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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (7 page)

BOOK: La rebelión de los pupilos
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—Señora Coordinadora, ya ha empezado. —El comandante de la milicia, de rostro grisáceo, sacó un documento de su valija de mensajes y se lo tendió.

Uthacalthing admiró la serenidad de Megan Oneagle cuando tomó el fino papel que le ofrecían. Su expresión no mostraba en absoluto la consternación que debía sentir al enterarse de que los peores temores se habían confirmado.

—Gracias, coronel Maiven —dijo.

Uthacalthing no pudo evitar advertir cómo los tensos oficiales más jóvenes lo miraban tratando de averiguar cómo se tomaba las noticias el embajador
tymbrimi
. Permaneció con expresión impasible, tal como corresponde a un miembro del cuerpo diplomático. Pero los extremos de su corona temblaban de modo involuntario ante la tensión que los mensajeros habían llevado al invernáculo.

Desde allí, una larga hilera de ventanas ofrecía una espléndida vista del Valle del Sind, agradablemente tachonada de granjas y plantaciones de árboles tanto nativos como terrestres. Era un paisaje encantador, lleno de paz. Sólo la Gran Infinidad sabía lo que aquella paz iba a durar y en los presentes momentos, Ifni no confiaba sus planes a Uthacalthing.

—¿Tienen alguna idea acerca de quién es el enemigo? —preguntó la Coordinadora Planetaria Oneagle después de examinar el informe unos instantes.

—En realidad no, señora —respondió el coronel Maiven moviendo negativamente la cabeza—. Pero las flotas están cada vez más cerca y esperamos proceder a su identificación en breve.

A pesar de la gravedad del momento, Uthacalthing no pudo evitar verse de nuevo intrigado por el curiosamente arcaico dialecto que los humanos usaban aquí, en Garth. En todas las otras colonias de la Tierra que había visitado, el ánglico había incorporado un popurrí de palabras que había tomado prestadas de las lenguas galáctico Siete, Dos y Diez. Aquí, sin embargo, el lenguaje común no tenía diferencias apreciables con el que se hablaba cuando Garth fue cedida a los humanos y a sus pupilos, hacía dos generaciones.

Qué criaturas tan deliciosas y sorprendentes
, pensó. Sólo aquí uno puede oír formas tan puras y antiguas como «señora» para dirigirse a una líder femenina. En otros mundos ocupados por los terrestres, los funcionarios se dirigían a sus superiores con el término neutro «ser», cualquiera que fuera su sexo.

Pero había también en Garth otras cosas peculiares. En los meses transcurridos desde su llegada, Uthacalthing había convertido en un pasatiempo privado el escuchar todas las historias misteriosas, todos los cuentos extraños traídos de las tierras salvajes por los granjeros, los cazadores de pieles y los miembros del Servicio de Recuperación Ecológica. Existían rumores, rumores de cosas raras que ocurrían en lo alto de las montañas.

Por supuesto, la mayoría eran cuentos. Habladurías y exageraciones. El tipo de cosas que pueden esperarse de los lobeznos que viven al borde de las tierras baldías. Y, sin embargo, habían hecho brotar en él una idea.

Uthacalthing escuchó con atención a los oficiales que informaron por turno. Pero al final se produjo una larga pausa: el silencio de unas personas valientes que compartían el sentido común de su destino. Sólo entonces se aventuró a hablar con voz pausada:

—Coronel Maiven ¿está seguro de que lo que el enemigo persigue es aislar a Garth?

—Señor embajador —el canciller de defensa hizo una reverencia ante Uthalcalthing—, sabemos que el hiperespacio está siendo minado por cruceros enemigos a una proximidad de seis millones de pseudometros y al menos en cuatro de los niveles principales.

—¿Incluido el nivel-D?

—Sí, ser. Eso, por supuesto, significa que no nos atrevemos a mandar ninguna de nuestras naves de armamento ligero a cualquiera de los pocos hipercaminos disponibles, aun en el caso de que pudiéramos prescindir de alguna de ellas para la batalla. Y eso también significa que quien intente entrar en el sistema de Garth ha de estar muy decidido a ello.

Uthacalthing estaba impresionado.
Han minado el nivel-D. No creía que se molestasen en hacerlo. En verdad no quieren que nadie interfiera en esta operación
.

Esto suponía un coste y unos esfuerzos sustanciales. Alguien estaba dilapidando en esta operación.

—La cuestión es discutible. —La Coordinadora Planetaria miraba por la ventana hacia las ondulantes praderas, sus granjas y estaciones de estudio del medio ambiente. Justo debajo de la ventana, un chimp jardinero montado en un tractor cuidaba del amplio campo de césped importado de la Tierra, que rodeaba la residencia del gobierno—. La última nave correo —dijo dirigiéndose a los demás— trajo órdenes del Concejo de Terragens. Tenemos que defendernos lo mejor que podamos, por nuestro honor y por la Historia. Pero, además de todo ello, lo único que podemos esperar es mantener algún tipo de resistencia clandestina hasta que nos llegue ayuda del exterior.

