Athaclena entendía algunas metáforas muy deprisa.
Clavo sus uñas en el brazo de Robert y le preguntó:
—¿Y entonces? ¿Es éste el verdadero motivo por el que estoy aquí? ¿Debo husmear señales de humo y leyendas para ti?
—Claro —bromeó Robert—. ¿Por qué otra cosa hubiese venido solo aquí, a estas montañas, en compañía de una alienígena del espacio exterior?
Athaclena silbó entre dientes. Pero en el fondo no podía evitar sentirse halagada. Este cinismo humano no era distinto de las bromas de «te lo digo al revés para que lo entiendas» que su propio pueblo solía hacer. Y cuando Robert soltó una carcajada, sintió que tenía que imitarlo. Por unos instantes se habían desvanecido todos los peligros y las preocupaciones de la guerra. Fue un alivio que ambos agradecieron.
—Si existe tal criatura, tú y yo debemos encontrarla —dijo ella por fin.
—Sí, Clennie. La encontraremos juntos.
Después de todo, la patrullera TAASF
Procónsul
no sobreviviría a su piloto. Había visto su última misión. La vieja nave había muerto en el espacio, pero dentro de su bóveda acristalada aún existía vida.
Suficiente vida, al menos, para inhalar el horrible olor de un simio que llevaba seis días sin lavarse, y para exhalar una, al parecer, incesante sarta de maldiciones llenas de imaginación.
Fiben se quedó sin cuerda cuando advirtió que empezaba a repetirse. Había agotado mucho tiempo atrás toda permutación, combinación y yuxtaposición de los atributos corporales, espirituales y hereditarios, reales o imaginarios, que el enemigo pudiera posiblemente poseer. Ese ejercicio lo había tenido ocupado durante su breve papel en la batalla espacial, mientras disparaba con su armamento de juguete y evadía contraataques como un mosquito que esquivara mandarrias, a través de las sacudidas de los golpes que fallaban por muy poco y el lamento del metal torturado, para caer en las secuelas de un confuso y asombrado ensimismamiento que no le parecía la muerte. Al menos, de momento.
Cuando estuvo seguro de que la cápsula vital todavía funcionaba y de que no estaba a punto de salir echando chispas con el resto de la patrullera, Fiben se quitó finalmente el traje y suspiró ante su primera oportunidad de rascarse en muchos días. Lo hizo con todas sus ganas, utilizando no sólo las manos sino también el dedo gordo del pie izquierdo.
Su tarea principal había consistido en pasar lo bastante cerca como para recoger datos para el resto de las fuerzas de defensa. Fue Fiben quien sintió ese zumbido en mitad de la flota invasora, probablemente cualificada. Lo de provocar al enemigo lo había hecho gratis.
Parecía que los intrusos no eran capaces de oír su comunicación abierta cuando la
Procónsul
se les metía en medio. Perdió la cuenta de las veces en que las explosiones cercanas estuvieron a punto de cocerlo vivo. Cuando hubo pasado por detrás y junto a la armada que lo atacaba, todo el extremo de la popa de la
Procónsul
se había convertido en un montón de escoria vidriosa.
El sistema principal de propulsión había desaparecido, naturalmente. No había camino de regreso ni modo de ayudar a sus desesperados camaradas en la inútil batalla que se produjo a continuación. Derivando sin esperanza cada vez más lejos de la desigual batalla, lo único que podía hacer Fiben era escuchar.
Ni siquiera fue una contienda. La lucha duró algo menos de un día.
Recordó la última carga de la corbeta
Darwin
, acompañada de dos cargueros reconvertidos y de un pequeño grupo de patrulleras supervivientes. Se movieron a toda prisa, abriéndose camino al tiempo que disparaban contra el flanco de los invasores, hasta alcanzar el ala de una de las naves de guerra y sumirla en confusión bajo nubes de humo y oleadas de ruidosas ondas de probabilidad.
Ni una sola nave terrestre salió de ese torbellino. Fiben supo entonces que TAASF
Bonobo
y su amigo Simón ya no existían.
En aquellos momentos, el enemigo parecía perseguir, hacía Ifni sabía dónde, a unos cuantos fugitivos. Se estaban tomando su tiempo, haciendo una limpieza general antes de proceder a la sumisión de Garth.
Fiben reanudó sus maldiciones pero dándoles otra orientación. Siempre con un espíritu crítico y constructivo, analizó minuciosamente los fallos en el carácter de la especie que su raza tenía la desgracia de tener como tutora.
¿Por qué?
, preguntó al universo.
¿Por qué esos humanos, desgraciados, miserables y lobeznos sin pelo, han tenido el terrible mal gusto de haber elevado a los neochimpancés en una galaxia tan obviamente dirigida por idiotas?
Al final, se durmió.
Sus sueños fueron inquietos. Fiben seguía imaginando que intentaba hablar, pero su voz no articulaba las frases; una pesadilla posible para alguien cuyo bisabuelo hablaba sólo de forma tosca, con ayuda de aparatos, y cuyos ancestros apenas un poco más lejanos se enfrentaban con el mundo sin necesidad de palabras.
