—Aquí hay algo muy extraño, colega. Algo que soy completamente incapaz de explicar.
Uthacalthing se humedeció los labios antes de hablarle.
—Dígame qué le preocupa, estimado embajador.
—Parece existir una criatura… —la voz de Kault era un grave retumbo—, una criatura que ha estado comiendo en estos campos de bayas hace poco tiempo. Ya llevo días viendo las huellas de sus incursiones alimenticias. Es una criatura grande., muy grande para ser nativa de Garth.
Uthacalthing estaba todavía acostumbrándose a la idea de que
syulff-kuonn
hubiera penetrado donde habían fracasado muchos otros glifos, más sutiles y poderosos.
—¿Sí? ¿Y eso es importante?
Kault hizo una pausa como si no estuviera seguro de la conveniencia de seguir hablando. Por último el
thenanio
suspiró.
—Amigo mío, es muy extraño. Pero debo decir que, después del holocausto bururalli, no puede haber ningún animal capaz de llegar a esos arbustos tan altos. Y su manera de alimentarse es absolutamente extraordinaria.
—Extraordinaria ¿en qué sentido?
—Le pido que no se ría de mí, colega —la cresta de Kault se inflamó, en cortas oleadas de evidente confusión.
—¿Reírme de usted? ¡Eso nunca! —mintió Uthacalthing.
—Entonces se lo diré. Ahora ya estoy convencido de que esa criatura tiene manos, Uthacalthing, estoy seguro de ello.
—Humm —comentó Uthacalthing evasivamente.
—Aquí hay un misterio, querido colega —la voz de Kault se hizo aún más grave—. En Garth pasa algo muy extraño.
Uthacalthing controló su corona y anuló toda expresión facial. En ese preciso momento se dio cuenta de por qué había sido
syulff-kuonn
, el glifo de anticipación de una broma pesada, el que penetró donde ninguno de los otros había podido.
¡La broma era para mí!
Uthalcalthing miró más allá del borde de la zona sombreada, donde la brillante tarde había empezado a colorearse por una capa de nubes que se había formado sobre las montañas.
Su cómplice había estado dejando pistas entre los matorrales desde hacía semanas, desde que la nave
tymbrimi
cayó en el lugar que Uthacalthing había elegido de antemano, al borde de las marismas, muy al sudeste de las montañas. El pequeño Jo-Jo, el atávico chimp que ni siquiera podía hablar excepto con las manos, caminaba por delante de Uthacalthing, desnudo como un animal, y dejaba misteriosas huellas y herramientas de piedra en el camino, manteniendo un tenue contacto con Uthacalthing a través del globo guardián de color azul.
Todo formaba parte de un elaborado plan para hacer creer a Kault que en Garth existía vida presensitiva.
Pero el
thenanio
no había visto ninguna de las pistas, ninguno de los indicios preparados especialmente para él.
No, lo que Kault había notado finalmente, era al propio Jo-Jo… los rastros que el pequeño chimp había dejado al forrajear y vivir.
Uthacalthing comprendió que
syulff-kuonn
tenía toda la razón. Bromear con uno mismo era en verdad divertido.
Creyó poder oír de nuevo la voz de Mathicluanna.
—
Nunca se sabe…
—parecía decirle.
—Sorprendente —le dijo al
thenanio
—. Francamente sorprendente.
De vez en cuando se sentía preocupada por estar acostumbrándose demasiado a los cambios. La nueva disposición de las terminaciones nerviosas, la redistribución de los tejidos adiposos, la divertida protuberancia de su nariz, tan humanoide ya… Ésas eran cosas ya tan habituales que a veces se preguntaba si podría volver alguna vez a la morfología estándar de los
tymbrimi
.
Tal pensamiento aterrorizaba a Athaclena.
Hasta ese momento había tenido buenos motivos para mantener aquellas alteraciones humaniformes.
Mientras dirigía un ejército de pupilos lobeznos medio elevados, parecerse a una hembra humana había sido algo más que una buena política. Había sido como una especie de vínculo que la había unido con los chimps y los gorilas.
Y con Robert, naturalmente
, reconoció.
Athaclena se preguntó si alguna vez volverían a disfrutar del placer semiprohibido de las caricias entre individuos de distinta especie. En aquellos momentos parecía poco probable. Su matrimonio se había reducido a un par de firmas en un trozo de corteza de árbol: una útil maniobra política. Nada era igual que antes.
Bajó la vista y vio su reflejo en las turbias aguas que tenía ante ella.
—Ni carne ni pescado —susurró en ánglico, sin recordar dónde había leído u oído aquella frase pero comprendiendo su significado metafórico. Un joven macho
tymbrimi
que la viera en su forma actual no podría contener las carcajadas. Y, por lo que se refería a Robert, bueno, hacía menos de un mes que se había sentido muy cerca de él. La creciente atracción del muchacho hacia ella, el rudo y hambriento aspecto lobezno de esa atracción, la había adulado y complacido de una forma un tanto arriesgada.