El yo profundo de Uthacalthing casi rió en voz alta ya que, en aquel momento, todos los humanos de la habitación intentaban con todas sus fuerzas no mirarlo. El coronel Maiven se aclaró la garganta y examinó su informe. Sus oficiales contemplaban las brillantes y floridas plantas. Y sin embargo, lo que estaban pensando resultaba obvio.

De los pocos clanes galácticos con los que la Tierra podía contar como amigos, sólo los
tymbrimi
tenían el potencial militar para prestar ayuda en la crisis. Los humanos tenían confianza en que los
tymbrimi
no abandonarían a los hombres y a sus pupilos.

Y eso era bien cierto. Uthacalthing sabía que los aliados iban a afrontar juntos esta crisis. Pero también resultaba claro que el pequeño Garth estaba muy alejado y, en aquellos momentos, los mundos nativos tenían la máxima prioridad.

No importa
, pensó Uthacalthing.
Los mejores medios para lograr un fin no son siempre los más directos.

Uthacalthing no rió en voz alta a pesar de las ganas que tenía de hacerlo, ya que eso desanimaría a esa pobre y apenada gente. En el transcurso de su vida diplomática había conocido a algunos terrestres que poseían un don natural para el mejor tipo de bromas; algunos incluso podían equipararse a los
tymbrimi
. Y sin embargo, la mayoría de ellos eran tipos terriblemente sobrios, austeros. Muchos intentaban con todas sus fuerzas permanecer serios en momentos en los que sólo el humor podía ayudarles a superar sus problemas.

Uthacalthing se preguntó:

Como diplomático, me han enseñado a controlar cada palabra, para que la inclinación de nuestro clan a las bromas no nos costase serios incidentes. Pero ¿ha sido esto inteligente? Mi propia hija ha heredado esta costumbre mía… esta máscara de seriedad. Tal vez sea por eso que se ha convertido en una criatura tan seria y extraña.

Pensar en Athaclena le hizo desear no tomarse la situación en serio. De otro modo, podía tomárselo a la manera humana y considerar el peligro en que ella se encontraba. Sabía que Megan se preocupaba por su hijo.

Subestima a Robert
, pensó Uthacalthing.
Tendría que conocer mejor el potencial del muchacho.

—Estimadas damas y caballeros —dijo, saboreando los arcaísmos. Divertido, sus ojos se separaron un poco—. Podemos esperar que los fanáticos lleguen dentro de pocos días. Ya han trazado planes para ofrecer toda la resistencia que sus escasos recursos les permitan. Esos planes cumplirán su función.

—¿Y sin embargo? —Fue Megan Oneagle quien hizo la pregunta, con una ceja arqueada sobre sus ojos castaños, situados a suficiente distancia como para resultar atractivos en el sentido
tymbrimi
clásico.

Ella sabe igual que yo que se necesita mucho más. Si Robert tiene la mitad de inteligencia que su madre, no me preocuparé por Athaclena, mientras vaga en los oscuros bosques de este triste y baldío mundo.

—Sin embargo —repitió, haciendo temblar su corona—, se me ocurre que ahora sería un buen momento para consultar la sección de la Biblioteca.

Uthacalthing notó que los había decepcionado. ¡Criaturas asombrosas! El escepticismo
tymbrimi
hacia la cultura galáctica moderna nunca había llegado tan lejos como el sincero desdén que muchos humanos sentían por la Gran Biblioteca.

Lobeznos.
Uthacalthing suspiró para sus adentros. En el espacio superior de su cabeza formó el glifo llamado
syullf-tha
, la anticipación de un misterio casi demasiado complicado para ser resuelto. El espectro se revolvió, expectante, invisible para los humanos, aunque por un momento la atención de Megan se dirigió hacia él como si estuviese a punto de notar alguna cosa.

¡Pobres Lobeznos! A pesar de todos sus fallos, es en la Biblioteca donde comienzan y terminan todas las cosas. Siempre, en algún lugar de ese tesoro de conocimientos, puede hallarse una piedra preciosa de sabiduría y una solución. Hasta que no aprendáis esto, amigos míos, un inconveniente tan pequeño como unas flotas enemigas seguirá arruinando maravillosas mañanas de primavera como ésta.

Capítulo
7
ATHACLENA

Robert se abría camino unos pocos metros delante de ella, utilizando un machete para cortar las ramas que, de vez en cuando, obstruían el estrecho sendero. Los brillantes rayos del sol, Gimelhai, se filtraban a través del follaje del bosque, y el aire primaveral era cálido.

