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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (14 page)

Athaclena se agarró los zarcillos de su corona y los retorció con indecisión.
¡Hay cosas que tienen que ser universales!

Intentar que la víctima mantenga la respiración. Eso ya lo había hecho automáticamente.

Intentar detener las pérdidas de fluidos corporales. Todo lo que sabía respecto a eso lo había visto en viejas películas de la época previa al Contacto, a cuya proyección había asistido con su padre en una visita a Garth, y que trataban de antiguas criaturas de la Tierra llamadas policías y ladrones. Según esas películas, las heridas de Robert podían considerarse sólo arañazos. Pero temía que esas antiguas cintas no fueran precisamente realistas.

¡Oh, si los humanos no fuesen tan frágiles!

Athaclena se dirigió a toda prisa hacia la mochila de Robert y buscó la radio en el bolsillo inferior de ésta. Les podía llegar ayuda desde Puerto Helenia en menos de una hora y los agentes de rescate podían decirle qué debía hacer entretanto.

Era una radio sencilla, de diseño
tymbrimi
, pero no ocurrió nada cuando apretó el interruptor para ponerla en marcha.

No, ¡tiene que funcionar!
Pulsó de nuevo la tecla. Pero el indicador seguía apagado.

Athaclena levantó la tapa posterior. El cristal de transmisión no estaba en su sitio. Parpadeó consternada.

¿Cómo era posible?

Estaban aislados de toda ayuda. Estaba por completo sola consigo misma.

—Robert —dijo, arrodillándose de nuevo a su lado—. Tienes que guiarme. Yo no puedo ayudarte si no me dices qué tengo que hacer.

El humano seguía contando hasta diez, una y otra vez. Tuvo que repetirle la pregunta hasta que sus ojos se posaron en ella.

—Me… me parece… que tengo el brazo roto, Clennie —dijo con voz entrecortada—. Ayúdame a ponerme en un lugar donde no dé el sol y… y luego utiliza las medicinas.

Su presencia parecía desvanecerse y sus ojos giraban en las órbitas al tiempo que perdía la conciencia. A Athaclena no le gustó un sistema nervioso que, sobrecargado de dolor, dejaba a su propietario incapaz de valerse por sí mismo. No era culpa de Robert. Era un chico valiente, pero su cerebro había sufrido un colapso.

Sin embargo, había una ventaja. Al haberse desmayado, dejaba de emitir oleadas de dolor y eso le hizo más fácil a ella la tarea de arrastrarlo de espaldas sobre el mullido e irregular campo de placas de hiedra, intentando en todo momento no mover excesivamente su brazo roto.

¡Humanos de huesos grandes, tendones inmensos y músculos excesivos!
Athaclena formó un glifo de gran mordacidad mientras arrastraba el pesado cuerpo hasta un lugar sombreado en la margen del bosque.

Recuperó las mochilas y en seguida encontró el botiquín de Robert. Había una tintura que le había visto usar dos días antes cuando se clavó una astilla de madera en el dedo. Untó generosamente con ella todas sus heridas.

Robert se quejó y se movió un poco. Ella podía notar cómo luchaba su mente para controlar el dolor. Al cabo de unos instantes, comenzó nuevamente a murmurar números con voz casi imperceptible.

Ella tomó un tubo de «espuma quirúrgica», frunció los labios al leer las instrucciones en ánglico y luego aplicó el espray sobre los cortes, tapándolos después con un vendaje protector.

Ya sólo quedaba el brazo… y el dolor. Robert había mencionado medicamentos, pero ¿cuáles?

Había muchas ampollas pequeñas, con sendas etiquetas, tanto en ánglico como en galSiete, pero las instrucciones eran muy poco claras. No había cláusulas que indicasen cómo un no-terrestre tenía que tratar a un humano sin tener ninguna idea al respecto.

Utilizó la lógica. Los medicamentos de emergencia debían de estar presentados como ampollas de gas, para una fácil y rápida administración. Sacó tres ampollas que parecían cilindros de papel cristal y luego se inclinó hacia adelante hasta que los zarcillos de su corona rodearon el rostro de Robert, acercándose a su aroma humano, húmedo y, en esta ocasión, muy masculino.

—Robert —susurró cuidando su ánglico—. Sé que puedes oírme. Levántate dentro de ti mismo. Necesito tu sabiduría en este aquí-y-ahora.

Al parecer, lo único que consiguió fue distraerlo de su rito-de-disciplina ya que notó que el dolor se agudizaba. Robert hizo una mueca y siguió contando en voz alta.

Los
tymbrimi
no decían palabrotas como los humanos. Un purista diría que usaban en cambio «frases estilísticas de archivo». Pero en momentos como éste, pocos podrían establecer una diferencia. Athaclena refunfuñó cáusticamente en su lengua materna.

Era evidente que Robert no era un experto, ni siquiera en esa rudimentaria técnica de autohipnosis. El dolor aporreaba los límites de su mente, y Athaclena soltó un pequeño gorjeo, algo así como un suspiro. No estaba acostumbrada a tener que luchar contra asaltos de ese tipo. El movimiento de sus pestañas le nubló la visión tal como lo hubieran hecho las lágrimas humanas.