Ahora, empero, él está otra vez entre los suyos y yo estoy sola.
Athaclena sacudió la cabeza y decidió alejar aquellos pensamientos. Tomó un frasco y vertió un poco de agua clara en la charca para disolver así su reflejo. Cerca de la orilla se movieron unas partículas de barro y oscurecieron la delicada trama de zarcillos de las enredaderas colgantes, que se entrelazaban dentro de la charca.
Aquélla era la última de una cadena de pequeñas hoyas, a pocos kilómetros de las cuevas. Athaclena trabajaba concentrándose y tomando notas, pues sabía que no era una auténtica científica y tenía que compensar aquel hecho con una extremada meticulosidad. No obstante, sus simples experimentos habían empezado a dar resultados prometedores. Si sus ayudantes regresaban del siguiente valle a tiempo, con los datos que les había pedido, tal vez tuviera algo importante que enseñar al mayor Prathachulthorn.
Puede que parezca un monstruo, pero aún soy tymbrimi. Tengo que demostrar mi utilidad, a pesar de que los terrestres no me consideren una guerrera.
Su concentración era tan intensa, tan silenciosa la apacible jungla, que las repentinas palabras fueron como tronidos.
—¡Así que estás aquí, Clennie! Te he buscado por todas partes.
Athaclena se dio vuelta con tal brusquedad que estuvo a punto de derramar un frasco de un líquido color ocre. Las enredaderas que la rodeaban cayeron repentinamente, como una red que tratase de atraparla. Su pulso se aceleró durante la fracción de segundo que necesitó para reconocer a Robert, quien la miraba desde lo alto de la arqueada raíz de un casi-roble gigante.
Llevaba mocasines, una camisa sin mangas de suave gamuza y pantalones hasta la rodilla. El arco y el carcaj que se mecían a su espalda lo hacían parecer el héroe de un romance lobezno de la vieja época. Mathicluanna solía leerle esas historias cuando era niña. Le costó más tiempo del que le hubiera gustado recobrar la compostura.
—Robert, me has dado un susto.
—Lo siento, no era mi intención —el muchacho se sonrojó.
Ella sabía que eso no era totalmente cierto. La protección psi de Robert había mejorado, y se hacía evidente que estaba orgulloso de poder acercarse sin ser detectado. Una sencilla pero nítida versión de
kiniwullun
se movía como un duendecillo sobre la cabeza de Robert. Si entrecerraba los ojos, podía casi imaginar que allí había un joven macho
tymbrimi
.
Athaclena tembló. Ya había decidido que no debía permitirse tales pensamientos.
—Ven y siéntate, Robert. Cuéntame qué has estado haciendo.
Agarrándose a una enredadera, Robert se columpió ágilmente sobre la marga salpicada de hojas y pasó sobre el lugar donde ella experimentaba, para aterrizar pasada la hoya. Luego se quitó el arco y el carcaj y se sentó junto a ella con las piernas cruzadas.
—He estado buscando algún modo de ser útil —se encogió de hombros—. Phathachulthorn ha terminado de sonsacarme información. Ahora quiere utilizarme para que me ocupe de la moral de los chimps. «Tenemos que mantener a esos pequeños individuos —la voz de Robert subió un cuarto de octava al imitar el acento sudasiático del mayor del ejército de Terragens— con la moral muy alta, Oneagle. Hágales sentir que son muy importantes para la Resistencia».
Athaclena asintió, comprendiendo el significado no explícito de las palabras de Robert. A pesar de los pasados éxitos de los partisanos, era obvio que Prathachulthorn consideraba superfluos a los chimps, a lo sumo útiles como soldados rasos o en las maniobras de diversión. La misión de relacionarse con unos pupilos que eran como niños parecía la mejor tarea que podía asignar al joven hijo de la Coordinadora Planetaria, un muchacho poco preparado y presumiblemente blando.
—Creí que a Prathachulthorn le había gustado tu idea de utilizar bacterias de digestión contra los
gubru
—dijo Athaclena.
En el rostro de Robert se dibujó un gesto desdeñoso. Cogió una ramita y la hizo girar distraídamente entre sus dedos.
—Oh, comentó que era muy interesante que las bacterias intestinales de los gorilas disolvieran los blindajes de los
gubru
. Decidió asignar a Benjamín y a otros técnicos chimps a mi proyecto.
Athaclena intentó rastrear en el oscuro esquema de los sentimientos del muchacho.
—¿La teniente McCue no te ayudó a persuadirlo?
Robert desvió la vista ante la simple mención de la joven humana y, al mismo tiempo, se puso en guardia, lo que contribuyó a confirmar algunas de las sospechas de Athaclena.
