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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (13 page)

Ese horrible delfín…

Desde aquel día nunca le había confiado a nadie lo que vio en el cetáceo proyectado. Ni a su madre, ni siquiera a su padre, le había contado jamás la verdad… que había sentido un glifo en la profundidad de ese holograma proyectado, uno que surgía del propio Sustruk, el poeta de los
tytlal
.

Para todos los presentes aquello fue una gran broma, un magnífico engaño jocoso. Creían saber por qué los
tytlal
habían elegido a la raza más joven de la Tierra como Consorte de Etapa: para honrar al clan con una broma inmensa e inocente. Al elegir a los delfines, parecían querer decir que no necesitaban ningún protector, que amaban y honraban a sus tutores
tymbrimi
sin reserva alguna. Y al seleccionar a los segundos pupilos de los humanos, habían dado un buen pellizco a esas pedantes y antiguas razas galácticas que desaprobaban tanto la amistad entre los
tymbrimi
y los lobeznos. Fue un buen gesto. Delicioso.

¿Había sido, pues, Athaclena, la única en ver la profunda verdad? ¿Lo había sólo imaginado? Muchos años más tarde, en un planeta distante, Athaclena todavía temblaba al recordar ese día.

¿Había sido la única que capto el tercer armónico de Sustruk de risa, pena y confusión? El poeta-inspirador murió apenas unos días después del episodio, y se llevó consigo el secreto a la tumba.

Sólo Athaclena pareció sentir que la Ceremonia no había sido una broma, que la imagen de Sustruk no procedía de sus pensamientos sino del mismo Tiempo. Los
tytlal
habían elegido a sus protectores y la elección fue hecha con desesperada seriedad.

Ahora, unos cuantos años más tarde, las Cinco Galaxias se hallaban conmocionadas por cierto descubrimiento realizado por una oscura raza pupila, la más joven de todas ellas. Los delfines.

Oh, humanos
, pensó mientras seguía a Robert en el ascenso a las Montañas de Mulun.
¿Qué habéis hecho?

No, ésa no era la pregunta correcta.

¿En qué estáis planeando convertiros?

Esa tarde los dos caminantes encontraron un escarpado campo cubierto de placas de hiedra. Un llano de plantas brillantes y espesa vegetación cubría la vertiente sudeste del cerro, como la superposición de escamas verdes de una gran bestia adormecida. El sendero que subía a las montañas estaba bloqueado.

—Apuesto a que estás pensando cómo vamos a poder cruzar todo esto y llegar al otro lado —dijo Robert.

—Esa vertiente parece traicionera —aventuró Athaclena—. Y se extiende a una gran distancia en ambas direcciones. Supongo que tendremos que rodearla.

En las márgenes de la mente de Robert había algo que le decía que eso era imposible.

—Estas plantas son fascinantes —dijo agachándose junto a una de las placas, parecida a un bol invertido en forma de coraza con casi dos metros de ancho. La agarró por el extremo y tiró de ella hacia atrás con fuerza. La placa se separó un poco de la compacta superficie y Athaclena pudo ver una dura y elástica raíz en su parte central.

Se acercó para ayudarle a arrancarla, preguntándose que tendría él en mente.

—La colonia echa brotes de una nueva generación de capas de éstas cada pocas semanas y cada capa se superpone a la anterior —explicó Robert gruñendo al tiempo que tiraba de la tensa y fibrosa raíz—. A finales de otoño, las últimas capas florecen y se vuelven finas como el papel. Se rompen y aprovechan los fuertes vientos del invierno para navegar por el cielo, millones de ellas. Es todo un espectáculo, créeme; esos cometas con los colores del arco iris flotando bajo las nubes, aunque sean un peligro para las naves voladoras.

—¿Son, pues, semillas? —preguntó Athaclena.

—Bueno, en realidad son transportadores de esporas. Y la mayoría de vanas que se posan en el suelo del Sind en invierno son estériles. Al parecer la hiedra en placas dependía de una criatura polinizadora que se extinguió durante el holocausto bururalli. Otro problema más con que deben enfrentarse los equipos de recuperación ecológica. —Robert se encogió de hombros—. Sin embargo, ahora en primavera, estas capas tempranas son rígidas y fuertes. Nos costará bastante esfuerzo arrancar una.

Robert sacó el cuchillo y lo pasó por debajo para cortar las flexibles fibras que sujetaban la placa. Las hebras se separaron de repente, aflojando su tensión y mandando a Athaclena hacia atrás con la voluminosa placa sobre ella.

—Uf, lo siento, Clennie. —Athaclena notó que Robert intentaba no reírse mientras le ayudaba a salir de debajo de aquel peso.
Como si fuera un niño
, pensó—. ¿Estás bien?

—Sí —respondió con rigidez, sacudiéndose el polvo de la ropa. Vuelta del revés, el lado interior y cóncavo de la placa parecía una taza con un grueso tallo central de fibras desgarradas y pegajosas.