Fiben sudaba. No había vergüenza más grande que ésta: estar buscando en su sueño el lenguaje como si fuera un objeto, una cosa que de alguna manera puede traspapelarse.
Al mirar hacia abajo, vio una gema que brillaba caída en el suelo. Tal vez es o era el don de la palabra, pensó Fiben, y se agachó para cogerla. ¡Pero se sentía tan torpe! El pulgar se negaba a cooperar con el dedo índice y no fue capaz de recoger la chuchería del suelo. De hecho, parecía que todos sus esfuerzos sirviesen sólo para hundirla más en la tierra.
Finalmente, y desesperado, se vio obligado a tumbarse y a cogerla entre sus labios.
¡Quemaba!
En su sueño, gritó al sentir el terrible ardor que le bajaba por la garganta como si fuera fuego líquido. Y, sin embargo, supo que se trataba de una de esas extrañas pesadillas, ésas en la que uno puede ser objetivo y estar aterrorizado al mismo tiempo. Mientras una parte del yo soñante se debatía en agonía, otra parte de Fiben lo presenciaba todo en un estado de interesada indiferencia.
De súbito, la escena cambió. Fiben se encontraba en medio de una reunión de hombres barbudos que llevaban abrigos negros y sombreros flexibles. La mayoría eran ancianos y hojeaban unos textos llenos de polvo mientras discutían entre sí.
Un cónclave talmúdico de los viejos tiempos
, reconoció de repente, como los que había estudiado en las clases de religiones comparadas de su época universitaria. Los rabinos estaban sentados en círculo, discutiendo sobre simbolismo e interpretación bíblica. Uno de ellos levantó su vieja mano para señalar a Fiben.
—Él, que viste como un animal, Gideon, no debe tomaros…
—¿Es eso lo que significa? —preguntó Fiben. Ya no sentía dolor. Ahora estaba más aturdido que asustado.
Su compañero, Simón, había sido judío. Sin duda eso explicaba en parte ese loco simbolismo. Lo que estaba ocurriendo allí era obvio. Esos hombres ilustrados, esos sabios humanos, estaban intentando iluminarlo sobre la terrorífica primera parte de su sueño.
—No, no —contestó otro sabio—. El símbolo se refiere a la prueba que sufrió Moisés de niño. Un ángel, como recordarás, fue quien guío sus manos a los carbones que centelleaban y no a las brillantes joyas, y se quemó la boca.
—Pero no veo que eso me diga nada —protestó Fiben.
El rabino más viejo alzó la mano y los demás callaron.
—El sueño no significa ninguna de esas cosas. El simbolismo ha de ser evidente —dijo—. Procede del libro más antiguo… —las espesas cejas del sabio se fruncieron con preocupación—… y también Adán comió de la fruta del Árbol de la Ciencia…
—Uf —gruñó Fiben en voz alta al despertar bañado en sudor.
La chirriante y maloliente cápsula lo rodeaba de nuevo, pero lo vivido del sueño persistía, haciendo que se preguntase qué era, después de todo, lo real. Finalmente le restó importancia al asunto.
La vieja Procónsul debe haber derivado a través de la estela de alguna sonda de probabilidad de los ETs mientras dormía. Sí, debe ser eso.
Nunca volveré a dudar de las historias que cuentan los espacionautas en los bares.
Al verificar sus castigados instrumentos advirtió que la batalla se había trasladado alrededor del sol. Su destrozada nave estaba entretanto en una órbita de intersección casi perfecta con un planeta.
—Uf —gruñó mientras accionaba el ordenador. Lo que éste le dijo parecía irónico.
Es Garth, de verdad.
Todavía le quedaba un poco de potencia de maniobra en los sistemas de gravedad. Tal vez la suficiente, sólo tal vez, para poder hacerlo pasar por el nivel de la ranura de escape.
Y ¡oh, maravilla de las maravillas!, si sus efemérides estaban en lo cierto, podía llegar a la zona del Mar Occidental… un poco al este de Puerto Helenia. Se preguntó qué probabilidades tenía de que ocurriese así. ¿Un millón contra una? Seguramente un trillón.
¿O es que el universo lo estaba engañando con un poco de esperanza antes de jugarle otra mala pasada?
Fuera lo que fuese, decidió, era un consuelo pensar que, bajo todas esas estrellas, alguien todavía pensaba personalmente en él.
Sacó su equipo de herramientas y se dispuso a hacer las reparaciones necesarias.
Uthacalthing sabía que no era inteligente esperar más tiempo. Sin embargo, allí seguía, con los bibliotecarios, viendo cómo trataban de engatusarlo con otro valioso detalle más, hasta que llegara el tiempo de marcharse.
