Fiben se encogió y empezó a temblar, fingiendo miedo. Estaba seguro de que muy pocos
gubru
conocían bien a los neochimps. En los escasos siglos transcurridos desde el Contacto, muy poca información nueva debía de haber circulado a través de la impresionante burocracia del Instituto de la Biblioteca, y mucho menos habría llegado a las secciones locales. Y como era natural, los galácticos confiaban en la Biblioteca para casi todo.
Y sin embargo, la verosimilitud era muy importante. Los ancestros de Fiben habían aprendido una respuesta a la amenaza cuando no era posible afrontarla: la sumisión. Fiben sabía cómo fingirla. Se encogió todavía más y gimoteó.
El
gubru
silbó, aparentemente frustrado. Con seguridad, no era la primera vez que tenía que pasar por aquello. Gorjeó de nuevo, esta vez más bajo.
—No te alarmes, estás a salvo —traducía el medallón electrónico, ahora a más bajo volumen—. Estás a salvo… Somos
gubru
… Tutores galácticos de alta cuna y familia… Estás a salvo… Los jóvenes a medio camino de la sensitividad están a salvo siempre que cooperen con nosotros… Estás a salvo…
A medio camino de la sensitividad…
Fiben se frotó la nariz para ocultar un resoplido de indignación. Eso era en realidad lo que los
gubru
se limitaban a pensar. Y era cierto que muy pocas razas de pupilos con cuatrocientos años de historia podían considerarse totalmente elevadas.
Pero Fiben ya tenía otro motivo de resentimiento.
Podía comprender un poco los gorjeos del invasor antes de que el vodor electrónico los tradujera. Pero el corto curso de galáctico-Tres en la escuela no era mucho, y los
gubru
tenían su propio acento y dialecto.
—… Estás a salvo —proseguía el vodor con voz amable—. Los humanos no se merecen pupilos tan buenos… Estás a salvo…
Poco a poco Fiben retrocedió y alzó la mirada, sin dejar de temblar.
No exageres
, se dijo. Ofreció a la flacucha criatura pajaril una aproximación bastante correcta de la reverencia de respeto de un bípedo y joven pupilo a un tutor más antiguo El alienígena no vería seguramente la ligera extensión de los dedos medios con la que embelleció el gesto.
—Ahora —gritó el aparato de traducción, tal vez con un poco de alivio—. Declare su nombre y objeto de la visita.
—Uf, me llamo F… Fiben… uf, s… s… ser —gesticulaba con las manos. Era un poco exagerado pero tal vez los
gubru
sabían que los neochimpancés sometidos a una fuerte tensión hablaban utilizando partes de su cerebro que originariamente estaban dedicadas al control de las manos.
El soldado de Garra parecía en verdad frustrado. Sus plumas se encresparon y dio unos saltos como de danza.
—… objeto, declare el objeto de su visita a la zona urbana.
Fiben le hizo otra rápida reverencia.
—Uf… el aerodeslizador no funciona. Lo' humano' se han ido todos, nadie nos dice qué debemos hacer en la granja… He pensado, bueno, que tal vez en la ciudad… necesiten alimentos… —Se rascó la cabeza—. Y que alguien podría arreglar el aparato a cambio de grano. —Alzó la voz esperanzado.
El segundo
gubru
regresó y le gorjeó algo a su compañero. Fiben pudo seguir lo suficiente su galTres como para entender el
quid
de la cuestión.
El aerodeslizador era una verdadera herramienta de granja. No era necesario ningún genio para saber que los rotores tenían que ser desbloqueados para que volvieran a funcionar, cínicamente un incompetente asalariado remolcaría hasta la ciudad un camión antigravedad, con su bestia de carga, incapaz de hacer por sí solo una reparación tan simple.
El primer guarda colocó su garra con los dedos extendidos sobre el vodor, pero Fiben comprendió que su opinión de los chimps, muy baja desde el principio, había caído aún mucho más. Los invasores no se habían preocupado siquiera en expedir carnets de identidad a la población neochimpancé. Durante muchos siglos, los terrestres —humanos, delfines y chimps— habían sabido que las galaxias eran un sitio peligroso donde a menudo convenía tener más inteligencia de la que se les suponía.
Incluso antes de la invasión, entre la colonia chimp de Garth había corrido el rumor de que tal vez sería necesario volver a poner en marcha la vieja costumbre «¡Sí,
massa
!».
Sí
, pensó Fiben.
Pero a nadie se le ocurrió que se llevarían como rehenes a todos los humanos.
Se le hizo un nudo en la garganta al imaginar a los humanos, mascs, fems y niños, apiñados detrás de alambradas de espinos en abarrotados campamentos.
Oh sí, los invasores las iban a pagar todas juntas.
Los soldados de Garra consultaban un mapa. El primer
gubru
quitó la mano de encima del vodor y gorjeó de nuevo a Fiben.
—Puedes marcharte —gritó el vodor—. Dirígete al complejo de garajes del lado este. ¿Conoces el garaje del lado este?
