—Tal vez sólo cinco. —Fiben puso los ojos en blanco—. Aunque era un tubo viejo, conmigo se portó bien.
—Yo creía que lograríamos imponernos. Robert sintió una extraña envidia.
—Hubiera sido posible. Uno contra uno nosotros luchamos muy bien. Y si hubiéramos sido muchos más, todo habría salido perfecto.
—Quieres decir que se hubiera conseguido cualquier cosa con un número ilimitado de… —Robert había comprendido a su amigo.
—¿Con un número ilimitado de monos? —le interrumpió Fiben. Su resoplido fue algo menos que una carcajada pero más que una irónica sonrisa.
Los otros chimps parpadearon consternados. Estas bromas estaban un poco por encima de su comprensión, pero lo más molesto era ver cómo ese chimp interrumpía al hijo humano de la Coordinadora Planetaria.
—Me hubiera gustado estar contigo —dijo Robert con gravedad.
—Sí, Robert, lo sé. —Fiben se encogió de hombros—. Pero todos tenemos que cumplir las órdenes.
Durante unos momentos permanecieron en silencio. Fiben conocía a Megan Oneagle bastante bien y simpatizaba con Robert.
—Bueno, supongo que ahora nos veremos reducidos a un paro forzoso en las montañas, guardando cama y aguantando a pesadas enfermeras. —Fiben suspiró mirando hacia el sur—. Si es que podemos encontrar aire puro —miró a Robert—. Estos chimps me han contado el ataque al campamento. Algo pavoroso.
—Clennie les ayudará a arreglar las cosas —apuntó Robert. Empezaba a perder el hilo de la conversación. Era obvio que le habían suministrado muchos anestésicos—. Ella sabe mucho… mucho más de lo que cree.
—Seguro —respondió suavemente mientras los otros volvían a levantar la camilla. Fiben había oído hablar de la hija del embajador
tymbrimi
—. Una ET podrá arreglar las cosas. Es más que probable que esa chica amiga tuya meta a todo el mundo en la cárcel, haya invasión o no la haya.
Pero en aquellos momentos Robert estaba muy lejos de allí. Y Fiben tuvo una extraña y repentina impresión. Era como si el rostro del masc humano ya no fuera del todo terrestre. Su sonrisa soñolienta era distante y tenía un toque de algo no terráqueo.
Un gran número de chimps regresaron al centro, procedentes de la jungla adonde habían sido enviados para esconderse. Frederick y Benjamín los pusieron a trabajar, desmantelando y quemando los edificios con todo su contenido. Athaclena y sus dos ayudantes se movían a toda prisa de un sitio a otro, filmándolo todo antes de que fuera incendiado.
Fue algo muy duro. Nunca en su vida, como hija de diplomático, Athaclena se había sentido tan exhausta. Y sin embargo, se proponía que no quedase sin documentar ni el más leve indicio de pruebas. Era su deber.
Una hora antes del atardecer irrumpió en el campamento una banda de gorilas. Eran mucho más grandes, oscuros, y con un aspecto más fiero que los centinelas chimps. Bajo una cuidadosa dirección se encargaron de tareas simples, ayudando a derribar el único hogar que habían conocido.
Las confundidas criaturas contemplaban cómo el centro de pruebas y entrenamiento y las dependencias de los pupilos quedaban reducidas a escombros. Unos cuantos incluso trataron de impedir el derribo, plantándose delante de los chimps, más pequeños que ellos y completamente cubiertos de hollín, mientras gesticulaban con las manos para indicarles que aquello que hacían estaba muy mal.
Athaclena sabía que, dado el alcance de sus facultades, eso no era lógico. Pero, los asuntos de los tutores a menudo parecían una estupidez.
Al final, los prepupilos se quedaron entre las estelas de humo con pequeñas pilas de objetos personales a sus pies: juguetes, recuerdos y herramientas sencillas; contemplando ofuscados las ruinas y sin saber qué hacer.
Cuando llegó el anochecer, Athaclena se sentía fatigada a causa de las emociones que fluían en el recinto. Se sentó en el tocón de un árbol, de espaldas al viento caliente que procedía de los incendios de las dependencias de los pupilos, y se puso a escuchar los gemidos graves y rudos de los grandes simios. Sus ayudantes estaban tumbados allí cerca, junto a sus cámaras y bolsas de muestras, observando la destrucción mientras las llamas se reflejaban en sus ojos.
Athaclena replegó su corona hasta que lo único que pudo captar fue el glifo de unidad, la fusión a la que contribuían todos los seres vivos del boscoso valle. Lo vio de una manera metafórica, ondeando y languideciendo como una triste bandera de muchos colores.
Ahí había honor, admitió de mala gana. Esos científicos habían violado un tratado, pero no podía acusárseles de hacer nada antinatural.
