De pronto Fiben lo reconoció: era el pequeño alcahuete, el que lo había abordado a la puerta de «La Uva del Simio». No podía oír la voz del chimp con toda aquella algarabía, pero pudo leer en sus labios.
—¡Eh, idiota, mira hacia arriba!
El rostro infantil le hacía muecas, señalando un punto elevado.
Fiben levantó la cabeza justo a tiempo de ver cómo una cosa brillante se le venía encima. Por puro instinto saltó hacia un lado, agarrándose con fuerza a otra «roca» mientras el borde de la red que caía le rozaba el pie izquierdo. Un dolor eléctrico sacudió su pierna.
—¡Mierda! ¡Por todos los demonios! —maldijo en voz alta.
Le costó unos instantes darse cuenta de que el tumulto que oía estaba compuesto de aplausos. Pronto éstos se convirtieron en vítores cuando rodó por el suelo, sujetándose la pierna, para escapar así de otra trampa. Una docena de lazos recubiertos con una sustancia pegajosa cayeron rígidos sobre la roca de imitación desde la que acababa de saltar.
Fiben intentó permanecer lo más quieto posible mientras se frotaba el pie y miraba a su alrededor enojado.
Por dos veces había estado a punto de ser cazado como un estúpido animal. Para el público tal vez fuera divertido, pero él personalmente no tenía deseo alguno de verse involucrado en una extraña y lunática carrera de obstáculos.
En la pista de baile avistó unos brillantes trajes de cremallera, a la derecha, a la izquierda y en el centro. El
gubru
del palco parecía interesado, pero no daba muestras de querer intervenir.
Fiben suspiró. Su problema seguía siendo el mismo. La única dirección que podía tomar era hacia arriba.
Con mucha cautela, empezó a trepar por otra roca acolchada. Era evidente que las trampas estaban pensadas para resultar humillantes, incapacitadoras y dolorosas, pero no mortales. Salvo en su caso, claro. Si caía en ellas, sus indeseables enemigos lo atraparían en un abrir y cerrar de ojos.
Puso el pie con cuidado en el siguiente «peñasco». Notó un cosquilleo de falsedad bajo el pie derecho y se echó atrás justo en el momento en que se abría la puerta de una trampa. La multitud contuvo el aliento mientras él trastabillaba junto al borde del hoyo recién abierto. Fiben agitó los brazos como aspas de molino para mantener el equilibrio. Desde su insegura posición, dio un salto y se agarró con las manos al saliente de arriba.
Sus pies colgaban en el vacío; su respiración se hizo jadeante. Deseaba desesperadamente que los humanos no hubieran suprimido algunas de las habilidades trepadoras de sus ancestros, instintivas e «innecesarias», para dejar espacio a cosas tan triviales como el lenguaje y la razón.
Gruñó, y poco a poco empezó a ascender dejando atrás el abismo. El público enfervorizado pedía más.
Al llegar con la respiración entrecortada al siguiente nivel, mientras intentaba mirar en todas direcciones, Fiben advirtió que un sistema de megafonía, sobreponiéndose al ruido de la multitud, murmuraba sin cesar en un tono mecánico y entrecortado.
—
…un enfoque más adecuado de la Elevación… adecuado al origen de la raza pupila… que ofrece oportunidades a todos los que… no afectados por la perversión de las normas humanas…
En el palco, el invasor gorjeaba ante un pequeño micrófono. Sus palabras traducidas por una máquina bramaban por encima del sonido de la música y el excitado griterío del público. Fiben pensó que ni siquiera uno de cada diez chimps de la sala era consciente del monólogo del ET debido al estado en que todos se encontraban. Pero era probable que eso no importase.
¡Estaban siendo condicionados!
No era raro que nunca hubiese oído hablar del striptease de Sylvie en el montículo ni de aquella demencial carrera de obstáculos. ¡Eran innovaciones de los invasores!
Pero ¿qué se proponían con ellas?
No pueden haber preparado todo esto sin ayuda
, pensó Fiben enojado. Veía cómo los dos chimps bien vestidos que estaban sentados junto al invasor susurraban entre sí y garabateaban en sus cuadernos: tomaban nota de las reacciones del público por encargo de sus nuevos amos.
Fiben escudriñó el palco y descubrió que el pequeño alcahuete con la capucha no estaba lejos del anillo de protección que formaban los guardias robot en torno al
gubru
. Se dedicó a memorizar sus rasgos infantiles durante un segundo. ¡Traidor!
Sylvie estaba ahora varios terraplenes por encima de él. La bailarina movía sus rosadas caderas ante sus narices y se reía al ver el sudor que le bañaba el rostro. Los machos humanos tenían sus propios estímulos visuales: los pechos y caderas femeninos y la suave y lisa piel de las fems. Pero no podían compararse con el temblor eléctrico que ocasionaba a un chimp macho contemplar un poco de color en el sitio adecuado.
—Fuera. Hay que salir, no quedarse dentro —dijo Fiben, sacudiendo la cabeza vigorosamente.
