Por más que lo amase, a Athaclena su padre siempre le había parecido un ser impenetrable. Sus razonamientos eran a menudo demasiado complicados para que ella pudiera comprenderlos; sus acciones, demasiado imprevisibles. Como el hecho de haber aceptado ese puesto, cuando hubiese podido conseguir otro más prestigioso sólo con pedirlo.
Y mandarla a las montañas con Robert… no era únicamente por «su seguridad», lo sabía bien. ¿Se trataba en realidad de que daba crédito a esos ridículos rumores sobre exóticas criaturas montañesas? Seguro que no.
Probablemente Uthacalthing le había sugerido aquella idea para distraerla de sus preocupaciones.
Entonces pensó en otro posible motivo.
¿Creía su padre que ella podría establecer un vínculo amoroso con un humano? Sus fosas nasales adquirieron el doble de su tamaño habitual ante tal pensamiento. Con suavidad, ordenando su corona para que sus sentimientos permaneciesen ocultos, se desasió de la mano de Robert y se sintió aliviada cuando éste no hizo nada por retenerla.
Athaclena se cruzó de brazos y tembló.
En su hogar, había realizado unas pocas tentativas de relacionarse con los muchachos, pero en la mayoría de casos fueron deberes impuestos por su rango. Antes de la muerte de su madre, esto había ocasionado un buen número de disputas familiares. Mathicluanna se desesperaba ante la actitud extrañamente reservada y solitaria de su hija. Pero, al menos, el padre de Athaclena no la había molestado para que hiciera más de lo que en realidad estaba preparada para hacer.
¿Hasta ahora, quizás?
Robert era en verdad atractivo y encantador. Con sus altos pómulos y los ojos agradablemente separados, era todo lo guapo que un humano podía aspirar a ser. Y, sin embargo, el hecho de estar pensando en esos términos la dejaba asombrada.
Sus zarcillos se crisparon. Sacudió la cabeza y borró un glifo aun antes de poder percatarse de que se hubiera formado. Éste era un tema que no deseaba considerar por ahora, menos incluso que la posibilidad de una guerra.
—La cascada es hermosa, Robert —afirmó en un ánglico muy cuidado—. Pero si nos quedamos aquí más tiempo, pronto estaremos completamente empapados.
—Ah, sí. —Él parecía regresar de una contemplación distante—. Vámonos, Clennie. Se adelantó con una breve sonrisa. Sus ondas de empatía humanas eran vagas y distantes.
El bosque pluvial se extendía en largos dedos entre las colinas, volviéndose más húmedo y denso a medida que ganaban altitud. Las pequeñas criaturas
garthianas
, tímidas y escasas en las tierras bajas, susurraban bromas entre la espesa vegetación, y a veces los desafiaban con chillidos descarados.
Pronto llegaron a la cima de una colina, en la que sobresalían unas piedras-aguijón, desnudas y grisáceas como las placas óseas de algunos de esos antiguos reptiles que Uthacalthing le había mostrado en un libro sobre la historia de la Tierra. Mientras se quitaban las mochilas para descansar, Robert dijo que nadie podía explicarse esas formaciones que coronaban muchas de las colinas que precedían a las Montañas de Mulun.
—Ni siquiera la sección de la Biblioteca en la Tierra tiene ninguna referencia —dijo mientras frotaba con la mano uno de los salientes monolitos—. Hemos solicitado una investigación de baja prioridad a la sección del distrito de Tanith. Quizá dentro de un siglo, o algo así, los ordenadores del Instituto de la Biblioteca puedan sacar a la luz un informe sobre una raza extinguida desde hace mucho tiempo que vivió aquí, y entonces tendremos la respuesta.
—Pero te gustaría que no fuera así —sugirió ella.
—Preferiría que siguiera siendo un misterio —dijo Robert encogiéndose de hombros—. Tal vez nosotros seamos los primeros en descubrirlo. —Miró las piedras con aire melancólico.
A muchos
tymbrimi
les ocurría lo mismo: preferían un buen misterio a cualquier hecho comprobado. No así Athaclena. Esa actitud, ese desdén hacia la Gran Biblioteca, le resultaban absurdos.
Sin la Biblioteca y los demás Institutos Galácticos, las razas que respiran oxígeno, predominantes en las Cinco Galaxias, hubieran caído en la confusión mucho tiempo atrás y terminado probablemente en una guerra salvaje y total.
Era cierto; la mayoría de clanes viajeros del espacio tenía una fe ciega en la Biblioteca. Y los Institutos sólo moderaban los altercados entre las líneas de tutores más mezquinos y vituperadores. La crisis actual era sólo la última en una serie que se remontaba a antes de que existiese ninguna de las actuales razas vivas.
Y, sin embargo, este planeta era un ejemplo de lo que podría pasar cuando fallara el control de la Tradición.
Athaclena escuchaba los sonidos del bosque. Protegiéndose los ojos de la luz, observó una multitud de pequeñas criaturas peludas que saltaban de rama en rama en dirección al sol de la tarde.