Sólo había una forma, y ésta implicaba arriesgarse mucho más de lo que solía hacer, incluso con su familia.

La perspectiva era atemorizante, pero no parecía haber otra elección. Si quería penetrar enteramente en él tenía que acercarse mucho más.

—Aquí… aquí estoy, Robert. Comparte eso conmigo.

Ella se abrió a la estrecha corriente de agudos y discretos
agones
tan ajenos a los
tymbrimi
y a la vez tan misteriosamente familiares, casi como si, en cierto modo, pudiera reconocerlos. El quantum de dolor se transformó en un irregular ritmo de bombeo. Había pequeñas e hirientes bolas calientes… grumos de metal fundido.

¿…grumos de metal…?

La extrañeza casi le hizo perder a Athaclena el contacto. Nunca había experimentado tan vívidamente una metáfora. Era más que una comparación, algo más fuerte que decir que una cosa era igual que otra. Durante un momento, los
agones
habían sido relucientes globos de hierro que quemaban al tacto.

Ser humano es muy extraño, desde luego.

Athaclena intentó ignorar la imagen. Se acercó al nexo de los
agones
hasta que una barrera la detuvo.
¿Otra metáfora?
Esta vez era una rápida corriente de dolor que fluía… un río que se cruzaba en su camino.

Lo que necesitaba era un
usunltlan
, un campo de protección que llevara el fluido de regreso a su punto de origen. Pero ¿cómo podía dar forma a la materia mental de un humano?

Incluso mientras se hacía esta pregunta se sentía rodeada de imágenes de humo. Unas sombras nebulosas flotaban, se solidificaban y adquirían forma. De repente, Athaclena advirtió que podía visualizarse a sí misma en el interior de un pequeño bote, con un remo en las manos.

¿Era así como se manifestaba
usunltlan
en la mente humana? ¿Cómo una metáfora?

Asombrada, empezó a remar contracorriente, en medio del vigoroso remolino.

En la niebla que la rodeaba flotaban formas que se arracimaban y chocaban entre sí. Aquí un rostro distorsionado, allá una extraña figura de animal que le gruñía. La mayor parte de lo que veía no podía existir en ningún universo real.

Como no estaba acostumbrada a visualizar los sistemas mentales, tardó un poco en darse cuenta de que las formas representaban recuerdos, conflictos, emociones.

¡Tantas emociones! Athaclena sintió verdaderos deseo de huir. Una podía volverse loca en un sitio como aquél. Fue su curiosidad
tymbrimi
lo que le hizo quedarse. Eso y el deber.

Esto es muy extraño
, pensó mientras remaba en la corriente metafórica. Medio cegada por las gotas de dolor que la salpicaban, intentaba fijar la vista, llena de curiosidad.
¡Oh, cómo me gustaría ser un verdadero telépata y saber, en lugar de adivinar, qué significan todos estos símbolos!

Había tantos impulsos como en una mente
tymbrimi
. Algunas de las extrañas imágenes y sensaciones le parecían familiares. Tal vez se remontasen a tiempos en los que su raza o la de Robert aún no había aprendido a hablar; la suya mediante la Elevación y la humana sin que nadie le ayudase. A tiempos en que dos tribus de animales inteligentes vivían vidas muy similares en mundos salvajes, muy distantes el uno del otro.

Lo más raro de todo era ver con dos pares de ojos a la vez. Por un lado, el par que miraba asombrado el mundo de las metáforas y, por el otro, su propio par que veía la cara de Robert a pocos centímetros de la suya, bajo el toldo que formaba su corona.

El humano parpadeó con rapidez. En su confusión había dejado de contar. Ella, por fin, entendió un poco de lo que ocurría. Robert estaba sintiendo algo realmente extraño. Le llegó una palabra:
deja vu…
rápidos semi-recuerdos de cosas viejas y nuevas a la vez.

Athaclena se concentró y formó un delicado glifo, un palpitante faro que latiese en resonancia con las frecuencias armónicas del cerebro más profundo del muchacho. Robert jadeó y por fin ella notó que él intentaba alcanzar ese faro.

Su yo metafórico tomó forma junto a ella en el pequeño bote, sujetando el otro remo. En este estado de cosas, parecía normal que él no preguntase cómo había llegado hasta allí.

Juntos se precipitaron por el río de dolor, el torrente de su brazo roto. Tenían que remar a través de nubes arremolinadas de
agones
, que los golpeaban y mordían como bandadas de insectos-vampiro. Se encontraron con obstáculos, troncos y torbellinos en los que voces extrañas, que surgían de las oscuras profundidades, murmuraban de modo tenebroso.

Finalmente llegaron a un estanque: el centro del problema. En su fondo yacía la imagen
gestalt
de un enrejado de hierro sobre una superficie de piedras. Unos horribles detritus obstruían el desagüe.

