delgados huesos, descendientes de una cierta especie pseudoaviar incapaz de volar. Ante ella apareció nítidamente por unos instantes una rara visión-real, como si viera a través de los ojos de uno de los oficiales del crucero. Aunque el contacto sólo duró milésimas de segundo, su corona se replegó de repugnancia.
Gubru
, pensó aturdida. De repente todo se había vuelto demasiado real.
—Mirad —dijo Benjamín con voz entrecortada.
Por unos orificios de la amplia panza de la nave empezó a salir una niebla de color marrón. El oscuro y denso vapor caía muy despacio, casi lánguidamente, hacia la superficie del valle.
El terror se convirtió en pánico. Athaclena retrocedió apoyándose en una de las piedras-aguijón y se cubrió la cabeza con las manos, intentando silenciar el aura casi palpable del horror.
¡Demasiado! La muchacha intentó formar un glifo de paz en el espacio que tenía frente a ella para controlar el dolor y el miedo. Pero todas las formas se deshacían como copos de nieve ante el soplo caliente de una llama.
—Están matando a los humanos y los gorillas —gritó un chimp en la ladera de la colina, empezando a correr hacia abajo.
—¡Petri! ¡Vuelve! —le gritó Benjamín—. ¿Adónde vas?
—¡Voy a ayudar! —chilló el joven chimp en respuesta—. Y tú también deberías hacerlo. ¿No oyes cómo gritan ahí abajo? —Prescindiendo del serpenteante camino, empezó a bajar directamente por el escarpado desnivel, la ruta más directa hacia la desagradable niebla y los tenues sonidos de desesperación.
Los otros dos chimps miraron a Benjamín con rebeldía. Era obvio que compartían el mismo pensamiento.
—Yo también voy —dijo uno de ellos. Los ojos de Athaclena, encogidos por el miedo, vibraron. ¿Qué estaban haciendo ahora esas estúpidas criaturas?
—Yo estoy contigo —afirmó el último. Y a pesar de las maldiciones que soltaba Benjamín los dos desaparecieron por la pendiente.
—
¡Deteneos! ¡Ahora mismo!
Se volvieron para mirar a Athaclena. Incluso Petri se detuvo de repente, colgado de una mano en una roca, parpadeando sorprendido. Era la tercera vez en su vida que ella usaba el Tono de Orden Perentoria.
—Dejaos de estupideces y volved aquí de inmediato —les espetó. La corona sobresalía por encima de sus orejas. Su cuidado y culto acento humano había desaparecido. Hablaba ánglico con ese acento
tymbrimi
que los neochimpancés debían de haber oído en vídeos innumerables veces. Quizá pareciera bastante humana, pero ninguna voz humana podía reproducir exactamente esos mismos sonidos.
Los pupilos terrestres parpadearon boquiabiertos.
—
Volved ahora mismo
—susurró.
Los chimps hicieron el camino de vuelta hasta ponerse frente a ella. Uno a uno, mirando nerviosos a Benjamín, siguieron su ejemplo y se inclinaron ante ella con los brazos cruzados ante el pecho.
Athaclena luchó contra su propio temblor para aparecer exteriormente tranquila.
—No me hagáis levantar la voz de nuevo —dijo—. Tenemos que trabajar juntos, pensar fríamente y trazar planes apropiados.
No era de extrañar que los chimps temblaran y la miraran con ojos como platos. Los humanos pocas veces se dirigían a los chimps de una forma tan perentoria. La especie estaba ligada por contrato al hombre, pero las propias leyes de la Tierra consideraban a los neochimps ciudadanos con todos los derechos.
Pero nosotros, los tymbrimi, somos otra cuestión.
El cumplimiento del deber, sólo eso, había arrastrado a Athaclena fuera de su
totanoo
, la retirada inducida por el miedo. Alguien tenía que asumir la responsabilidad de salvar las vidas de aquellas criaturas.
La siniestra niebla marrón había dejado de surgir de la nave
gubru
. El vapor se extendió por el estrecho valle como un oscuro y espumoso lago que casi alcanzaba las bases de los edificios.
Los orificios se cerraron y la nave empezó a cobrar altura.
