Con la típica exageración antropoide, Benjamín soltó un largo suspiro de sufrimiento. Saltó de rama en rama hasta llegar a la altura de los tres simios y la niña humana. Entonces se le desencajó la mandíbula y estuvo a punto de caerse de la oscilante rama. Llevaba la frustración escrita en el rostro. Se volvió hacia Athaclena, aclarándose la garganta.
—No te preocupes —le dijo ella—. Sé que has pasado los últimos veinte minutos en medio de esa confusión intentando que la verdad siguiese oculta. Pero no te ha servido de nada, sé lo que está pasando aquí.
La boca de Benjamín se cerró de golpe. Luego se encogió de hombros y suspiró.
—¿Entonces?
—¿Aceptáis mi autoridad? —preguntó Athaclena a los cuatro seres de la rama.
—Sí —dijo Abril.
Nita miró a Athaclena y luego a la niña humana, asintiendo.
—Muy bien, pues. Quedaos donde estáis hasta que alguien venga a buscaros. ¿Habéis comprendido?
—Sí —dijo Nita.
Jonny y Cha-Cha la miraron sin decir nada.
Athaclena se puso de pie, manteniéndose en equilibrio sobre la rama, y se dirigió a Benjamín.
—Vayamos ahora a hablar con vuestros especialistas en Elevación. Si el gas no los ha incapacitado por completo, me interesará mucho que me cuenten por qué han decidido violar la Ley Galáctica.
Benjamín parecía vencido. Asintió con resignación.
—Y además —le dijo Athaclena plantándose de un salto a su lado—, es mejor que vayas a buscar a los chimps y gorilas que hiciste marchar para que yo no los viera. Tienen que regresar. Tal vez necesitemos su ayuda.
Fiben se las ingenió para fabricar una muleta con tres ramas de árbol que encontró cerca del surco que había abierto la nave. Oculta bajo los harapos de su traje espacial, la muleta le desencajaba parcialmente el hombro fuera de la articulación, cada vez que se apoyaba en ella.
Uf
, pensó.
Si los humanos no nos hubieran enderezado la columna y acortado los brazos, podría haber regresado a la civilización apoyándome en los nudillos.
Aturdido, lleno de arañazos, hambriento… En realidad Fiben estaba de muy buen humor mientras emprendía la marcha hacia el norte.
Demonios, estoy vivo. No tengo por qué quejarme.
Había pasado mucho tiempo en las Montañas de Mulun realizando estudios ecológicos para el Proyecto de Recuperación, así que sabía que se hallaba en la vertiente correcta, no demasiado lejos de tierras conocidas. La variedad de vegetación era fácilmente reconocible. Se trataban, en su mayoría, de plantas nativas aunque también había algunas importadas e incorporadas al ecosistema para llenar los huecos que había dejado el holocausto bururalli.
Fiben se sentía optimista. Haber sobrevivido hasta allí, haberse estrellado incluso en un territorio familiar le hacía tener la certeza de que Ifni tenía más planes trazados para él. Seguro que le reservaba algo especial. Con toda probabilidad, un destino especialmente molesto y mucho más doloroso que la simple muerte por inanición en el desierto.
Las orejas de Fiben se irguieron y levantó los ojos. ¿Podía ser que hubiera imaginado aquel sonido?
¡No! ¡Eran voces! Avanzaba a trompicones por el diminuto camino, ayudado por su simulacro de muleta y alternando las cabriolas con los saltos con pértiga, hasta que llegó a un empinado claro que dominaba un profundo cañón. Pasó varios minutos mirando. ¡El bosque pluvial era tan condenadamente espeso!
¡Allí! En el otro lado, a medio camino del desnivel, pudo ver a seis chimps, con mochilas en la espalda, moviéndose con toda rapidez entre la vegetación y dirigiéndose hacia los restos aún en llamas de la TAASF
Procónsul.
En aquellos momentos estaban en silencio. Había sido una suerte que hablasen justo cuando pasaban por debajo de su posición.
—¡Eh! ¡Imbéciles! ¡Aquí! —Saltó sobre su pierna derecha y agitó los brazos, al tiempo que gritaba. El equipo de rescate se detuvo, mirando a su alrededor y parpadeando cuando los ecos rebotaron en el estrecho desfiladero.
Fiben enseñó los dientes y no pudo evitar soltar un ronco gruñido de frustración. Miraban a todos lados excepto hacia donde estaba él.
Finalmente cogió la muleta, la hizo girar sobre su cabeza y la lanzó al cañón.
Uno de los chimps soltó una exclamación y se agarró a otro chimp. Todos vieron cómo la muleta se precipitaba dando tumbos en el bosque.
Exacto
, insistió Fiben.
Ahora, trazad de nuevo ese arco hacia atrás.
Dos de ellos señalaron en su dirección y vieron cómo los saludaba. Gritaron excitados, saltando en círculos.