Se concentró en mantener el equilibrio, y sin forzar demasiado su débil tobillo izquierdo rodeó el agujero y se impulsó hacia adelante con las manos y las rodillas.
Sylvie se inclinaba hacia él desde dos niveles más arriba. Podía percibir su aroma a pesar de los fuertes olores que invadían el local, y a Fiben se le ensancharon las fosas nasales.
Pero de repente agitó la cabeza. Había otro olor penetrante, un tufo empalagador que parecía muy cercano.
Con el dedo meñique de la mano izquierda tocó la plataforma que había estado a punto de encaramarse.
Gritó y apartó el dedo en seguida, dejando tras de sí un pedacito de piel. A diez centímetros del borde, la superficie estaba cubierta por una goma que ardía.
¡Maldito instinto! Fiben se llevó automáticamente el dedo chamuscado a la boca y estuvo a punto de quedar amordazado.
Ésta sí que era buena situación. Si avanzaba hacia arriba o hacia adelante aquella sustancia pegajosa lo atraparía, y si retrocedía era más que probable que cayese al vacío.
Este laberinto de trampas era la explicación a algo que antes lo había intrigado. Ahora entendía que los chimps del público no se hubieran vuelto locos y se hubieran abalanzado sobre el montículo en el momento en que Sylvie los provocaba. Sólo los presumidos o los temerarios se arriesgarían a tal escalada; los otros se contentaban con mirar y tener fantasías. La danza de Sylvie no era más que la primera parte del espectáculo.
¿Y si algún bastardo afortunado lo conseguía? Bueno, entonces todos los demás podrían contemplar también ese aliciente adicional.
Esa idea le repelió. Las relaciones en privado eran naturales, pero aquella lascivia pública resultaba asquerosa.
Al mismo tiempo, advirtió que casi había logrado llegar arriba. Sintió una ancestral aceleración en la sangre.
Sylvie se contoneaba hacia él, e imaginó que ya podía tocarla. Los músicos aumentaron el ritmo y las luces estroboscópicas brillaron de nuevo en una imitación de los relámpagos, acompañados por truenos artificiales.
Fiben notó unas punzantes gotitas, como el principio de una tormenta.
Sylvie bailaba bajo la lluvia, incitando al público, y Fiben se humedeció los labios sintiéndose atraído.
Entonces, bajo el resplandor de un solitario relámpago, Fiben reparó en algo igualmente excitante, pero mucho más atractivo para él que el hipnótico movimiento de la chima. Era una señal luminosa, pequeña y verde, recatada y concreta, que brillaba tras el hombro de la bailarina.
«SALIDA», leyó.
De pronto el dolor, el cansancio y la tensión provocaron que algo se liberase en el interior de Fiben. De algún modo, se sintió por encima del ruido y el tumulto, y recordó con diáfana claridad lo que Athaclena le dijera poco antes de abandonar el campamento de la montaña y empezar su excursión hacia la ciudad. Las hebras plateadas de su corona
tymbrimi
se habían ondulado con suavidad, como mecidas por una brisa de pensamiento puro.
—
Hay un dicho que mi padre me recitó una vez. Se trata de un «poema Haikú», en un dialecto terrestre llamado japonés. Quiero que lo lleves contigo.
—
Japonés
—había protestado él—.
Se habla en la Tierra y en Califa pero en Garth no hay ni cien hombres o chimps que lo entiendan.
—
Yo tampoco.
—Athaclena había sacudido la cabeza—.
Pero debo decírtelo tal como me lo dijeron a mí
.
Lo que surgió entonces de su boca abierta fue mucho más una cristalización que un sonido, un breve sustrato de significado que dejó una huella mientras se desvanecía.
Ciertos momentos suavizan
la más oscura tormenta del invierno,
¡cuando las estrellas claman y tú te elevas!
Fiben parpadeó y el momento revivido desapareció. Las letras seguían brillando, resplandeciendo como un refugio verde.
SALIDA
De pronto, todo desapareció: el ruido, los olores, el fuerte picor de las diminutas gotas que imitaban a la lluvia. Fiben se sentía como si su tórax se hubiera ensanchado al doble. Los brazos y las piernas le parecían más ligeros, como si no pesasen prácticamente nada.
Con una rápida flexión, saltó desde su precario punto de apoyo para aterrizar en el siguiente nivel, con las puntas de los pies a pocos centímetros de la ardiente y camuflada cola. El público rugía, y Sylvie retrocedió un paso y empezó a aplaudir.
Fiben reía. Se golpeó el pecho rápidamente como había visto hacer a los gorilas, siguiendo el ritmo del trueno que iba en aumento. Al público le encantó.
Caminó junto a la superficie pegajosa con una mueca, distinguiéndola más por instinto que por su leve diferencia de color. Con los brazos extendidos para no perder el equilibrio, lo hacía parecer más difícil de lo que era en realidad.