—A cubierto —les dijo a los chimps, llevándolos al otro lado del monolito de piedra más cercano. El sordo zumbido de la nave
gubru
ascendió más de una octava. Pronto la vieron elevarse por encima de las piedras-aguijón—. Protegeos.
Los chimps se agazaparon muy juntos, llevándose las manos a los oídos.
En un momento, el gigante invasor alcanzó los mil metros sobre el nivel del valle. Luego, con más velocidad de lo que la vista era capaz de apreciar, desapareció. El aire desplazado se cerró de golpe hacia adentro como la mano de un gigante y el trueno los azotó de nuevo, produciendo torbellinos que giraban y levantaban el polvo y las hojas del bosque caídas a sus pies.
Los pasmados neochimps se miraron entre sí hasta que los ecos empezaron a retroceder. Finalmente, el chimp más viejo se sacudió el polvo y agarró por la nuca al joven chimp llamado Petri, llevándolo delante de Athaclena.
—Lo… lo siento, señora —murmuró cabizbajo y avergonzado—. Pero es que ahí abajo hay humanos y… y también mis compañeros…
Athaclena asintió. Había que tratar de no ser excesivamente dura con un pupilo que tiene buenas intenciones.
—Tus motivos eran encomiables, y ahora que ya estamos más tranquilos y podemos trazar planes, iremos a ayudar a tus tutores y amigos de un modo más eficaz.
Ella le tendió la mano. Era un gesto mucho menos tutelar que la palmada en la espalda que él parecía esperar de un galáctico. Se estrecharon las manos y él sonrió con timidez.
Cuando rodearon las piedras para asomarse de nuevo sobre el valle, algunos de los terrestres ahogaron un grito. La nube marrón se había extendido por las tierras bajas como un denso y sucio mar que alcanzaba casi las fronteras de los bosques que había bajo ellas. El espeso vapor parecía tener un límite superior claramente definido que llegaba a las raíces de los árboles más próximos.
No había forma de saber qué ocurría en el valle, ni incluso si todavía quedaba alguien con vida.
—Vamos a dividirnos en dos grupos —les dijo Athaclena—. Robert Oneagle sigue requiriendo atención. Alguien debe ir junto a él.
Pensar en Robert, yaciendo semiinconsciente en donde lo había dejado, le producía una incesante ansiedad mental. Y, de todas formas, sospechaba que para los chimps sería mejor acudir en ayuda de Robert que merodear por aquel desolado valle. Las criaturas estaban demasiado conmocionadas y eran demasiado impresionables para contemplar aquel desastre.
—Benjamín, ¿podrán tus compañeros encontrar a Robert solos, siguiendo las indicaciones que yo les dé?
—¿Quiere decir sin que usted los lleve? —Benjamín frunció el ceño y sacudió la cabeza negativamente—. Uf, señora… no sé… a mí… a mí me parece que usted tendría que acompañarlos.
Athaclena había dejado a Robert bajo una señal muy clara, al lado de un nogal gigante sin corteza, junto al camino principal. Cualquier grupo que fuese hacia allí no tendría ningún problema en encontrar al herido.
Pudo leer las emociones del chimp. Una parte de Benjamín deseaba tener a uno de los famosos
tymbrimi
con él para ayudar, si era posible, a las gentes del valle. Y, a pesar de ello, trataba de alejarla.
Abajo, la niebla aceitosa se agitaba y se revolvía. Podía sentir en la distancia muchas mentes, enturbiadas por el miedo.
—Yo me quedo —dijo con firmeza—. Has dicho que los demás forman un buen equipo de rescate. Es indudable que podrán encontrar a Robert y prestarle ayuda. Alguien debe ir al valle y ver si se puede hacer algo por esas gentes.
Con un humano probablemente hubiera surgido una disputa, pero para un chimp era impensable contradecir la decisión de un galáctico. Los sofontes de clase pupila no hacían esas cosas.
Ella sintió en Benjamín un alivio parcial… y un contrapunto de temor.
