—Muy bien —exclamó Robert, acercándose a la luz, con la garganta todavía rasposa por la falta de uso—. ¿Qué está ocurriendo aquí? ¿Dónde está ella y qué se propone hacer?
Todos lo miraron. Robert sabía que su aspecto era ridículo con el pijama arrugado y las zapatillas, sin peinar y con el brazo enyesado hasta el hombro.
—Capitán Oneagle —dijo uno de los chimps—, tendría aún que guardar cama. La fiebre…
—Oh, déjalo… Micah. —Robert tuvo que concentrarse para recordar el nombre del chimp. Las últimas semanas eran todavía una neblina en su mente—. La fiebre me bajó hace dos días. Puedo leer mi propio cuadro. Decidme, ¿qué ocurre? ¿Dónde está todo el mundo? ¿Dónde está Athaclena?
Se miraron entre sí. Por último, una chima se sacó de la boca unos cuantos alfileres de colores para los mapas y respondió:
—La general… uf, la señorita Athaclena, se ha marchado. Está dirigiendo un ataque por sorpresa.
—Un ataque… —Robert parpadeó—. ¿Contra los
gubru
? —Se llevó una mano a los ojos porque la habitación parecía moverse—. Oh, Ifni.
Se produjo un despliegue de actividad cuando tres chimps intentaron a la vez coger una silla plegable de madera y ofrecérsela a Robert. Éste se sentó de golpe y vio que aquellos chimps eran o muy jóvenes o muy viejos.
Athaclena debía de haberse llevado consigo a los más fuertes y sanos.
—Contádmelo —les pidió.
Una chima de aspecto maduro, con gafas y muy seria, les hizo a los demás una seña para que regresaran a sus tareas y se presentó.
—Soy la doctora Soo —dijo—. En el centro trabajaba en las historias genéticas de los gorilas.
—La doctora Soo, sí —asintió Robert—. Recuerdo que usted ayudó a curar mis heridas. —Recordaba su rostro entre brumas mientras la infección ardía en su sistema linfático.
—Estuvo muy enfermo, capitán Oneagle. No se trataba sólo del brazo roto, o de esas toxinas que absorbió durante el accidente. Ahora estamos casi seguros de que también inhaló los gases que los
gubru
lanzaron en el feudo de los Mendoza.
Robert parpadeó. Su memoria era confusa. Había pasado un par de días allí arriba, en el rancho de los Mendoza, hablando con Fiben y haciendo planes. De alguna forma tendrían que encontrar a otros y empezar algo.
Tal vez ponerse en contacto con el gobierno de su madre en el exilio, si es que aún existía. Los informes de Athaclena hablaban de una serie de cuevas que parecían ideales como cuartel general. Quizás esas montañas podrían ser una base de operaciones contra el enemigo.
Luego, una tarde, aparecieron de pronto unos chimps que corrían frenéticos de un lado a otro. Antes de que pudiera hablar, antes de que pudiera incluso levantarse, lo cogieron en brazos y lo sacaron de la granja en dirección a las montañas.
Se estaban produciendo estampidos sónicos, sucintas imágenes de algo inmenso en el cielo.
—Pero… pero yo creía que el gas era fatal si… —Su voz se quebró.
—Eso, si no hay antídoto. Pero la dosis que inhaló usted era tan escasa… —la doctora Soo se encogió de hombros—. Y aun así, estuvimos a punto de perderlo.
—¿Y la niña pequeña? —preguntó Robert, estremeciéndose.
—Está con los gorilas —la chima experta en nutrición sonrió—. Está lo más segura que se puede estar dadas las circunstancias.
—Al menos eso es bueno. Suspiró y se recostó en la silla.
Los chimps que se llevaron a la pequeña Abril Wu debieron de llegar a las alturas con tiempo suficiente para salvarla. Robert lo había conseguido a duras penas. Los Mendoza fueron un poco más lentos y se habían visto envueltos en la nube de gas tóxico que surgía de la panza de la nave alienígena.
—A los 'rilas no les gustan las cavernas, así que la mayoría están en los valles elevados, forrajeando en pequeños grupos bajo una vigilancia relajada, alejados de cualquier edificio. Están atacando regularmente con gas a todos los edificios, tanto si hay humanos en ellos como si no los hay.
—Los
gubru
son minuciosos —asintió Robert.
Miró el mapa de la pared cubierto de alfileres de colores. Abarcaba toda la región, desde las montañas septentrionales, al otro lado del Valle del Sind, hasta el mar por el oeste. Allí, las islas del archipiélago formaban un collar de civilización. En el continente sólo había una ciudad, Puerto Helenia, en la orilla norte de la Bahía de Aspinal. Al sur y al este de las Montañas de Mulun se hallaban las junglas del continente principal, pero la característica más importante se encontraba en el extremo superior del mapa. Pacientes, tal vez imparables, las grandes capas de hielo gris adquirían cada año mayor profundidad. La ruina final de Garth.