—Si lo miras de un modo superficial, puedes no darte cuenta siquiera de que éste fue un mundo que sufrió un holocausto —dijo en voz baja.
Robert había colocado las mochilas a la sombra de una piedra-aguijón y había empezado a cortar lonchas de salchichón de soja y pan para la merienda.
—Han pasado cincuenta mil años desde que los
bururalli
destrozaron Garth, Athaclena. Ése es un período de tiempo suficiente para que muchas especies animales supervivientes se hayan multiplicado y hayan podido adaptarse al medio ambiente. Supongo que habría que ser zoólogo para darse cuenta de lo limitada que es la lista de especies.
La corona de Athaclena había adquirido su máxima extensión, captando los débiles rastros de emoción del bosque que la rodeaba.
—Me he dado cuenta, Robert —dijo—. Puedo sentirlo. Esta vertiente está viva, pero está solitaria. No tiene nada de la complejidad vital que un mundo en estado salvaje debe tener. Y tampoco hay ninguna huella de Potencial.
Robert asintió, pero ella notó lo distante que estaba de todo desde el punto de vista humano, el holocausto bururalli había sucedido hacía mucho tiempo. En aquel entonces los
bururalli
también habían sido nuevos liberados del contrato que los ataba a los
nahalli
, la raza tutora que los había elevado a la sensitividad. Fue un tiempo especial para los
bururalli
ya que sólo cuando el nudo de obligaciones por fin se aflojó, pudo esa raza pupila establecer por sí misma colonias no supervisadas. Cuando llegó esa época, el Instituto Galáctico de Migración acababa de decidir que Garth, un planeta en barbecho, estaba preparado de nuevo para una ocupación limitada.
Como siempre, el Instituto esperaba que las formas de vida locales, en especial aquellas que algún día podrían desarrollar un Potencial de Elevación, fueran protegidas por los nuevos inquilinos.
Los
nahalli
se jactaban de haber convertido a los
bururalli
, un grupo de carnívoros presensitivos, en un clan de ciudadanos galácticos perfectos, responsables y merecedores de toda confianza.
Pero quedó claro que los
nahalli
se habían equivocado por completo.
—Bueno, ¿y qué puedes esperar de una raza que se vuelve totalmente loca y se dedica a aniquilar todo lo que se le pone por delante? —preguntó Robert—. Algo salió mal y los
bururalli
se convirtieron en feroces guerreros y destrozaron el mundo que se suponía que debían cuidar. No es extraño que no detectes ningún Potencial en un bosque
garthiano
, Athaclena. Sólo las pequeñas criaturas que pudieron hacer madrigueras y esconderse sobrevivieron a la locura de los
bururalli
. Los animales más grandes y más brillantes han desaparecido como las nieves del año pasado.
Athaclena parpadeó. Justo cuando creía tener ya un buen dominio del ánglico, Robert le salía otra vez con esa afición humana a las metáforas. A diferencia de los símiles, que comparan dos objetos, las metáforas parecen afirmar, contra toda lógica, que dos cosas distintas ¡son iguales! Ningún otro lenguaje galáctico permitía tales absurdos.
Por lo general, solía apañárselas con aquellas extrañas yuxtaposiciones lingüísticas, pero ésta la había dejado confundida. Sobre su ondulante corona se formó brevemente el glifo
teev'nus
, que simboliza lo confuso de la comunicación.
—Sólo he oído breves relatos de esa era. ¿Qué les ocurrió después a los asesinos
bururalli
?
—Ah. —Robert se encogió de hombros—. Un siglo o más después de iniciado el holocausto se dejaron caer por aquí los agentes de los Institutos de Elevación y Migración. Naturalmente, los inspectores quedaron horrorizados.
»Encontraron a los
bururalli
pervertidos casi hasta el límite de lo irreconocible, vagabundeando por el planeta y cazando todo lo que se les ponía a tiro. Por aquel entonces habían abandonado las horribles armas tecnológicas con las que habían empezado y estaban utilizando de nuevo los dientes y las garras. Supongo que por eso sobrevivieron algunos de los animales más pequeños.
»Los desastres ecológicos no son tan infrecuentes como el Instituto quiere hacer creer, pero éste fue un escándalo de gran magnitud. Se produjo una conmoción a lo largo y ancho de toda la galaxia. Los clanes más importantes enviaron naves de guerra bajo un mando unificado y pronto los
bururalli
dejaron de existir.
—Supongo que sus tutores, los
nahalli
, fueron castigados —comentó Athaclena después de un leve asentimiento.
—Claro. Perdieron su estatus y ahora son pupilos de otra raza; fue el precio de su negligencia. Nos han contado esta historia en la escuela muchas veces.
Cuando Robert volvió a ofrecerle salchichón, ella negó con la cabeza. Su apetito se había desvanecido.
—Así que los humanos habéis heredado otro mundo en recuperación.