—Bueno, entonces ¿por qué no me ayudas a llevarla hacia ese banco de arena junto a aquel desnivel?

El campo de hiedra en placas se extendía alrededor de la cima del cerro bordeándolo por tres lados. Juntos levantaron la placa suelta y la llevaron hacia donde comenzaba el brusco descenso, dejándola en el suelo con la cara interna hacia arriba.

Robert se dispuso a arreglar el rasgado interior de la placa. Al cabo de unos minutos retrocedió unos pasos y examinó su trabajo.

—Así funcionará. —La tocó ligeramente con el pie—. Tu padre quería que te enseñara todo lo que pudiese respecto a Garth. En mi opinión, tus conocimientos no serían completos si no te enseñase cómo montar sobre una placa de hiedra.

—Quieres decir que… —Athaclena recorrió con los ojos la placa y luego las capas de lisos guijarros—. No estarás hablando en broma… —Pero Robert estaba ya cargando su equipo en el interior del recipiente.

—Si quieres, podemos retroceder un par de millas y buscar un camino que rodee todo esto —dijo Robert mirándola de soslayo.

—Estás hablando en serio —suspiró Athaclena. Ya era muy pesado que sus padres y los amigos de su tierra la creyesen tímida, pero ahora, para colmo, no podía rechazar el reto de este humano—. Muy bien, Robert, enséñame cómo se hace.

Robert se metió dentro de la placa y verificó su estabilidad. Luego le hizo una seña para que se reuniese con él. Athaclena entró en aquel objeto que se balanceaba y se sentó donde Robert le indicaba, delante de él, con una rodilla a cada lado del tocón central.

Fue entonces cuando, con la corona temblando de nerviosa agitación, ocurrió de nuevo. Athaclena sintió algo que la hizo agarrarse convulsivamente a los gomosos lados de la placa haciendo que ésta oscilase.

—Eh, ten cuidado. ¡Casi nos tiras!

Athaclena lo cogió del brazo mientras examinaba el valle que se extendía a sus pies. Alrededor de su rostro chisporroteaba un haz de finos zarcillos.

—Lo he captado de nuevo. Ahí abajo, Robert. ¡En alguna parte del bosque!

—¿Qué? ¿Qué es lo que está ahí abajo?

—La entidad que capté antes. Lo que no era ni un humano ni un chimpancé. Era un poco parecido, pero distinto. ¡Y emana Potencial!

—¿Dónde? ¿Puedes señalar el lugar? —preguntó Robert, protegiéndose los ojos de la luz.

Athaclena se concentró. Intentaba localizar el tenue toque de emociones.

—Se ha… ido —suspiró finalmente.

—¿Estás segura de que no era un chimpancé? —Robert irradiaba nerviosismo—. En estas colinas hay muchos, y también cazadores y trabajadores forestales.

Athaclena formó un glifo
palanq
. Luego, recordando que Robert no era capaz de notar esa reluciente esencia de frustración, se encogió de hombros para indicar aproximadamente lo mismo.

—No, Robert. He conocido a muchos neochimpancés ¿no te acuerdas? El ser que he sentido era diferente. Y por un lado puedo jurar que no era del todo sensitivo y por otro, que tenía un sentimiento de tristeza, de poder sumergido… ¿Podría tratarse de un
garthiano
? —preguntó a Robert, súbitamente excitada—. ¡Oh, démonos prisa! Tal vez podamos acercarnos más. —Se situó junto al eje central y miró a Robert expectante.

—La famosa adaptabilidad
tymbrimi
—suspiró Robert—. Ahora, de repente, estás ansiosa por marcharte. Y mientras, yo esperando impresionarte y animarte con un paseo fuera de serie.

Chicos
, pensó ella otra vez, sacudiendo la cabeza vigorosamente.
¿Cómo es posible que piensen así, aunque sea en broma?

—Deja de tornarme el pelo y vámonos —le instó Athaclena.

Se acomodó dentro de la placa, detrás de ella. Athaclena se agarraba firmemente a las rodillas de Robert. Los zarcillos ondulaban en la cara de éste, pero no se quejó.

—Bueno, ahí vamos.

Athaclena se sintió envuelta por el mohoso olor humano cuando Robert impulsó la placa y empezaron a deslizarse hacia adelante.

Los recuerdos volvieron a Robert mientras el trineo de fabricación propia aceleraba, saltaba y botaba sobre las resbaladizas y convexas placas de hiedra. Athaclena se asía con fuerza a sus rodillas y reía cada vez más alto, con una risa más parecida al tañido de una campana que a la de una muchacha terrestre. También Robert gritaba y reía, sujetando a Athaclena al tiempo que se inclinaba hacia un lado y hacia otro para guiar el trineo que saltaba enloquecido.

La última vez que hice esto debía de tener once años.

A cada sacudida y a cada salto su corazón latía con fuerza. ¡Ni siquiera las atracciones de gravedad de un parque de recreo eran como esto! Athaclena soltó un grito de alborozo cuando volaron por el aire y aterrizaron de nuevo con un rebote elástico. Su corona era una tormenta de zarcillos plateados que parecía chisporrotear de excitación.