Los tres chimps más jóvenes se cargaron las mochilas a la espalda y con toda solemnidad se dirigieron hacia el oeste a través de las piedras-aguijón, volviendo la vista atrás, nerviosos, hasta que desaparecieron.
Athaclena se sintió aliviada por Robert, pero en su interior persistía un insistente temor por su padre.
Seguramente el enemigo había atacado primero Puerto Helenia.
Vamos, Benjamín. Déjame ver si puede hacerse algo por esa pobre gente de ahí abajo.
A pesar de su inusual y rápido éxito en el proceso de Elevación, los genetistas terrestres aún tenían un largo camino que recorrer con los neodelfines y los neochimpancés. Según los estándares galácticos, habían avanzado mucho, pero los terrestres querían un progreso aún más rápido. Parecía como si sospecharan que tenían que elevar a sus pupilos muy deprisa, muy pronto.
Cuando aparecía una buena mente entre los
tursiops
o los
pongo
, ésta era educada atentamente. Athaclena sabía que Benjamín era uno de esos especímenes superiores. Sin duda, este chimp tenía carnet azul de procreación y había sido ya padre de muchos pequeños.
—Tal vez será mejor que yo vaya delante —sugirió Benjamín—. Puedo subirme a esos árboles, por encima del nivel del gas. Iré a ver qué pasa y luego volveré a contárselo.
Athaclena sintió la confusión del chimp mientras contemplaban el lago de misterioso gas. Allí donde se hallaban les llegaba a la altura del tobillo, pero en el fondo del valle formaba torbellinos que superaban varias veces la talla de un hombre.
—No, permaneceremos juntos —dijo Athaclena con firmeza—. Yo también puedo encaramarme a los árboles.
Benjamín la miró de arriba abajo, recordando sin duda las historias de la famosa adaptabilidad
tymbrimi
.
—Hum… ustedes debieron de ser antiguamente arborícolas. No he querido ofenderla. —Le ofreció una irónica y desencajada sonrisa—. Muy bien, señorita, vamos pues.
Benjamín empezó a correr, saltó a las ramas de un casi-roble, se deslizó alrededor del tronco y se precipitó sobre otra rama. Luego saltó la estrecha distancia que lo separaba del siguiente árbol. Allí se sujetó a una bamboleante rama y miró a la muchacha con la curiosidad reflejada en sus ojos castaños.
Athaclena supo que aquello era un reto. Respiró profundamente varias veces, concentrándose. Los cambios empezaron con una picazón en las puntas de los dedos que comenzaban a endurecerse; luego sintió un aflojamiento en el tórax. Exhaló, se agachó y saltó, precipitándose hacia el casi-roble. Con un poco de dificultad imitó al chimp, movimiento tras movimiento.
Benjamín asintió con aprobación cuando la muchacha llegó junto a él. Y luego continuó.
Avanzaban despacio saltando de árbol en árbol, trepando por troncos llenos de enredaderas. Varias veces se vieron obligados a retroceder rodeando los claros, invadidos por los gases que lentamente se posaban en el suelo.
Trataban de no respirar cuando pasaban sobre las estelas más densas del pesado gas, pero Athaclena no pudo evitar absorber una vaharada de la oleosa y picante sustancia. Se dijo a sí misma que el picor que sentía, y que iba en aumento, era probablemente psicosomático.
Benjamín seguía mirándola furtivamente. Sin duda, el chimp había notado algunos de los cambios a los que la muchacha se había sometido: alargamiento de los brazos, redondeamiento de los hombros y distensión en las manos. Nunca hubiese pensado que iba a tener como compañero a un galáctico saltando de aquel modo entre los árboles.
Lo que él no sabía era el precio que ella iba a tener que pagar por la transformación
gheer
. El dolor ya se hacía sentir y Athaclena sabía que aquello sólo era el principio.
El bosque estaba lleno de sonidos. Pequeños animales corrían ante ellos, escapando del humo y el hedor alienígena. Athaclena captó unas rápidas y calientes pulsaciones de su miedo. Cuando llegaron a lo alto de una loma desde la que se divisaban las instalaciones, pudieron oír gritos débiles, chillidos de humanos que andaban a ciegas en un bosque oscurecido por el hollín.