Olvidando por unos instantes su propia y leve regresión, Fiben murmuró entre dientes:
—Qué suerte la mía, ser rescatado por un hatajo de gruñidores. Vamos, chicos, no convirtamos esto en la danza del trueno.
Y, sin embargo, sonrió mientras ellos se aproximaban al claro de la ladera en que se encontraba. Y durante los abrazos y palmadas en la espalda que siguieron a aquellos momentos, se olvidó de sí mismo y ululó de alegría.
Su pequeña chalupa fue la última nave que despegó de Puerto Helenia. Las pantallas de detección mostraban ya naves de guerra que descendían a las capas inferiores de la atmósfera.
En el cosmódromo, una pequeña unidad de militares y marinos terrestres se preparaban para una postrera resistencia inútil. Su obstinación era transmitida por todos los canales.
—
…Negamos los derechos del invasor a aterrizar aquí. Exigimos la protección de la Civilización Galáctica en contra de dicha agresión. Denegamos a los gubru el permiso de aterrizaje en el territorio del que somos legalmente inquilinos.
»Ante la seriedad del asunto, un pequeño y armado Destacamento de Resistencia Formal espera a los invasores en el cosmódromo principal. Nuestro desafío…
Uthacalthing conducía su chalupa con indiferentes presiones en los mandos con la muñeca y el pulgar. La diminuta nave se precipitaba hacia el sur siguiendo la costa del Mar de Cilmar, más rápida que el sonido. A la derecha, los brillantes rayos del sol se reflejaban en las nítidas aguas.
—
…si se atreven a enfrentarse con nosotros cara a cara, no agazapados en el interior de sus naves de guerra…
—Decídselo, terrestres —asintió Uthacalthing, hablando en ánglico en voz muy baja. El comandante del destacamento le había pedido consejo para redactar ese desafío ritual. Esperaba haberle sido útil.
La emisión continuaba describiendo el número y tipo de armas que esperaban a la armada invasora en el cosmódromo, de forma que el enemigo no tuviera justificación para usar fuerzas excesivas. En dichas circunstancias, los
gubru
no tendrían otra alternativa que la de atacar a los defensores con tropas de a pie. Y deberían asumir las bajas que se produjesen.
Si los Códigos aún se mantienen
, se dijo Uthacalthing.
Tal vez el enemigo no se preocupe ya de las Normas de Guerra.
Resultaba difícil imaginar tal situación. Pero desde rutas estelares muy distantes habían llegado ciertos rumores…
La cabina del piloto estaba llena de pantallas. Una de ellas mostraba cruceros que entraban en el campo de visión de las cámaras de los medios de comunicación de Puerto Helenia. Otras mostraban a veloces destructores que desgarraban el cielo justo encima del cosmódromo.
Uthacalthing oyó a sus espaldas unos agudos parloteos; eran dos
ynnin
, con su aspecto de cigüeñas, que se compadecían mutuamente. Por lo menos, esas criaturas habían podido sentarse en los asientos modelo
tymbrimi
, pero su voluminoso dueño tenía que permanecer de pie.
Kault no sólo estaba de pie sino que paseaba nervioso por la estrecha cabina, hinchando su cresta hasta que tocaba el techo una y otra vez. El
thenanio
no estaba de buen humor.
—¿Porqué, Uthacalthing? —murmuraba por enésima vez—. ¿Por qué ha esperado tanto? ¡Hemos sido los últimos en salir! Me dijo que partiríamos la pasada noche —los orificios respiratorios de Kault se inflaban—. Reuní mis pocas pertenencias a toda prisa y usted no apareció. Estuve esperando. Perdí la oportunidad de alquilar otro medio de transporte mientras usted no cesaba de mandarme mensajes pidiendo paciencia. Y al fin, cuando apareció al amanecer, partimos tan alegremente como si nos fuéramos de excursión al Arco de los Progenitores.
Uthacalthing dejó que su colega refunfuñase. Ya le había presentado disculpas formales y halagado diplomáticamente, como compensación. No podía exigírsele nada más.
Y, por otro lado, todo estaba saliendo según había planeado.
Una luz amarilla centelleó en el tablero de mandos seguida por el zumbido de un timbre.
—¿Qué es esto? —Kault se abalanzó con torpeza hacia adelante, muy agitado—. ¿Han detectado nuestros motores?
—No. —Kault suspiró aliviado.
—No son los motores —prosiguió Uthacalthing—. Esa luz significa que hemos sido registrados por un haz de probabilidad.
—
¿Qué?
—Kault casi gritaba—. ¿La nave no está protegida? Ni siquiera está utilizando gravíticos. ¿Qué probabilidad anómala pueden haber detectado?
—Tal vez la improbabilidad sea intrínseca —sugirió encogiéndose de hombros, como si ese gesto tan humano fuera para él algo del todo natural—. Tal vez sea algo nuestro, algo de nuestro propio destino que brilla en los horizontes del mundo. Quizá sea eso lo que han detectado.
