—¿Y qué…? —Uthacalthing se detuvo de repente. Sus zarcillos se ondularon y se volvió para mirar hacia el mar. Del territorio situado al otro lado de la bahía surgió una estela de luz que se dirigía hacia el cielo en dirección este. Uthacalthing se protegió los ojos del sol con la mano, pero no perdió tiempo envidiando la visión de los terrestres. La reluciente ascua llegaba hasta las nubes, dejando una especie de estela que sólo él podía detectar.
Era el brillo de una partida gozosa, que surgió y se desvaneció en pocos segundos, difuminándose en la blanca y tenue estela de vapor.
Oth'thushutn, su ayudante, secretario y amigo, volaba en su nave a través del corazón de la batalla que rodeaba a Garth. ¿Y quién podía negarlo? Su aparato de fabricación
tymbrimi
estaba construido de un modo especial. Tal vez consiguiera su objetivo.
Eso ya no era asunto de Oth'thushutn, desde luego. Lo que él tenía que hacer era simplemente intentarlo.
Uthacalthing se inclinó hacia adelante para captar mejor. Sí, algo se desprendía de aquella explosión de luz.
Un centelleante legado. Recogió el glifo final de Oth'thushutn y lo guardó en un lugar querido, por si alguna vez debía repetirlo en su hogar a los seres amados del valiente
tym
.
Ahora no quedaban en Garth más que dos
tymbrimi
, y Athaclena estaba en el lugar más seguro que pudo proporcionarle. Era tiempo de que Uthacalthing se ocupase de su propio destino.
—
…para rescatar a esas inocentes criaturas del Retroceso que están sufriendo a manos de esos lobeznos y criminales…
—¿Y qué pasa contigo, Jo-Jo? —preguntó, dirigiéndose al pequeño chimp, su último ayudante—. ¿Tú también quieres que te asigne una tarea?
Jo-Jo manipuló con torpeza las teclas de su visor.
SÍ, POR FAVOR.
AYUDARLE ES TODO LO QUE PIDO
Uthalcalthing sonrió. Tenía que darse prisa para reunirse con Kault. En aquellos momentos el embajador thenanio ya debía estar frenético, paseando arriba y abajo junto a la chalupa de Uthacalthing. Pero ese tipo podía esperar unos minutos más.
—Sí —le dijo a Jo-Jo—. Me parece que hay algo que puedes hacer por mí. ¿Crees que sabrás guardar un secreto?
El pequeño «inútil» genético asintió vigorosamente, con sus ojos castaño claro llenos de intensa devoción.
Uthacalthing había pasado mucho tiempo con Jo-Jo, enseñándole cosas por las que las escuelas de Garth nunca se habían preocupado, como por ejemplo, habilidades para sobrevivir en un desierto y cómo pilotar un sencillo planeador. Jo-Jo no era el orgullo de la Elevación neo-chimp, pero tenía un gran corazón y la suficiente cantidad de un cierto tipo de astucia que Uthacalthing apreciaba.
—¿Ves esa luz azul, Jo-Jo, en lo alto de esa señal?
JO-JO RECUERDA
JO-JO RECUERDA TODO LO QUE USTED DIJO
—Bien —asintió Uthacalthing—. Sabía que lo harías. Tengo que contar contigo, querido amiguito. —Sonrió y Jo-Jo le devolvió la sonrisa con vehemencia.
Mientras, la voz generada por un ordenador desde el espacio continuaba, completando el Manifiesto de Invasión.
—
…y que sean entregados en adopción a un clan más antiguo, uno que no los dirija hacia un comportamiento incorrecto…
Pájaros charlatanes
, pensó Uthacalthing.
¡Qué estupideces!
—Vamos a enseñarles lo que es un «comportamiento incorrecto», ¿verdad que sí, Jo-jo?
El pequeño chimp asintió nervioso y sonrió, aunque no había comprendido del todo.
Aquella noche, el diminuto fuego de su campamento temblaba con luz amarilla y naranja en los troncos de los casi-robles.
—Tenía tanta hambre que encuentro delicioso hasta el estofado envasado al vacío. —Robert suspiró, dejando a un lado el bol y la cuchara—. Había planeado preparar un banquete de placas de hiedra al horno, pero me parece que ninguno de los dos tiene el apetito suficiente para apreciar esas exquisiteces.
Athaclena creyó comprender la tendencia de Robert a hacer comentarios irrelevantes como aquél. Tanto los
tymbrimi
como los terrestres tenían sistemas para poner al mal tiempo buena cara; eran parte de los inusuales modelos de similitud entre ambas especies.
Ella comió frugalmente. Su cuerpo había purgado casi completamente los péptidos sobrantes de su reacción
gheer
, pero aún se sentía algo dolorida después de la aventura de aquella tarde.
Sobre sus cabezas se extendía una banda oscura de nubes de polvo galáctico que ocupaba el veinte por ciento de la bóveda del cielo, perfilada por brillantes nebulosas de hidrógeno. Athaclena contempló el cielo tachonado de estrellas, con su corona sobresaliendo sólo ligeramente por encima de sus orejas. Sentía las diminutas y ansiosas emociones de las pequeñas criaturas del bosque.