Observó a los técnicos humanos y neochimpancés apresurarse bajo el alto techo abovedado de la sección de la Biblioteca Planetaria. Todos ellos tenían tareas que realizar y lo hacían con eficiencia y resolución. Y, sin embargo, bajo la superficie podía notarse un fermento, un fermento de miedo apenas contenido.
De un modo espontáneo se formó un
rittitis
en la parte inferior de su brillante corona. Ése era un glifo que solían usar los padres
tymbrimi
para tranquilizar a sus hijos cuando estaban asustados.
—No pueden detectarte —le dijo Uthacalthing al
rittitis
. Y no obstante, éste seguía revoloteando con obstinación, intentando calmar a los jóvenes angustiados.
De todas formas, aquellas personas no eran niños. Hacía sólo dos siglos terrestres que los humanos conocían la Gran Biblioteca. Pero antes de eso habían tenido un proceso histórico de miles de años. Tal vez carecían aún del refinamiento de los galácticos, pero eso a veces les daba ventaja.
Extrañamente, el
rittitis
estaba indeciso. Uthacalthing puso término al asunto volviendo a introducir el glifo en el lugar que le correspondía, en su propio receptáculo de existencia.
Bajo el abovedado techo de piedra se levantaba un monolito gris de cinco metros, grabado con un sello que representaba una espiral radiada, el símbolo de la Biblioteca desde hacía tres mil millones de años. Junto a él, cargadores de datos llenaban unos cubos cristalinos de memoria. Las impresoras zumbaban y escupían informes encuadernados que rápidamente eran anotados y retirados.
Esta agencia de la Biblioteca, una sucursal de tipo K, era en realidad muy pequeña. Contenía sólo el equivalente a una milésima parte de los libros que los humanos habían escrito antes del Contacto, una miseria en comparación con la sucursal de la Biblioteca en la Tierra o en el sector general de Tanith.
Y, sin embargo, cuando Garth fuera tomado, también esta sala caería en manos del invasor.
Tradicionalmente, eso no significaba nada. Se suponía que la Biblioteca tenía que permanecer abierta a todos, incluso a los grupos que luchaban por el territorio donde ésta se hallaba. Pero en tiempos como aquellos, era una estupidez contar con tales sutilezas. Las fuerzas coloniales de resistencia planeaban llevarse todo lo que pudieran para poder utilizarlo de alguna forma más adelante.
¡Oh, miseria de miserias!
La idea de que lo hicieran había sido suya, por supuesto, pero Uthacalthing se quedó asombrado al ver el vigor con que los humanos la habían apoyado. Después de todo, ¿por qué preocuparse?
¿Qué podía conseguirse con una cantidad tan pequeña de información superficial?
Esta incursión en la Biblioteca Planetaria había servido a sus propósitos pero también había reforzado la opinión que tenía de los terrestres. Nunca se rendían. Ése era otro de los motivos para encontrarlos encantadores.
La razón oculta de este caos, su idea particular, había requerido el vaciado y traspapelado de algunos mega archivos muy concretos, que habían pasado inadvertidos en medio de aquella confusión. Al parecer, nadie notó que conectaba su cubo de entrada y salida de potencia a la tosca Biblioteca, esperaba unos segundos y luego volvía a meterse en el bolsillo su pequeño aparato de sabotaje.
Conseguido.
Ahora no quedaba nada por hacer, a excepción de observar a los lobeznos mientras esperaba que llegase su coche.
Un tono de lamento empezó a crecer y decrecer en la distancia. Era el silbido agudo de la sirena del cosmódromo, al otro lado de la bahía: otro escapado de la derrota del espacio regresaba para un aterrizaje de emergencia. Habían oído muy pocas veces ese sonido. Todos sabían que no quedaban muchos supervivientes.
La mayor parte del tráfico consistía en el despegue de naves. Muchos habitantes del continente habían volado hacia la cadena de islas del Mar Occidental, donde la mayor parte de habitantes de la Tierra tenía aún su domicilio. También el gobierno preparaba su propia evacuación.
Cuando las sirenas gimieron, todos los hombres y chimps miraron unos instantes hacia arriba. Por unos momentos, los trabajadores emitieron una compleja fuga de ansiedad que Uthacalthing pudo casi saborear con su corona.
¿Casi saborear? Oh, qué cosas más encantadoras y sorprendentes, estas metáforas
, pensó Uthacalthing.
¿Se puede saborear con la corona? ¿O tocar con los ojos? El ánglico es tan estúpido y sin embargo, a veces, resulta muy interesante.
¿Y no era cierto que los delfines veían con los oídos?
Sobre sus ondeantes zarcillos se formó
Zunour-thzun
, que resonaba con el pánico de los hombres y los chimps.
Sí, todos esperamos seguir viviendo pues nos quedan tantas cosas que saborear, ver o captar…
A Uthacalthing le hubiese gustado que la diplomacia no requiriera que los
tymbrimi
eligiesen como enviados a sus personajes más insípidos. Lo habían seleccionado como embajador, entre otras cosas, porque resultaba aburrido, al menos desde el punto de vista de los que estaban en su planeta.