Con el extremo de su ojo derecho vio cómo Kault temblaba. La raza
thenania
parecía tener un pánico casi supersticioso hacia todo lo relacionado con el arte/ciencia de modelar la realidad. Uthacalthing permitió que se formara suavemente en sus zarcillos el
looth'troo
, la disculpa al enemigo mientras recordaba que, de manera oficial, su pueblo y el de Kault estaban en guerra. Tenía todo el derecho a tomarle el pelo a su enemigo-amigo, tal como antes había sido éticamente aceptable, que se las ingeniara para que la nave de Kault fuera saboteada.
—No debo preocuparme de eso —sugirió—. Tenemos una buena ventaja inicial.
Antes de que el
thenanio
pudiese replicar, Uthacalthing se inclinó hacia adelante y habló muy deprisa en galSiete, haciendo que una de las pantallas expandiese su imagen.
—
¡Thwill'kou-chlliou!
—renegó—. ¡Mire lo que están haciendo!
Kault se volvió y observó. La holo-pantalla mostraba cruceros gigantes, inmóviles sobre la ciudad, que esparcían vapor marrón sobre los edificios y los parques. Aunque el volumen de sonido estaba muy bajo, pudieron oír el pánico en la voz del comentarista de noticias que describía el oscurecimiento de los cielos, como si los habitantes de Puerto Helenia necesitasen la interpretación del locutor.
—Esto no está bien —la cresta de Kault golpeó el techo con mayor rapidez—. Los
gubru
están actuando más severamente de lo que la situación o sus derechos de guerra permiten.
Uthacalthing asintió pero, antes de que pudiera hablar, destelló otra luz amarilla.
—Y ahora ¿qué pasa? —suspiró Kault.
—Significa que nos está persiguiendo un caza —respondió. Sus ojos habían alcanzado la separación máxima—. Tal vez debamos prepararnos para un enfrentamiento. ¿Sabe usted manejar un tablero de mandos con armas del tipo cincuenta y siete, Kault?
—No, pero me parece que uno de mis
ynnin…
Su respuesta fue interrumpida por un grito de Uthacalthing.
—¡Agárrese! —le dijo al tiempo que conectaba los gravíticos de la chalupa. El suelo chirrió bajo ellos—. Voy a intentar maniobras de evasión.
—Bien —susurró Kault a través de los orificios de su cuello.
Oh, bendito sea el grosor de calavera del thenanio
, pensó Uthalcalthing. Controló su expresión facial aunque sabía que en cuestiones de empatía su colega tenía la sensibilidad de una piedra y no podía captar su regocijo.
Cuando las naves que los perseguían abrieron fuego contra ellos, su corona empezó a cantar.
Los dedos verdes del bosque se mezclaban con los amarillos y verdosos colores de los edificios del centro, como si éste quisiera pasar inadvertido desde el aire. Aunque un viento del oeste se había llevado por fin los últimos jirones visibles del gas del invasor, una delgada película de polvo arenoso lo cubría todo por debajo de una altura de cinco metros, desprendiendo un olor penetrante y desagradable.
La corona de Athaclena ya no se contraía bajo el avasallador rugido del miedo. En los edificios, el ánimo era ahora diferente. Había indicios de resignación… y de furia controlada.
Siguió a Benjamín hacia el primer claro donde captó signos de pequeños grupos de neochimps que se movían con precaución en el interior del recinto. Un par de ellos trasladaban apresuradamente un bulto sobre una camilla.
—Tal vez sería mejor que no bajase, señorita —dijo Benjamín con voz áspera—. Quiero decir, que es evidente que el gas estaba pensado para afectar a los humanos, pero hasta nosotros, los chimps, nos sentimos un poco aturdidos. Usted es muy importante.
—Soy una
tymbrimi
—dijo Athaclena con frialdad— y no puedo quedarme aquí sentada cuando mis aliados y sus pupilos me necesitan.
Benjamín se inclinó ante ella en señal de acatamiento. La llevó por una serie de ramas que, como peldaños de escalera, terminaban en el suelo, donde ella puso el pie, por fin, aliviada. Allí el cáustico olor era mucho más fuerte. Athaclena intentó ignorarlo, pero su pulso se aceleró de nerviosismo.
Pasaron ante las instalaciones que debían de haber sido utilizadas para albergar y preparar a los gorilas.
Había recintos vallados, canchas de juego y zonas de pruebas. Era evidente que allí se había llevado a cabo un inmenso esfuerzo aunque a escala reducida ¿Creyó Benjamín que iba a engañarla sólo con enviar a los simios a esconderse en la jungla?
Esperaba que ninguno de ellos hubiese resultado dañado por el gas o en los momentos de pánico que siguieron a éste. Recordó lo que había aprendido en sus clases de Historia de los Terrestres: los gorilas, a pesar de su fuerza, eran criaturas extraordinariamente sensibles e incluso frágiles.