—Sí, Lydia me ayudó, pero Prathachulthorn dice que sería casi imposible enviar suficientes bacterias a las instalaciones
gubru
más importantes antes de que puedan detectarlas y neutralizarlas. Sigo teniendo la impresión de que Prathachulthorn lo considera una cuestión secundaria que quizá tenga alguna utilidad dentro de su plan principal.
—¿Sabes qué tiene en mente?
—Se limita a sonreír y a decir que les romperá el pico a esos pájaros. Se ha sabido que los
gubru
están construyendo una importante instalación al sur de Puerto Helenia y ése sería un buen objetivo, pero no quiere dar más detalles al respecto. Después de todo, la táctica y la estrategia son para los profesionales, ya sabes.
»De todas maneras, no he venido a hablar de Prathachulthorn. He traído una cosa que quiero mostrarte —Robert se quitó la mochila y metió la mano en ella para sacar un objeto envuelto en tela. Apartó la cobertura y se lo tendió—. ¿Te parece familiar?
A primera vista parecía un montón de trapos con unas cuerdas anudadas que colgaban de sus extremos. Mirándolo de cerca, le recordó a cierto tipo de hongo seco. Robert agarró la parte más gruesa, en la que concurrían todas las delgadas fibras, y extendió las hebras hasta que el membranoso tejido se desplegó por completo bajo la suave brisa.
—Sí, sí que me recuerda algo, Robert. Yo diría que es como un pequeño paracaídas, pero evidentemente es natural, como si procediese de algún tipo de plantas —sacudió la cabeza.
—Caliente, caliente. Intenta recordar un día un tanto traumático de hace unos cuantos meses, Clennie. Un día que no creo que ninguno de los dos podamos olvidar nunca.
Sus palabras eran misteriosas, pero unos centelleos de empatía hicieron nacer sus recuerdos.
—¿Esto? —preguntó Athaclena señalando el blando y casi traslúcido material—. ¿Esto es de la hiedra en placas?
—Exacto —asintió Robert—. En primavera, las capas superiores están lozanas, elásticas, y tan rígidas que puedes arrancarlas y montarte en ellas como si fueran un trineo…
—Eso si tienes la suficiente coordinación —se burló Athaclena.
—Bueno, sí. Cuando se acerca el otoño, las placas superiores se marchitan hasta convertirse en esto —dobló la flexible placa en forma de paracaídas agarrándola por sus fibrosas hebras—. Dentro de pocas semanas, serán aún más ligeras.
—Recuerdo que me explicaste el motivo —observó Athaclena—. Es para la reproducción ¿verdad?
—Exacto. Esta pequeña vaina de esporas —abrió la mano para mostrar una diminuta cápsula en el punto donde se unían las hebras— es transportada hacia arriba por el paracaídas empujado por los vientos de final de otoño. El aire se llena de cosas de éstas, y durante algún tiempo la navegación aérea se vuelve peligrosa. En la ciudad provocan una gran confusión.
»Por fortuna, supongo, las antiguas criaturas que polinizaban a la hiedra en placas se extinguieron durante el fiasco de los
bururalli
, y ahora casi todas las vainas son estériles. Si no lo fueran, creo que la mitad del Sind estaría cubierta de hiedra en placas. Todo lo que solía alimentarse de esto también lleva muerto mucho tiempo.
—Fascinante. —Athaclena percibió un temblor en el aura de Robert—. Y tienes pensado emplear estas cosas para algo ¿verdad?
—Sí —guardó el transportador de esporas—. Tengo una idea, aunque no creo que Prathachulthorn quiera escucharme. Me tiene demasiado bien etiquetado, gracias a mi madre.
Megan Oneagle era en parte responsable de la opinión que el oficial terrestre tenía de su hijo.
¿Cómo puede una madre comprender tan poco a su hijo?
, se preguntó Athaclena. Los humanos podían haber recorrido un largo camino desde sus siglos oscuros, pero ella compadecía aún a los
k'chu-non
, los pobres lobeznos. Todavía tenían mucho que aprender.
—Tal vez Prathachulthorn no te escuche directamente, Robert, pero la teniente McCue merece toda su confianza. Estoy segura de que ella te escuchará, y después puede transmitir tu idea al mayor.
—No lo sé —Robert hizo un gesto dubitativo.
—¿Por qué no? —preguntó Athaclena—. Sé que a esa joven terrestre le gustas. De hecho, estoy casi convencida de haber detectado en su aura…
—No debes hacer eso, Clennie —le espetó Robert—. No tienes que meter las narices en los sentimientos de los demás. No… no es asunto tuyo.
—Quizá tengas razón —ella bajó la mirada—. Pero tú eres mi amigo y esposo, Robert. Si tú estás tenso y frustrado eso es malo para ambos ¿no?
—Supongo que sí —respondió él sin mirarla.
—¿Sientes, pues, una atracción sexual hacia esa Lydia McCue? —le preguntó Athaclena—. ¿La quieres?
—No veo por qué tienes que preguntar…