—¿Robert?
—Hummm, ¿sí, Clennie?
—Robert ¿por qué sacaste los cristales de nuestra radio?
—Esperaba no tener que contártelo en unos cuantos días —dijo suavemente con voz grave, tras una pausa—. Pero la pasada noche vi que los satélites de comunicaciones eran destruidos. Eso sólo podía significar que los galácticos habían llegado, tal como nuestros padres esperaban. Los cristales de la radio pueden ser captados por los detectores de resonancia de las naves, incluso aunque no estén cargados. Saqué los de la nuestra para que no hubiera ninguna posibilidad de que nos encontrasen por ese sistema. Es una enseñanza clásica.
Athaclena sintió un temblor en el extremo de su corona, justo encima de la nariz, que le recorrió toda la cabeza y bajó por la espalda.
Así que ya ha empezado.
Una parte de ella anhelaba estar con su padre. Aún le dolía que la hubiese mandado lejos en vez de permitirle permanecer a su lado y así poder ayudarle.
El silencio se hizo más profundo. La muchacha captó el nerviosismo de Robert. Por dos veces pareció a punto de hablar, pero luego siguió callado, como si lo pensara mejor.
—Estoy de acuerdo con tu lógica de sacar los cristales, Robert —asintió ella por fin—. Creo que entiendo incluso el instinto protector que te impidió contármelo, pero es una estupidez y no debes hacerlo más.
—No lo haré, Athaclena —prometió Robert con gravedad.
Permanecieron en silencio unos instantes hasta que él alargó la mano que no tenía herida y tocó la de ella.
—Clennie, quiero… quiero que sepas lo agradecido que estoy. Me has salvado la vida.
—Robert —suspiró ella cansinamente.
—… pero aún hay más. Cuando entraste en mi mente, me mostraste cosas de mí mismo… cosas que yo nunca antes había conocido. Ése es un favor importante. Puedes leer sobre ello cuanto quieras en los libros de texto: el autoengaño y la neurosis son dos plagas humanas especialmente insidiosas.
—No son exclusivas de los humanos, Robert.
—No, supongo que no. Lo que viste en mi mente, no tendría importancia según los cánones del preContacto. Pero, dada nuestra historia, incluso el más cuerdo de nosotros necesita recordarlo de vez en cuando.
Athaclena no sabía qué decir y permaneció callada. Haber vivido en las oscuras y horribles épocas de la Humanidad debió de ser en verdad terrible.
—Lo que intento decir —Robert se aclaró la garganta—, es que sé lo lejos que has llegado en tu adaptación… aprendiendo expresiones humanas, provocando pequeños cambios en tu fisiología.
—Un experimento. —Ella se encogió de hombros, otra peculiaridad humana. De repente notó calidez en el rostro. ¡Los capilares se estaban abriendo en esa reacción humana que consideraba tan extraña! ¡Se estaba ruborizando!
—Sí, un experimento. Pero a la fuerza tiene que efectuarse en ambas direcciones, Clennie. Los
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son famosos en las Cinco Galaxias por su adaptabilidad. Pero los humanos somos capaces de aprender un par de cosas.
—¿Qué quieres decir, Robert? —le preguntó mirándolo.
—Quiero decir que me gustaría que me enseñases más sobre los sistemas
tymbrimi
, sobre vuestras costumbres. Quiero saber qué hacéis vosotros que sea equivalente a un asentimiento, a una mirada de asombro o a una sonrisa.
De nuevo se produjo un chisporroteo. La corona de Athaclena se desplegó pero el delicado, simple y fantasmal glifo que él había formado se desvaneció como el humo. Tal vez ni siquiera era consciente de haberlo creado.
—Hummm… —dijo ella, parpadeando y moviendo la cabeza—. No estoy segura, pero creo que quizá ya has empezado a aprender.
A la mañana siguiente, cuando levantaron el campamento, Robert se sentía tenso y con fiebre. Sólo podía tomar la cantidad de anestésico que su brazo necesitaba pero que a la vez no le impidiera caminar.
Athaclena escondió la mayor parte del equipo del muchacho en el corte del tronco de un haya de caucho e hizo marcas en la corteza para señalar el lugar. En realidad, dudaba de que ninguno de los dos regresara nunca a buscarlo.
—Tienes que ver a un médico —dijo tocándole la frente. El aumento de su temperatura no era buena señal.
—Siguiendo ese camino —Robert señaló un paso entre las montañas—, a dos días de marcha, se halla el feudo de los Mendoza. La señora Mendoza era enfermera antes de casarse con Juan y dedicarse a la granja.
Athaclena miró el camino con incertidumbre. Tendrían que subir a unos dos mil metros para poder llegar al otro lado.
—Robert ¿estás seguro de que es la mejor ruta? Yo sé a ciencia cierta que he estado captando sofontes mucho más cerca, por esa línea de colinas del lado este.
Robert se apoyó en su estaca de fabricación casera y empezó a enfilar hacia el sur.