—Sí —dijo Robert guardando la merienda—. Como somos tutores de dos pupilos, se nos ha de permitir el derecho a las colonias, pero los Institutos nos dan más que nada los despojos de los desastres de otras gentes. Tenemos que trabajar muy duro para que el ecosistema de Garth se restablezca pero, en realidad, Garth es muy bonito comparado con otros lugares. Tendrías que ver Deemi y Horst, en el cúmulo globular de Canaan.
—He oído hablar de ello —comentó Athaclena temblando—. Me parece que no me gustaría ver nunca…
Se detuvo a media frase.
Me parece que no…
Sus párpados se agitaron al tiempo que miraba a su alrededor sintiéndose de repente confundida.
¡Thu'un dun!
Su pelo se extendió hacia afuera. Athaclena se puso en pie muy deprisa y anduvo, en semitrance, hacia donde las altísimas piedras aguijón dominaban las brumosas cimas del espeso bosque.
—¿Qué ocurre? —Robert se acercó por detrás.
—Siento algo —dijo ella en voz baja.
—Uf, no me extraña en absoluto. Con ese sistema nervioso que tenéis los
tymbrimi
, y en especial por el modo en que has estado alterando tu cuerpo para complacerme no es raro que captes la estática.
—¡No lo he hecho sólo para complacerte —Athaclena meneó la cabeza negativamente—, arrogante macho humano! Y ya te pedí antes con toda amabilidad que fueses más cuidadoso con tus horribles metáforas. ¡La corona de un
tymbrimi
no es una radio! —hizo un gesto con la mano—. Y ahora, por favor, calla un momento.
Robert permaneció en silencio. Athaclena se concentró, intentando captar de nuevo.
Puede que una corona no recoja la estática como una radio, pero es susceptible de sufrir interferencias. Estuvo buscando el aura que había sentido durante un breve instante, pero fue imposible. El torpe e impaciente flujo de empatía de Robert lo había estropeado todo.
—¿Qué era, Clennie? —le preguntó con suavidad.
—No lo sé, algo no muy distante, hacia el sudeste. Parecían hombres y neochimpancés, pero también había algo más.
—Bueno —Robert frunció el ceño—, supongo que debía de ser una de las estaciones de control ecológico. Y además, en toda esta zona existen feudos francos, sobre todo en lo alto, donde abundan los latifundios.
—¡Robert, siento el Potencial! —ella se volvió bruscamente—. ¡En el momento de claridad más breve, he tocado las emociones de un ser presensitivo!
—¿Qué quieres decir? —los sentimientos de Robert se tornaron de repente oscuros y turbulentos, pero su cara estaba impasible.
—Antes de que tú y yo saliéramos hacia las montañas, mi padre me contó algo. En aquel momento le presté muy poca atención. Parecía imposible, como esos cuentos para niños que los autores humanos escriben para que los
tymbrimi
tengamos extraños sueños.
—La gente de tu raza los compra en cantidad —interpuso Robert—. Novelas, películas viejas, seriales, poemas…
—Uthacalthing mencionó historias —prosiguió Athaclena ignorando el comentario— de una criatura de este planeta, un nativo con un alto Potencial… que se supone que ha sobrevivido al holocausto bururalli —la corona de Athaclena se rizó en un glifo extraño para ell\1…
syullf-tha
, la alegría del misterio resuelto—. Me pregunto, ¿pueden ser verdad tales leyendas?
¿Centelleó en el humor de Robert un amago de alivio? Athaclena sintió que su tosco pero efectivo escudo emocional se volvía opaco.
—Hummm, sí, existe una leyenda —dijo—. Una simple historia contada por lobeznos. Apenas podría ser de interés para un refinado galáctico, supongo.
Athaclena lo miró con atención y tocó su brazo, acariciándolo con suavidad.
—¿Vas a hacerme esperar mientras tú retrasas la explicación de este misterio con impresionantes pausas? ¿O quieres ahorrarte unos cuantos golpes y contármelo de inmediato?
—Bueno, ya que eres tan persuasiva. —Robert rió—. Es posible que hayas captado la emisión de empatía de un
garthiano
.
—¡Ése es el nombre que mi padre utilizó! —los inmensos ojos moteados de oro de Athaclena parpadearon.
—Ah, entonces es que Uthacalthing ha oído las viejas historias de los cazadores de los feudos… Imagina cómo son esos cuentos cien años después de la llegada de los terrestres. Además, se dice que un gran animal se las apañó para escapar de los
bururalli
gracias a su fiereza, su ingenio y una gran cantidad de Potencial. Los hombres de las montañas y los chimps cuentan que se producen robos en las trampas y en la colada de los tendederos, y que hay extrañas marcas en acantilados inaccesibles. Seguro que son tonterías —Robert sonrió—, pero recuerdo que mi madre me contó esas leyendas cuando fui destinado a venir aquí. Así que pensé que merecería la pena traer conmigo a una
tymbrimi
para ver si ella podía detectar a un
garthiano
con su red de empatía.