—Sí… señor —asintió Fiben a toda prisa.
—Buena… buena criatura… lleva el grano a la zona de almacenamiento de la ciudad y luego dirígete al garaje… al garaje… buena criatura. ¿Has comprendido?
—S… sí.
Antes de marcharse, Fiben hizo una nueva reverencia y se escabulló a toda prisa, exageradamente encogido, hacia el poste donde estaban atadas las riendas de Tyco. Desvió la mirada mientras llevaba de nuevo el animal al sucio terraplén contiguo a la carretera. Los soldados lo miraron pasar, gorjeando despectivos comentarios, seguros de que él no los entendía.
Estúpidos y malditos pájaros
, pensó Fiben mientras su camuflada cámara de cinturón tomaba panorámicas de la fortificación, de los soldados y de un tanque aéreo que rechinó unos minutos más tarde, con su tripulación repantigada en su aplanada cubierta superior, bajo el sol de media tarde.
Fiben los saludó con la mano cuando pasaron a su lado y ellos lo miraron.
Apuesto a que sabríais bien guisadas con naranja
, pensó de las criaturas pajariles.
—Vamos, Tyco —lo instó, tirando de las riendas—. Tenemos que llegar a Puerto Helenia al anochecer.
En el Valle del Sind las granjas seguían funcionando.
Cada vez que a una raza de viajeros estelares se le concedía la licencia para colonizar un nuevo mundo, era tradición que se respetase al máximo posible el estado natural de los continentes. Así, pues, también en Garth los humanos se habían instalado principalmente en el archipiélago de los bajíos del Mar Occidental. Sólo esas islas habían sido modificadas para que en ellas pudieran adaptarse animales y vegetales de procedencia terrestre.
Pero Garth era un caso especial. Los
bururalli
habían dejado un verdadero caos y tenía que hacerse algo muy rápidamente para ayudar a estabilizar el precario ecosistema del planeta. Había que introducir nuevas formas procedentes del exterior para evitar un completo colapso de la biosfera. Y eso implicaba alterar los continentes.
Una estrecha vertiente fue modificada en las Montañas de Mulun. A las plantas y animales terrícolas que medraban allí se les permitía, bajo una atenta vigilancia, propagarse por las estribaciones de las montañas, para que llenasen poco a poco los huecos dejados por el holocausto bururalli. Era un delicado experimento de ecología práctica planetaria, pero merecía la pena. En Garth y en otros tres mundos que habían sufrido catástrofes, los humanos se estaban creando la reputación de magos de la biosfera. Hasta los críticos más duros aprobaban una labor como aquélla.
Y sin embargo, allí algo estaba yendo verdaderamente mal. En su camino, Fiben había encontrado tres estaciones de control ecológico abandonadas, con sus extractores de muestras y los robots de seguimiento en desorden.
Todo esto eran señales de lo dura que debía de ser la crisis. Mantener a los humanos como rehenes era una cosa, una táctica marginalmente aceptable según las normas de guerra modernas. Pero para que los
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quisieran poner trabas a la resurrección de Garth, la conmoción en la galaxia debía de ser muy profunda.
No era un buen augurio para la rebelión ¿Y si los Códigos de Guerra habían sido violados? ¿Estarían los
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dispuestos a utilizar máquinas destructoras en el Planeta?
Eso es problema de la general
, decidió Fiben.
Yo no soy más que un espía. La experta en ETs es ella.
Al menos, en cierto modo, las granjas aún funcionaban. Fiben pasó junto a un campo sembrado de seudotrigo y otro de zanahorias. Las cultivadoras robots daban vueltas, arrancando malas hierbas y regando. Aquí y allá algunos chimps con aire desgraciado montaban en unidades de control en forma de arácnido, supervisando la maquinaria.
Algunos lo saludaban con la mano, pero la mayoría continuaban trabajando, ignorándolo.
Una vez pasó junto a dos
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armados que estaban en un campo arado junto a su aerodeslizador posado sobre aquél. Al acercarse vio que estaban regañando a un chimp agricultor. Las criaturas pajariles saltaban y aleteaban al tiempo que señalaban la escasa cosecha. El capataz asentía con tristeza, secándose las palmas de las manos en su raído mono de trabajo. Cuando pasó Fiben le echó una mirada, pero los alienígenas siguieron con sus reproches sin advertir su presencia.
Al parecer los
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estaban ansiosos de que las cosechas madurasen con rapidez. Fiben tenía esperanzas de que las necesitasen para alimentar a los rehenes, pero tal vez habían llegado con pocos alimentos y las querían para ellos.
Llevaba un buen ritmo de marcha y decidió sacar a Tyco de la carretera y hacerlo entrar en una pequeña arboleda de frutales que había junto a ésta. El animal descansó, paciendo en la hierba de procedencia terrestre, y Fiben caminó entre los árboles para relajarse.