Sólo espero recordar cómo controlar correctamente esta cosa.

Tal vez fue su falta de entrenamiento. O tal vez la presencia de Athaclena que lo distraía, pero el caso es que Robert reaccionó un poco tarde cuando un tronco de casi-roble, un residuo del bosque que antaño había ocupado esta vertiente, se cruzó de repente en su camino.

Athaclena reía complacida mientras Robert se inclinaba con fuerza hacia la izquierda, haciendo virar disparatadamente su rudimentario vehículo. Cuando notó el repentino cambio de humor en él, el vehículo ya estaba fuera de control, dando tumbos y chocando con algo que no habían visto. El impacto los sacudió con brusquedad, y todo lo que contenía el trineo salió despedido.

En aquel momento, la suerte y los instintos
tymbrimi
estuvieron de parte de Athaclena. Se produjeron hormonas de tensión y sus reflejos le hicieron esconder la cabeza y rodar como una bola. Con el impacto, su cuerpo se convirtió en otro trineo que saltaba y botaba sobre las placas como si fuera una pelota elástica.

Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Unos puños gigantes la golpeaban y la hacían dar tumbos. Sus oídos parecían llenos de un gran rugido y su corona resplandecía mientras que su cuerpo no dejaba de girar y caer, una y otra vez.

Por último, el recorrido de Athaclena llegó a su fin.

Todavía enroscada, protegiéndose la cabeza, terminó junto al bosque del valle. Al principio sólo pudo permanecer allí tumbada, sin moverse, mientras sus enzimas
gheer
le hacían pagar el precio por sus rápidos reflejos. La respiración surgía entrecortada y temblorosa, sus riñones inferiores y superiores palpitaban, luchando contra la repentina sobrecarga enzimática.

Y sentía dolor. Le era difícil localizarlo. Al parecer, sólo había recibido unos cuantos golpes y arañazos.

¿Entonces?

La percepción le llegó de repente, mientras se desenroscaba y abría los ojos. El dolor provenía de Robert.

¡Su guía terrestre emitía cegadoras oleadas de agonía!

Se puso de pie cautelosamente, todavía aturdida por el impacto, y se protegió los ojos con la mano para inspeccionar la brillante ladera de la colina. No veía al humano, así que lo buscó con su corona. El duro flujo de dolor la llevó tropezando con torpeza por encima de las relucientes placas hasta las cercanías del trineo, que había quedado en posición vertical.

Las piernas de Robert pataleaban débilmente bajo una capa de hiedra en placas. El esfuerzo por librarse de ellas culminó en un grave y apagado lamento. Una brillante cascada de
agones
calientes pareció alojarse en la corona de Athaclena.

—¿Robert, estás atrapado por algo? —preguntó, arrodillándose a su lado—. ¿Puedes respirar?

¡Qué estupidez
, pensó,
preguntarle varias cosas a la vez cuando el humano apenas estaba consciente! Tengo que hacer algo.

Athaclena sacó su calzador láser de la parte superior de su bota y acometió la hiedra en placas, desviando la vista de Robert, cortando tocones y gruñendo al tiempo que iba levantando las capas una a una.

Unas ramas fibrosas y húmedas permanecían enredadas en la cabeza y los brazos del hombre, clavándolo en la maleza.

—Robert, voy a cortar junto a tu cabeza. ¡No te muevas!

Robert se quejó con palabras incomprensibles. Tenía el brazo derecho muy contusionado y en su entorno flotaba tanto dolor que ella tuvo que replegar la corona para evitar desmayarse debido a la sobrecarga. Se suponía que los alienígenas no se comunicaban de un modo tan intenso con los
tymbrimi
. Al menos, ella nunca creyó que fuera posible.

Robert jadeó mientras ella levantaba la última capa reseca que le cubría el rostro. Tenía los ojos cerrados y movía los labios como si hablase consigo mismo, en silencio.
¿Qué está haciendo ahora?

La muchacha notó las insinuaciones de algún rito-humano-de-disciplina. Tenía algo que ver con los números y con el contar. Tal vez era esa técnica de autohipnosis que todos los humanos aprendían en la escuela. Si bien era primitiva, parecía estar ayudando a Robert.

—Ahora voy a cortar las raíces que te atrapan el brazo —le dijo.

Él bajó la cabeza en señal de asentimiento.

—Date prisa, Clennie. Nunca… nunca… había tenido que contrarrestar tanto dolor. —Soltó un suspiro tembloroso mientras la última raíz se partía. Su brazo quedó libre, desplomándose. Lo tenía roto.

¿Y ahora qué?
Athaclena estaba preocupada. Siempre había sido peligroso intervenir en el miembro roto de un individuo de raza alienígena. Una parte del problema era la falta de preparación. Los instintos de socorro más básicos podían resultar equivocados al tratar de ayudar a alguien de otra especie.

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