El terraplén terminaba en un gran árbol, hecho con fibra de vidrio y bolas de plástico verde, que coronaba la cima del montículo.
Por supuesto, aquella cosa estaba llena de trampas. Fiben no perdió el tiempo inspeccionándola. Saltó hacia arriba hasta tocar levemente la rama más próxima, balanceándose arriesgadamente al caer. El público estaba boquiabierto.
La rama tardó un instante en retraerse, tras haberla tocado… el tiempo suficiente para agarrarse a ella con fuerza en caso de haberlo intentado. Todo el árbol pareció girar. Las ramas se convirtieron en cuerdas ondulantes que le hubiesen atrapado el brazo si hubiese estado sujeto a cualquiera de ellas.
Con un aullido de alborozo, Fiben saltó de nuevo, agarrándose ahora a la cuerda que colgaba cuando la rama se inclinó otra vez. La utilizó como un saltador de pértiga, y pasó por encima de las dos últimas plataformas, incluida la de la sorprendida bailarina, para ir a parar a la selva de cables y vigas del techo.
Se soltó en el último momento y aterrizó de un salto en una tramoya. Durante unos instantes tuvo que luchar para no perder el equilibrio en aquella base tan precaria. A su alrededor todo era un laberinto de focos y combados entramados. Riendo, saltó entre disparadores automáticos, cables accionadores, redes y cuerdas entrelazadas que caían hacia el montículo. Había también unos tubos con una sustancia caliente parecida a los copos de avena. Fiben los pisó y los fragmentos que cayeron obligaron a la orquesta a ponerse a cubierto.
Ahora Fiben podía ver claramente el trazado de la carrera de obstáculos. No había una solución real al rompecabezas, sólo la que había usado para saltar sobre las últimas plataformas.
En otras palabras, no le quedaba más remedio que batir trampas.
El montículo no era un buen examen. Ningún chimp podía superarlo con la inteligencia; sólo podía esperar que otros corrieran el riesgo primero, sufriendo dolor y humillación en las trampas. La lección que enseñaban con eso los
gubru
era insidiosamente simple.
—Esos bastardos —murmuró.
El sentimiento de exaltación empezaba a desvanecerse y con él una parte de la sensación de invulnerabilidad que emanaba. Era obvio que Athaclena le había ofrecido un regalo de despedida, un hechizo posthipnótico para que le ayudara a encontrarse a sí mismo en medio de un buen lío. Fuera lo que fuese, él sabía que no podía forzar demasiado aquella buena suerte.
Ha llegado el momento de salir de aquí
, pensó.
La música enmudeció cuando la orquesta empezó a recibir el impacto de la sustancia parecida a la avena. En aquellos momentos, el servicio de megafonía estaba de nuevo en marcha, emitiendo unas exhortaciones que ya parecían un poco fanáticas.
—…
un comportamiento inaceptable en pupilos adecuados… Negar las expresiones de aprobación al que ha roto las reglas… Al que debe ser castigado.
Los pomposos apremios del
gubru
caían en saco roto porque la multitud parecía haberse transformado totalmente en simia. Cuando Fiben saltó sobre los mastodónticos altavoces y soltó los cables, la perorata del alienígena se vio interrumpida y un rugido de alegría y aprobación creció entre el público.
Fiben se apoyó en uno de los focos y lo movió de forma que recorriera toda la sala. Cuando el haz de luz los iluminaba, los chimps cogían las mesas de junco y las rompían sobre sus cabezas. Entonces el foco se posó en el palco donde el ET agitaba el micrófono muy airado. La criatura pajaril se encogió gimiendo ante el fuerte resplandor.
Los dos chimps que compartían el palco del VIP se pusieron a cubierto cuando los robots-guardia giraron y dispararon al unísono. Fiben saltó de la tramoya justo antes de que el foco explotase en una lluvia de metal y vidrios. Cayó dando una voltereta en la cima del montículo de la danza Rey de la Montaña. Al saludar al público disimuló su cojera. La sala retumbaba con los vítores y aplausos.
Cuando se volvió y se aproximó a Sylvie, todos callaron de repente.
Aquello era la recompensa. Los chimpancés en estado salvaje no tenían vergüenza de emparejarse delante de los demás, y hasta los neochimpancés elevados asistían a sesiones de grupo cuando era el tiempo y el lugar adecuados. No sentían los celos y los tabús de intimidad que hacían tan raros a los machos humanos.
El clímax de la velada se había producido mucho antes de lo que el
gubru
planeó, y de una forma que a lo mejor no era de su agrado, pero la esencia de la lección se mantenía. Los del público buscaban un placer indirecto, con todas las reacciones psicológicamente controladas.
La máscara de pájaro de Sylvie era parte del condicionamiento. Sus dientes brillaron al tiempo que agitaba las caderas ante él. Las numerosas tiras de la falda ondularon en un destello de provocativo color. Hasta los «margis» estacan pendientes de ella, relamiéndose los labios expectantes, y habiendo olvidado la pelea con Fiben.