—Vamos, Clennie —dijo por encima del hombro—. Ya sé que quieres conocer a un
garthiano
, pero ahora no es el momento. Ya iremos a la caza de nativos presensitivos cuando me hayan remendado.
Athaclena lo miró, asombrada por lo ilógico de su comentario. Llegó a su altura y le dijo:
—Robert, eso que dijiste es muy extraño. ¿Cómo puedes pensar que deseo encontrarme con criaturas nativas, por misteriosas que parezcan hasta que no seas atendido? Los sofontes que sentí hacia el este eran claramente humanos y chimps, aunque admito que había un extraño elemento adicional, casi como un…
—¡Aja! —rió Robert como si ella le hubiera hecho una confesión, pero siguió caminando.
Asombrada, Athaclena quiso poner a prueba sus sentimientos, pero la disciplina y determinación del humano eran increíbles tratándose sólo de una raza de lobeznos. Todo lo que pudo saber es que él estaba alterado por algo… por algo que tenía que ver con la mención que había hecho de los seres sapientes al este de allí.
¡Oh, quién pudiera ser un verdadero telépata! Una vez más se preguntó por qué el Gran Consejo
tymbrimi
no había desafiado las normas del Instituto de Elevación y había seguido adelante con el desarrollo de esa habilidad. Con frecuencia envidiaba la intimidad con que podían rodear sus vidas los humanos y se quejaba de la chismosa intromisión de su propia cultura. Pero en aquellos momentos, lo único que quería era entrar allí y saber lo que él escondía.
Su corona se onduló y si hubiese habido un
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en un radio de un kilómetro se hubiera sobresaltado por su enojada y cáustica opinión de cómo eran las cosas.
Robert daba muestras de cansancio aun antes de llegar a la cima del primer cerro, poco más de media hora después. Athaclena ya sabía por entonces que el brillante sudor de su frente significaba lo mismo que el enrojecimiento de la corona
tymbrimi
: exceso de temperatura.
Cuando lo oyó contar en voz baja comprendió que tenían que hacer un alto y descansar.
—No —dijo él, sacudiendo la cabeza en señal de negación. Su voz era desgarrada—. Pasemos este primer cerro y lleguemos al próximo valle. Desde allí en adelante todo el camino hasta la casa es sombreado. Robert seguía su penosa marcha.
—Aquí hay sombra suficiente —insistió ella. Y lo llevó hasta un grupo de rocas cubiertas por plantas trepadoras con hojas en forma de sombrilla, todas ellas conectadas con el bosque del valle por las ubicuas enredaderas de intercambio.
Robert suspiró mientras ella le ayudaba a sentarse a la sombra, con la espalda apoyada en una piedra. La muchacha le secó la frente y luego empezó a quitarle el vendaje del brazo. Él silbó entre dientes.
Junto al lugar por donde se había roto el hueso la piel presentaba una ligera coloración púrpura.
—Eso es mala señal ¿verdad, Robert?
Por un momento a ella le pareció que disimulaba. Luego lo reconsideró y sacudió la cabeza.
—No. Me parece que es una infección. Será mejor que tome más
universal
…
Empezó a moverse para alcanzar la mochila de la chica con el botiquín, pero le falló el equilibrio y Athaclena tuvo que sujetarlo.
—Ya basta, Robert. No puedes llegar hasta el feudo de los Mendoza y yo no puedo llevarte a cuestas ni quiero dejarte solo dos o tres días. Pareces tener algún motivo para querer evitar a la gente que he captado en dirección este. Pero sea lo que sea, no puede compararse a la importancia de salvar tu vida.
—Muy bien, Clennie —dejó que le introdujera en la boca un par de píldoras azules y tragó un poco de agua de la cantimplora que ella le tendía—. Iremos hacia el este. Prométeme sólo que tu corona cantará para mí. Es algo muy agradable, tanto como tú, y me ayuda a comprenderte mejor… y ahora creo que deberíamos ponernos en marcha porque empiezo a divagar. Es señal de que un ser humano está empeorando. Eso ya tendrías que saberlo.
—Ya lo sabía. —Los ojos de Athaclena se apartaron y ella sonrió—. Dime ¿cómo se llama ese lugar al que nos dirigimos?
—Se llama el centro Howletts. Está detrás de la segunda hilera de colinas, por ahí —señaló entre el este y el sudeste—. No les gustan las visitas por sorpresa, así que tendremos que hablar a gritos a medida que nos vayamos acercando.
Caminando por etapas consiguieron cruzar la primera cadena de colinas poco antes del mediodía y descansaron a la sombra, junto a un manantial. Allí Robert cayó en un sopor agitado.
Athaclena observaba al joven humano con un sentimiento de triste impotencia. Se encontró a sí misma tarareando la famosa composición de Thlufal thrila, «La Endecha de lo Inevitable». Esa poderosa pieza para aura y voz tenía unos cuatro mil años y fue escrita durante el tiempo doloroso en que la raza tutora de los
tymbrimi
, los
caltmour
, fueron destruidos en una cruenta guerra interestelar.