Midiéndolo todo con un baremo real, los gorilas estaban tan preparados para la Elevación como lo habían estado los chimpancés, cien años terrestres antes del Contacto. Los humanos se habían visto obligados a aceptar compromisos cuando, con el Contacto, entraron en el dominio de la sociedad galáctica. Oficialmente, el tratado de arriendo que autorizaba sus derechos sobre su propio mundo natural pretendía que las especies en barbecho de la Tierra se mantuvieran estables, para que la cantidad de Potencial que poseían no se utilizase de una forma demasiado precipitada.
Pero todo el mundo sabía que, a pesar de la afición legendaria del hombre primitivo por el genocidio, la Tierra era todavía un brillante ejemplo de diversidad genética, notable por su gama de tipos y formas que la civilización galáctica había dejado intactos.
Y de todos modos… cuando una raza presensitiva estaba preparada para la Elevación, lo estaba.
No, era evidente que el tratado había obligado a los humanos cuando éstos eran débiles. Se les había permitido afirmar sus derechos sobre los neodelfines y los neochimps, especies que ya estaban en el camino de la sapiencia antes del Contacto. Pero los clanes más antiguos no estaban dispuestos a que el
homo sapiens
se dedicara a elevar más pupilos que el resto de los galácticos.
¡Porque eso hubiera dado a los lobeznos el estatus de tutores del más alto rango!
Athaclena suspiró.
En verdad no era justo. Pero no importaba. La sociedad galáctica se basaba en juramentos cumplidos. Un tratado era un voto solemne, de especie a especie. Había que informar de las violaciones.
Athaclena deseó que su padre estuviese allí. Uthacalthing sabría qué hacer con las cosas que ella había presenciado. El trabajo lleno de buenas intenciones de ese centro ilegal, y las viles, aunque tal vez legales, acciones de los
gubru
.
Pero Uthacalthing estaba muy lejos, demasiado lejos como para ponerse en contacto a través de la red de empatía. Lo único que ella sabía era que el ritmo especial de su padre aún vibraba débilmente en el nivel
nahakieri
.
Y si bien resultaba confortable cerrar los ojos y los oídos internos y captarlo suavemente, ese débil recuerdo de su padre le decía muy poco. Las esencias
nahakieri
podían permanecer mucho tiempo después de que una persona abandonaba la vida, como había ocurrido con Mathicluanna, su difunta madre. Eran esencias que flotaban como las canciones de las ballenas terráqueas, en los límites de lo que puede ser conocido por las criaturas que viven del fuego y de sus manos.
—Perdón, señora… —Una voz que a duras penas era más que un ronco gruñido interrumpió bruscamente el subglifo, dispersándolo. Athaclena sacudió la cabeza y abrió los ojos para ver a un neochimp con el pelo cubierto de hollín y los hombros inclinados hacia delante por el cansancio.
—Señora ¿se encuentra bien?
—Sí, estoy bien. ¿Qué pasa? —sentía la dureza del ánglico en su garganta, ya irritada por el humo y la fatiga.
—Los directores quieren verla, señora. Muy prodigo en palabras, el chimp. Athaclena se deslizo del tronco y sus ayudantes gruñeron, chimp-teatralmente, mientras recogían los equipos y las muestras y la seguían.
En la zona de carga había algunas máquinas elevadoras. Los chimps y los gorilas cargaban camillas en los aparatos voladores que luego despegaban con un suave zumbido de sus gravíticos, adentrándose en la recién llegada noche. Sus luces se perdían en dirección a Puerto Helenia.
—Pensaba que los ancianos y los niños habían sido ya evacuados. ¿Por qué seguís cargando humanos a toda prisa? —El mensajero se encogió de hombros.
Las tensiones de aquel día habían robado a muchos chimps buena parte de su animación natural. Athaclena estaba segura de que sólo la presencia de los gorilas, a quienes debía dárseles el ejemplo, podía evitar un ataque masivo de atavismo causado por la extenuación. Para ser una raza pupila tan joven, era sorprendente lo bien que se habían portado los chimps.
Unos enfermeros entraban y salían a toda prisa del edificio del hospital, pero rara vez prestaban atención a los dos directores humanos.
El doctor Schultz, el científico neochimp, los dirigía y parecía encargarse de todos los asuntos. A su lado, el chimp Frederick había sido relevado por Benjamín, el compañero de viaje de Athaclena.
En un estante cercano estaban apilados los documentos y cubos de información que contenían la genealogía y el informe genético de todos los gorilas que habían vivido allí.
—Oh, Athaclena, respetada
tymbrimi
. —Schultz hablaba sin que apenas se le notara el tono ronco de los chimps. Se inclinó ante ella y luego le estrechó la mano a la manera habitual entre sus congéneres: un fuerte apretón que ponía de relieve el pulgar del otro—. Disculpe nuestra pobre hospitalidad, por favor —le rogó—. Habíamos pensado servir una gran cena preparada en la cocina principal, algo así como un banquete de despedida. Pero me temo que tendremos que conformarnos con raciones enlatadas.
Una pequeña chima se aproximó llevando una bandeja sobre la que había una hilera de recipientes.
—La doctora Elayne Soo es nuestra especialista en nutrición —prosiguió el doctor Schultz—. Dice que tal vez encuentre apetitosas estas exquisiteces.