Robert retrocedió alarmado. Athaclena comprendió que aquello tenían que ser recuerdos cargados de emociones, cuyo espanto tomaba forma de dientes y garras, y horribles caras hinchadas.
¿Cómo pueden los humanos permitir que se acumule tanta confusión?
Estaba asombrada y bastante asustada por los horribles y móviles despojos.


Esto son las neurosis
—dijo Robert con su voz interior. Conocía lo que estaban «mirando» y su pánico era mucho mayor que el de Athaclena.
¡He olvidado tantas de estas cosas! No tenía ni idea de que aún siguieran aquí.

Robert miró hacia abajo, a sus enemigos, y Athaclena vio que muchas de las caras eran versiones perversas y enojadas de la del muchacho.

Ahora esto es cosa mía, Clennie. Mucho antes del Contacto aprendimos que sólo hay una forma de enfrentarse con un revoltijo como éste. La verdad es la única arma válida.

Cuando el yo metafórico de Robert giró para zambullirse en el confuso lago de dolor, el bote se balanceó.

¡Robert!

Se levantaron espumas. El pequeño bote empezó a corcovear y a alzarse, obligándola a agarrarse fuerte al borde del extraño
usunltlan
. A su alrededor todo eran salpicaduras de dolor brillante y espantoso. Y abajo, junto al enrejado, se estaba desarrollando una terrible lucha.

En el mundo externo corrían regueros de sudor por el rostro de Robert. Athaclena se preguntaba si podría resistir mucho más.

Dudosa, envió la imagen de su mano al interior del estanque. El contacto directo quemaba, pero ella siguió adelante hasta coger el enrejado.

¡Algo agarró su mano! Dio un tirón pero no consiguió soltarse. Una cosa horrible que semejaba una hórrida versión del rostro de Robert la miraba con una expresión tan retorcida que apenas podía reconocerlo. La cosa tiraba de ella, intentando hacerla caer en el estanque, y Athaclena gritó.

Surgió otra sombra que luchaba cuerpo a cuerpo con el asaltante de la muchacha. Luego el ser despreciable que la sujetaba la soltó y ella cayó dentro del bote. Entonces la pequeña embarcación empezó a cobrar velocidad.

En torno a Athaclena el lago de dolor fluía hacia el desagüe. Pero su bote se movía en dirección opuesta, remontando la corriente.

Robert me está empujando hacia afuera
, advirtió. El contacto se hizo más estrecho para terminar rompiéndose. Las imágenes metafóricas cesaron de repente. Athaclena parpadeó con rapidez, asombrada. Se arrodilló sobre la suave superficie. Robert la tenía cogida de la mano y respiraba con los dientes apretados.

—Tuve que detenerte, Clennie… Eso era peligroso para ti.

—¡Pero tú sufres tanto!

—Me has enseñado dónde estaba el bloqueo —dijo él meneando la cabeza negativamente—. Ahora que sé que está ahí, puedo hacerme cargo de toda esa basura neurótica, al menos lo bastante bien en este momento.

»Y… ¿no te he dicho todavía que a ningún chico le costaría esfuerzo alguno enamorarse de ti?

Athaclena se incorporó bruscamente, pasmada ante tal
non sequitur
. Tenía en la mano tres ampollas de gas.

—Robert, tienes que decirme cuál de estos medicamentos sirve para calmar el dolor pero que te mantenga consciente para que puedas ayudarme.

—La azul —dijo bizqueando—. Pónmela debajo de la nariz pero tú no la inhales en absoluto. No… no quiero ni pensar en lo que las paraendorfinas podrían ocasionarte.

Cuando Athaclena rompió la ampolla surgió una densa nube de vapor. La mitad de ella fue respirada por Robert y el resto se dispersó en breves instantes.

Con un suspiro profundo y tembloroso, el cuerpo de Robert pareció desentumecerse. La miró con una nueva luz en los ojos.

—No sé si hubiera podido permanecer consciente mucho más tiempo. Pero casi mereció la pena… compartir mi mente contigo.

En su aura parecía danzar una simple pero elegante versión de un
zunour'thzun
. Athaclena se sintió desconcertada unos instantes.

—Robert, eres una criatura muy extraña. Yo…

Hizo una pausa. El
zunour'thzun
había desaparecido y a ella aún le costaba creer que había captado ese glifo.

¿Cómo habría aprendido Robert a crearlo?

Athaclena asintió y sonrió. Las expresiones humanas surgían ahora en ella con toda facilidad, como si las tuviera grabadas.

—Estaba pensando lo mismo, Robert. A mí… a mí también me pareció que merecía la pena.

Capítulo
13
FIBEN

En lo alto de un acantilado, justo al borde de una estrecha meseta, todavía se levantaban nubes de polvo en el lugar donde un reciente choque había abierto un largo y desastroso surco en el suelo. Una estrecha zona del bosque, en forma de puñal, había resultado destrozada en unos pocos y violentos segundos por un objeto que cayó rugiendo, saltando y golpeando, lanzando tierra y vegetación en todas direcciones, para pararse por fin muy cerca del escarpado precipicio.

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