Sin embargo, los alfileres del mapa tenían que vérselas con una calamidad más cercana, a más corto plazo.
La disposición de las marcas rosas y rojas era fácil de interpretar.
—Tienen la sartén por el mango, ¿eh?
El chimp más viejo, llamado Micah, le llevó a Robert un vaso de agua. Frunció el ceño ante el mapa.
—Sí, señor. Al parecer, la batalla ha terminado. Los
gubru
han concentrado sus energías alrededor de Puerto Helenia y del archipiélago, al menos de momento. Aquí, en las montañas, ha habido poca actividad, aparte de ese acoso permanente de los robots que lanzan gases de coerción. Pero el enemigo ha establecido una firme presencia en todos los lugares colonizados.
—¿Cómo consigues la información?
—Mediante los comunicados
gubru
, principalmente, y nuestros informadores de Puerto Helenia. La general también envió mensajeros y observadores en todas direcciones. Algunos ya nos han hecho llegar sus informes.
—¿Quiénes son los mensajeros?
—La gen… uf —Micah parecía un poco avergonzado—. A algunos de los chimps les costaba pronunciar el nombre de la señorita Athac… de la señorita Athaclena. Así que… —Su voz se apagó.
Voy a tener que hablar con esa chica
, pensó Robert resollando.
—¿A quién envió a Puerto Helenia? —preguntó, alzando el vaso de agua—. Es un lugar peligroso para un espía.
—Athaclena eligió a un chimp llamado Fiben Bolger —respondió la doctora Soo sin mucho entusiasmo.
Robert tosió y se salpicó de agua la bata. La doctora Soo prosiguió:
—Es un militar, capitán, y la señorita Athaclena pensó que espiar en la ciudad requería un enfoque no convencional…
Eso sólo consiguió que Robert tosiera aún más fuerte. No convencional. Sí, eso describía a Fiben. Si Athaclena había elegido al viejo «Troglodita» Bolger, eso decía mucho de su buen juicio. Después de todo, tal vez no estuviera disparando a ciegas.
Y sin embargo, es poco más que una niña. ¡Y encima, alienígena! ¿Piensa que es un general de verdad? ¿Al mando de qué?
Miró el recinto escasamente amueblado, los pequeños montones de suministros traídos a mano. Al fin de cuentas, todo aquel asunto resultaba penoso.
—La disposición del mapa de la pared es bastante rudimentaria —observó Robert, fijándose en ese aspecto en particular.
Un chimp viejo que aún no había hablado se rascó el escaso pelo de la barbilla y dijo:
—Podríamos organizamos mucho mejor. Tenemos varios ordenadores de tamaño medio. Unos chimps están preparando programas sobre baterías, pero no tenemos energía para hacerlos funcionar a pleno rendimiento.
»Athaclena, la
tymbrimi
—prosiguió mirando a Robert con socarronería—, insistió en que lo primero que debíamos hacer era abrir un grifo geotermal. Pero creo que si pudiéramos instalar unos colectores solares en la superficie… bien escondidos, claro está.
Dejó la idea en el aire. Robert pudo ver que aquel chimp, al menos, no se sentía entusiasmado por recibir órdenes de una chica, que ni siquiera era del clan de la Tierra o ciudadana de Terragens.
—¿Cómo te llamas?
—Jobert, capitán.
—Bien, Jobert —dijo Robert sacudiendo la cabeza—, discutiremos eso más tarde. ¿Puede contarme alguien eso del «ataque sorpresa»? ¿Qué se propone Athaclena?
Micah y Soo se miraron entre sí. La chima habló primero:
—Se fueron antes del amanecer. Y ya es más de media tarde. En cualquier momento debería llegar el mensajero.
Jobert hizo una mueca. Su cara arrugada y oscurecida por los años estaba empañada de pesimismo.
—Se han marchado con rifles de gatillo y granadas de choque, con la esperanza de tender una emboscada a una patrulla
gubru
. En realidad —concluyó el viejo chimp secamente—, hace más de una hora que esperamos sus noticias. Me temo que ya están tardando demasiado en regresar.
Fiben se despertó en la oscuridad, en postura fetal, bajo una manta polvorienta.
Al recobrar la conciencia regresó el dolor. El simple gesto de apartar su brazo derecho de encima de los ojos le supuso un estoico esfuerzo de voluntad, y el movimiento le provocó una oleada de náuseas. La inconsciencia lo llamaba de forma seductora.
Lo que le hizo resistirse a ella fue el tenue y persistente recuerdo de sus sueños. Esas extrañas y aterrorizantes imágenes le habían llevado a buscar la conciencia. La última escena, la más intensa, tuvo lugar en un desértico paisaje lleno de cráteres. Los rayos golpeaban las destellantes arenas que lo rodeaban, acribillándolo con brillante metralla cada vez que intentaba huir o esconderse.
Recordó que había intentado protestar, como si las palabras pudieran aplacar la tempestad. Pero le habían arrebatado el don del habla.