Advirtió que el huerto no había sido regado ni tratado con pesticidas desde hacía algún tiempo. Un tipo de avispa sin aguijón revoloteaba sobre las naranjas, aunque la floración secundaria había terminado hacía unas semanas y ya no eran necesarias como polinizadoras.
El aire estaba lleno de un aroma de fruta casi madura. Las avispas se encaramaban sobre la corteza de las naranjas, buscando una vía de acceso a la dulzura interior.
De repente, y sin pensarlo, Fiben alargó la mano y agarró algunos insectos. Fue muy fácil. Dudó unos momentos y luego se los llevó a la boca.
Eran jugosos y crujientes, muy parecidos a las termitas.
—Sólo estoy contribuyendo a la disminución del número de parásitos —razonó, alargando sus dos manos marrones para agarrar unos cuantos más. El sabor de las crujientes avispas le recordó cuánto tiempo hacía que no comía—. Si esta noche he de hacer un buen trabajo en la ciudad, necesitaré sustento —continuó en voz alta mirando a su alrededor. El caballo pacía con toda tranquilidad y no había nadie más a la vista.
Se quitó el cinturón de herramientas y retrocedió un paso. Entonces, cuidando su tobillo izquierdo, todavía débil, dio un salto hasta el tronco y trepó por una de las ramas cargadas de frutos. Cogió una bola rojiza, casi madura y se la comió como si fuera una manzana, con piel y todo. El sabor era agrio y áspero, muy distinto de la insípida comida estilo humano que tantos chimps afirmaban preferir en aquella época.
Cogió dos naranjas más y, para facilitar la digestión, se llevó unas cuantas hojas a la boca. Luego se apoyó en el tronco y cerró los ojos.
Allí arriba, con el zumbido de las avispas por toda compañía, Fiben podía casi creer que no tenía ninguna preocupación, ni en este mundo ni en ningún otro. Podía olvidar las guerras y los demás absurdos problemas de los seres sapientes.
Fiben hizo una mueca, con sus expresivos labios inclinados hacia abajo. Y se rascó bajo los brazos.
—Uk, uk.
Resopló y se imaginó que estaba en un África que ni siquiera sus bisabuelos habían conocido, con colinas cubiertas de vegetación nunca tocadas por sus primos de piel suave y nariz prominente.
¿Cómo hubiera sido sin hombres el universo? ¿Y sin ETs? ¿Sin nadie excepto chimps?
Tarde o temprano hubiésemos inventado naves espaciales y el universo sería nuestro.
Las nubes pasaban una tras otra y Fiben continuaba apoyado en el tronco, disfrutando de sus fantasías. Las avispas zumbaban indignadas por su presencia. Les perdono su insolencia y cogió unas cuantas para completar su comida, pero por más que lo intentase, no podía mantener su ilusión de soledad. Un ruido, un zumbido poderoso, surgió procedente de las alturas. Y por más que lo procuró no pudo fingir no haber oído los vehículos alienígenas que cruzaban el cielo sin haber sido invitados.
Una brillante verja de más de tres metros de alto serpenteaba sobre el sinuoso terreno que rodeaba Puerto Helenia. Era una imponente barrera, levantada a toda prisa por máquinas robots especiales inmediatamente después de la invasión. Había varias puertas por las que la población chimp de la ciudad parecía entrar y salir sin demasiados problemas o impedimentos. Pero no podían evitar sentirse intimidados por aquella repentina y nueva pared. Tal vez ése era su principal objetivo.
Fiben se preguntó cómo se las hubiesen apañado los
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si la capital hubiese sido una verdadera ciudad en vez de ser un pequeño pueblo en un rústico mundo colonial.
Se preguntó también dónde tendrían encerrados a los humanos.
Ya había anochecido cuando atravesó una amplia banda de tocones de árbol que le llegaban a la altura de las rodillas, cien metros antes de la verja alienígena. Aquella zona había sido un parque, pero ahora no había más que astillas y fragmentos que cubrían el suelo hasta la torre de vigilancia.
Fiben hizo acopio de fuerzas para pasar la misma inspección minuciosa que había sufrido en el puesto de control; pero, para su sorpresa, nadie le puso ningún tipo de reparos. De un par de columnas surgía un haz de luz que iluminaba la carretera. Un poco más adelante pudo ver los oscuros y angulares edificios y las calles apenas alumbradas y aparentemente desiertas.
El silencio era fantasmal.
—Vamos, Tyco, no hagas ruido. —Fiben se inclinó hacia delante para hablarle al caballo con voz suave. Éste resopló y tiró del carro flotador hasta que pasaron la verja de acero gris.
Al pasar frente a la garita de la verja, Fiben echó una rápida mirada al interior. Dentro había dos centinelas, apoyados sobre una de sus patas delgadas como palos y con su prominente y pajaril pico escondido entre la pelusa suave bajo el brazo izquierdo. En el mostrador, ante ellos, había dos sable-fusiles junto a un montón de panfletos galácticos.