Athaclena miró las latas ¡Kuthra! ¡Allí, a quinientos parsecs de casa, se encontraba con un pastel instantáneo elaborado en su planeta natal! Incapaz de contenerse, soltó una carcajada.
—Hemos puesto una buena cantidad de ellos, junto con otros alimentos a bordo de una nave ultraligera que ponemos a su disposición. Le recomendamos sin embargo que abandone el aparato lo antes posible después de salir de aquí. Los
gubru
no tardarán mucho tiempo en ubicar su propia red de satélites y cuando eso ocurra el tráfico aéreo resultará impracticable.
—Volar hacia Puerto Helenia no será peligroso —apuntó Athaclena—. Los
gubru
esperan sin duda una gran afluencia de gente en los próximos días, que acudan allí para recibir tratamiento con el antídoto. —Señaló hacia la frenética actividad—. ¿Por qué, pues, ese casi-miedo que siento a mi alrededor? ¿Por qué evacuan a los humanos tan deprisa? ¿Quién…?
Aunque el temor a interrumpirla se reflejaba en su cara, Schultz se aclaró, no obstante, la garganta y sacudió la cabeza de un modo muy significativo. Benjamín la miraba con aire suplicante.
—Por favor, ser —imploró Schultz en voz baja—, no hable tan alto. La mayoría de nuestros chimps en realidad no han adivinado que… —dejó la frase colgada.
Athaclena sintió un frío estremecimiento en su corona. Por primera vez miró de cerca a los dos directores humanos, Taka y M'Bzwelli. Habían permanecido todo el tiempo callados, asintiendo con la cabeza como si comprendiesen y aprobasen todo cuanto se decía.
La mujer negra, la doctora Taka, le sonrió sin parpadear. La corona de Athaclena se desplegó para encogerse conmocionada al instante.
—¡La estáis matando! —dijo volviéndose a Schultz.
—Por favor, ser, no grite —dijo Schultz con aire infeliz—. Tiene razón, he drogado a mis queridos amigos para que puedan disimular la verdad hasta que mis pocos y buenos administradores chimps terminen su tarea y puedan sacar a la gente sin pánico. Fueron ellos mismos los que insistieron. La doctora Taka y el doctor M'Bzwelli sienten que la vida se les está escapando muy deprisa por causa del gas. —Añadió con tristeza e impotencia.
—¡No tenías que haberles obedecido! ¡Esto es un asesinato!
—No fue fácil —reconoció Schultz. Benjamín parecía afligido—. El chimp Frederick no fue capaz de soportar más la vergüenza y se ha procurado su propia paz. Yo también me quitaré la vida pronto si es que mi muerte no es tan inevitable como la de mis colegas humanos.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que los
gubru
, al parecer, no son muy buenos químicos. —El neochimp más viejo rió con amargura para terminar tosiendo—. El gas está matando a algunos humanos. Actúa más deprisa de lo que ellos dijeron que lo haría. Y también parece estar afectando a unos cuantos de nuestros chimps.
—Comprendo —dijo Athaclena conteniendo el aliento. Le hubiera gustado no haberlo comprendido.
—Hay otra cuestión sobre la que creemos que debe ser informada —dijo Schultz—. Se trata de un comunicado de noticias emitido por los invasores. Por desgracia estaba en galáctico-Tres. Los
gubru
desprecian el ánglico y nuestro programa de traducción es muy rudimentario. Pero sabemos que hacía referencia al padre de usted.
Athaclena se sintió transportada, como si flotase por encima de todo. En ese estado, sus entumecidos sentidos se concentraban en detalles casuales. Podía captar el sencillo ecosistema del bosque: pequeños animales nativos que se movían furtivamente en el valle, arrugando la nariz ante el cáustico olor y evitando las proximidades del centro debido a los fuegos que allí seguían ardiendo.
—Sí —asintió con la cabeza, un gesto prestado que de repente volvió a parecerle alienígena—. Cuéntame.
—Bueno —dijo Schultz después de aclararse la garganta—, parece que el crucero estelar de su padre fue divisado al salir el planeta. Fue perseguido por naves de caza. Los
gubru
dicen que no ha llegado al Punto de Transferencia. Pero desde luego no se puede creer en lo que dicen…
Las caderas de Athaclena se desplazaron ligeramente fuera de su articulación cuando empezó a balancearse de un lado a otro. Una pena incipiente, como el temblor de labios de una muchacha humana cuando empieza a sentirse desolada.
No. Ahora no quiero pensar en esto. Más tarde decidiré qué debo sentir.
—Por supuesto recibirá usted toda la ayuda que podamos brindarle —prosiguió el chimp Schultz en voz baja—. El ultraligero está equipado con armas y también lleva comida. Si lo desea, puede volar al lugar donde ha sido trasladado su amigo Robert Oneagle. Esperamos, sin embargo, que decida quedarse con los evacuados por un tiempo, al menos hasta que los gorilas estén a salvo escondidos en las montañas y bajo el cuidado de humanos cualificados que hayan podido escapar.