Con un esfuerzo de voluntad, Fiben se las arregló para rodar sobre el crujiente catre. Tuvo que frotarse los ojos con los nudillos antes de que éstos quisieran abrirse; y, cuando lo hicieron, se encontraron con la oscuridad de una pequeña y miserable habitación. Una delgada línea de luz delimitaba el contorno de unas pesadas cortinas negras que cubrían una diminuta ventana.
Sus músculos se contrajeron espasmódicamente. Fiben recordó la última vez que se había sentido tan mal; había sido en la isla Cilmar. Un grupo de neochimps artistas de circo, procedentes de la Tierra, se había dejado caer por allí para montar su espectáculo. El «hombre fuerte» se había ofrecido para luchar contra el campeón universitario y Fiben, como un idiota, había aceptado.
Transcurrieron semanas hasta que pudo caminar de nuevo sin cojear.
Fiben gruñó y se sentó. La parte interior de los muslos le quemaba como fuego.
—Oh, mamá —gimió—. ¡Nunca volveré a sujetar nada con las piernas!
Tenía la piel y el pelo del cuerpo mojados. Fiben percibió el agrio olor de Dalsebo, un fuerte relajante muscular. Al menos, sus captores se habían tomado la molestia de ahorrarle lo peor de los efectos secundarios de la droga que le suministraron para atontarlo. Pero cada vez que intentaba levantarse, su cerebro parecía un giroscopio en mal estado. Fiben se agarró a la inestable mesita de noche para poder incorporarse, y luego caminó arrastrando los pies hacia la única ventana.
Cogió el basto tejido a ambos lados de la delgada línea de luz y separó las cortinas. De inmediato, dio un paso hacia atrás, mientras levantaba los brazos para protegerse de la repentina claridad. Las imágenes giraban.
—Ugh —dijo sucintamente. Su exclamación no llegó a ser ni un gruñido.
¿Qué era aquel lugar? ¿Una prisión de los
gubru
? Ciertamente no se encontraba a bordo de una nave de guerra del invasor. Dudó de que los exigentes galácticos usaran muebles de madera local o decorasen al estilo antediluviano zarrapastroso.
Bajó los brazos al tiempo que parpadeaba para apartar las lágrimas de los ojos. A través de la ventana vio un patio cerrado, un descuidado huerto de verduras y un par de árboles trepadores. Parecía una típica casa-comuna, como las que poseían los grupos de matrimonio chimps.
Por detrás de los tejados cercanos contempló una hilera de eucaliptus en lo alto de una colina, los cuales le indicaron que aún estaba en Puerto Helenia, no muy lejos del parque del Farallón.
Tal vez los
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iban a dejar que lo interrogasen los traidores. O quizá sus captores fueran los hostiles marginales. De ser así, éstos tendrían sus propios planes para él.
Fiben tenía la boca seca, como si hubieran penetrado en ella oleadas de polvo. Vio una jarra de agua en la única mesa de la habitación, y junto a ella una taza ya llena. Tropezando, intentó cogerla, pero se le escapó y cayó al suelo haciéndose añicos.
¡Concéntrate!
, se dijo Fiben.
Si quieres salir de ésta, intenta pensar como miembro de una raza de viajeros del espacio.
Era difícil. Hasta esas palabras subvocalizadas le dolían detrás de la frente. Notó que su mente intentaba emprender la retirada, abandonar el ánglico para dedicarse a una forma más simple y natural de pensamiento.
Fiben venció el casi irresistible impulso de beber directamente de la jarra; y a pesar de la sed, se concentró en cada uno de los gestos necesarios para llenar otra taza.
Sus dedos temblaban sobre el asa de la jarra.
¡Concéntrate!
Fiben recordó un viejo proverbio Zen: «Antes de que llegue la iluminación, corta leña, escancia agua. Después de que se haya ido la iluminación, corta leña, escancia agua».
Muy despacio, a pesar de la sed, convirtió el sencillo acto de verter agua en un ejercicio. Sujetando la jarra con ambas manos, se las arregló para llenar media taza, aunque derramó igual cantidad sobre la mesa y por el suelo. No importaba. Tomó la taza y bebió con avidez, a grandes tragos.
La segunda taza le fue más fácil de llenar. Sus manos estaban más firmes.
Eso es. Concéntrate… Elige el camino más difícil, el que utiliza la razón.
Al menos los chimps lo tenían más fácil que los neodelfines. La otra raza pupila de la Tierra era cien años más joven y para pensar necesitaban tres lenguajes.
Se estaba concentrando con tanta fuerza que no se dio cuenta de que a sus espaldas se abría una puerta.
—Bueno, para haber tenido una noche tan agitada pareces muy seguro esta mañana.
Fiben se volvió. El agua salpicó la pared cuando se le cayó la taza, y le pareció que ese repentino movimiento le hacía girar el cerebro dentro de la cabeza. La taza se estrelló en el suelo, y Fiben se llevó las manos a las sienes y gimió invadido por una oleada de vértigo.