Athaclena se sentía a gusto por el paso tranquilo que llevaban. Habiendo distribuido su peso de una forma distinta de la acostumbrada, caminar era ya de por sí una aventura. Athaclena se preguntaba cómo podían soportar las mujeres humanas tener la mayor parte de su vida unas caderas tan anchas. Tal vez era el sacrificio que debían pagar por tener niños de cabeza grande, en lugar de dar a luz un tiempo antes y, de un modo sensato, guardar al niño en una bolsa postparto.

Este experimento, cambiar sutilmente la forma de su cuerpo para parecerse más a una humana, era uno de los aspectos más fascinantes de su visita a una colonia de la Tierra. En verdad no hubiese podido pasar tan inadvertida entre los habitantes de un mundo de reptiloides, como los
soro
, o de criaturas anulares, como los
jofur
.

Y con este proceso había aprendido mucho más sobre control fisiológico de lo que los profesores habían podido enseñarle en sus años de escuela.

No obstante, los inconvenientes eran considerables, y pensó dar por finalizado el experimento.

Oh, Ifni
. En los extremos de sus zarcillos danzó un glifo de frustración.
Llegado este punto, volver atrás no compensaría tal esfuerzo.

Había, sin embargo, límites para lo que la siempre adaptable fisiología
tymbrimi
podía conseguir. Someterse a muchas alteraciones en un breve espacio de tiempo podía acarrear el riesgo de una combustión excesiva de enzimas.

De todos modos, resultaba halagador captar los conflictos que tomaban forma en la mente de Robert.
¿Se siente atraído por mí?
, se preguntó Athaclena. Un año antes la misma idea le hubiera chocado. Incluso los chicos
tymbrimi
la ponían nerviosa, ¡y Robert era un alienígena!

Ahora, sin embargo, por alguna razón, sentía más curiosidad que repulsión.

Había algo casi hipnótico en el balanceo uniforme de la mochila que llevaba a la espalda, en el ritmo de sus suaves botas en el duro camino, y en el calentamiento de los músculos de las piernas, acostumbrados durante tanto tiempo a las calles de la ciudad. Aquí, en las altitudes medias, el aire era cálido y húmedo. Transportaba miles de preciosos aromas, oxígeno, humus en descomposición, y el olor rancio del sudor humano.

Mientras Athaclena iba en pos de su guía por un sendero con precipicios a ambos lados, se oyó en la distancia un sordo retumbo frente a ellos. Parecía el ruido de unos motores grandes, o tal vez el de una planta industrial. El ruido desaparecía y volvía a aparecer cada vez que doblaban un recodo del camino, más fuerte a medida que se acercaban a su misteriosa fuente de origen. Al parecer, Robert gozaba con la sorpresa y Athaclena se tragó su curiosidad y no hizo pregunta alguna.

Pero al fin, Robert se detuvo y esperó en una curva del sendero. Cerró los ojos, concentrándose, y Athaclena creyó percibir durante sólo un instante los centelleantes amagos de un glifo de emoción. En lugar de una verdadera acción de captar, lo que le llegó a la mente fue una imagen visual, una alta y ruidosa fuente pintada con unos chillones y desenfrenados verdes y azules.

En realidad está mejorando mucho
, pensó Athaclena. Luego se reunió con él en el recodo del camino y suspiró por lo bajo, sorprendida.

Gotitas, trillones de pequeñas lentes líquidas, centelleaban a través de los rayos de sol que penetraban en el espeso bosque. El ruido sordo que los había acompañado durante una hora se había convertido en un estrépito atronador que hacía temblar las ramas de los árboles a izquierda y a derecha, retumbando a través de las piedras y de sus propios huesos. Allí delante, una gran catarata caía sobre piedras de lisa superficie, precipitándose en forma de espuma y salpicaduras en un cañón formado a lo largo de tenaces años.

La catarata era un derroche de naturaleza que saltaba de un modo más exuberante que el más atrevido equilibrista humano, más orgullosa que cualquier poeta sensitivo.

Era demasiado para ser absorbido sólo con los ojos y los oídos, y los zarcillos de Athaclena empezaron a ondularse buscando, captando, uno de esos momentos de los que hablaban los
tymbrimi
formadores de glifos… esos momentos en que un mundo parece entrar en la mezcla de empatía reservada sólo a los seres vivos. En un instante comprendió que el antiguo Garth, herido y maltratado, aún podía cantar.

Robert sonrió. Athaclena buscó sus ojos y le devolvió la sonrisa. Sus manos se encontraron y se unieron.

Durante un largo y silencioso instante permanecieron juntos, contemplando el resplandor de los arco iris en el fluir percutiente de la naturaleza.

Por extraño que parezca, este espectáculo sólo consiguió entristecer a Athaclena y hacerla lamentarse de haber visitado ese mundo. No hubiera querido descubrir belleza en él. Eso le hacía parecer aún más trágico el destino del pequeño planeta.

¿Cuántas veces había deseado que Uthacalthing no aceptase ese puesto? Pero los deseos pocas veces se cumplen.

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