Distinguió confusamente a una chima con un sarong azul que se aproximaba llevando una bandeja. Fiben intentó mantenerse en pie, pero las piernas se le doblaron y cayó de rodillas.
—Maldito idiota —le oyó decir a ella. La bilis que llenaba su boca fue la única razón de que no respondiera—. Sólo un idiota trataría de ponerse en pie después de haber recibido una fuerte dosis de anestesia —añadió mientras dejaba la bandeja sobre la mesa y lo agarraba por un brazo.
Fiben refunfuñó e intentó librarse de ella. ¡Ahora se acordaba! Era el pequeño «alcahuete» de «La Uva del Simio». El que había estado en el palco cerca del
gubru
y lo dejó inconsciente cuando estaba a punto de escapar.
—Déjame solo —dijo—. ¡No necesito ninguna ayuda de un maldito traidor!
Al menos eso era lo que quería decir, pero lo soltó como un barboteo confuso.
—Muy bien, lo que tú digas —respondió la chima con firmeza. Lo levantó por un brazo y lo llevó de nuevo a la cama. A pesar de su pequeña estatura, tenía mucha fuerza.
Fiben gruñó al caer sobre el apelmazado colchón. Intentó de nuevo cobrar fuerzas, pero el pensamiento racional parecía aproximarse y alejarse como las olas del océano.
—Voy a darte algo. Dormirás diez horas como mínimo. Luego tal vez estés en condiciones de responder a unas preguntas.
Fiben no gastó energía en maldecirla. Dedicaba toda su atención a encontrar un punto central, algo en qué concentrarse. El ánglico ya no le servía, y probó el galáctico-Siete.
—
Na… Ka… tcha… kresh…
—contó con voz pastosa.
—Sí, sí —le oyó decir a ella—. Ahora ya sabemos que has recibido una buena educación.
Fiben abrió los ojos en el momento en que la chima se inclinaba sobre él con una cápsula en la mano. La rompió con los dedos y de ella salió una nube de denso vapor.
Intentó contener la respiración para no inhalar el gas anestésico, pero sabía que era inútil. Al mismo tiempo, no pudo dejar de apreciar que ella era en realidad muy bonita, con una mandíbula pequeña e infantil y una piel suave. Sólo su sonrisa irónica y amarga estropeaba la imagen.
—Querido mío, eres un chimp muy obstinado, ¿verdad? Ahora sé buen chico, respira y descansa —le ordenó.
Incapaz de contenerse por más tiempo, Fiben tuvo que respirar. Un olor dulce, parecido al de la fruta silvestre muy madura, invadió sus fosas nasales La conciencia empezó a disiparse lentamente.
Fue entonces cuando advirtió que también ella había hablado en un perfecto galáctico-Siete, con un acento perfecto.
Megan Oneagle parpadeó para apartar las lágrimas de los ojos. Quería alejarse, no mirar, pero se obligó a contemplar la matanza una vez más.
Él gran holo-archivo mostraba una escena nocturna, una playa barrida por la lluvia que brillaba débilmente en distintos tonos de gris bajo unos tristes acantilados apenas visibles. No había estrellas ni lunas, ni ninguna luz en absoluto. Las cámaras habían trabajado al límite de sus posibilidades para tomar esas imágenes.
En la playa apenas podía distinguir cinco formas negras que llegaban a la orilla, corrían por la arena y empezaban a escalar los bajos y desmoronadizos farallones.
—Puede decirse que han seguido los procedimientos con precisión —explicó Prathachulthorn, un mayor de la marina de Terragens—. Primero, el submarino soltó a los buceadores de avance, los cuales se adelantaron para explorar y montar vigilancia. Luego, cuando confirmaron que la costa estaba despejada, salieron los saboteadores.
Megan contempló cómo unos pequeños botes, globos negros que se levantaban en medio de pequeñas nubes de burbujas, subían a la superficie y se dirigían a toda velocidad hacia la costa. Al llegar a tierra, se abrieron las compuertas y salieron más sombras oscuras.
Llevaban el mejor equipo posible y su preparación era insuperable. Eran infantes de marina de Terragens.
Megan sacudió la cabeza. Sin embargo, entendía lo que Prathachulthorn había querido decir. Si incluso esos profesionales habían fracasado, ¿quién iba a culpar a la Milicia Colonial de Garth por los desastres de los últimos meses? Las sombras negras avanzaron hacia los acantilados con las espaldas encorvadas bajo el peso de grandes bultos. Hacía ya semanas que los que quedaban aún bajo el mando de Megan, se habían sentado junto a ella, en las profundidades de su refugio submarino, para reflexionar sobre el fracaso de los tan bien trazados planes para una resistencia organizada. Los agentes y los saboteadores estaban a punto, las armas escondidas y las células organizadas. Entonces llegó el maldito gas de coerción de los
gubru
, y todas sus ideas cuidadosamente pensadas se derrumbaron bajo esas turbias nubes de humo letal.
Los pocos humanos que habían permanecido en el continente, a aquellas alturas ya debían de estar muertos o en un estado lamentable. Lo que resultaba frustrante era que nadie, ni siquiera el enemigo, parecía saber cuántos habían conseguido llegar a las islas a tiempo de recibir el antídoto y ser internados.
Megan evitaba pensar en su hijo. Con un poco de suerte se encontraría ya en la isla Cilmar, reunido con sus amigos en algún bar, o quejándose ante un grupo de chicas simpáticas de que su madre no le hubiese dejado ir a la guerra. Megan sólo podía esperar y rezar para que ésta fuera la situación y para que la hija de Uthacalthing se hallase también a salvo.
Le causaba una gran perplejidad el no saber qué había sido del embajador
tymbrimi
. Uthacalthing había prometido reunirse con el Concejo Planetario en su escondite, pero nunca apareció. Se decía que su nave había intentado adentrarse en el espacio profundo, quedando destruida.
Tantas vidas perdidas. ¿Para qué?
Megan miró la pantalla justo en el momento en que los pequeños botes volvían a surcar las aguas. Cuando casi todos los hombres estaban ya subiendo por los acantilados.
Sin humanos, cualquier esperanza de resistencia era inútil. De los chimps más inteligentes, unos cuantos podían llevar a cabo unas pocas acciones aisladas, pero ¿qué se podía esperar de ellos sin sus tutores?
Uno de los propósitos de este desembarco había sido poner en marcha algún proyecto que se adaptara y ajustara a las nuevas circunstancias.
Por tercera vez, aunque ya sabía lo que iba a suceder, a Megan le sorprendió el repentino relámpago que iluminó la playa En un instante, todo quedó inundado de brillantes colores.
Lo primero en explotar fueron los pequeños botes.
A continuación, los hombres.
—El submarino recogió la cámara y se sumergió justo a tiempo —murmuró el mayor Prathachulthorn.
La pantalla quedó a oscuras. La mujer, una teniente de infantería de marina que había manejado el proyector, encendió las luces. Los otros miembros del Concejo parpadearon, adaptándose a la luz. Algunos se frotaron los ojos.
Cuando habló de nuevo, los rasgos sudasiáticos del mayor Prathachulthorn estaban ensombrecidos por la gravedad de la cuestión.
—Es lo mismo que ocurrió durante la batalla espacial, y cuando lanzaron los gases sobre todas nuestras bases secretas. De alguna forma, siempre saben dónde estamos.
—¿Tienen alguna idea de cómo lo consiguen? —preguntó uno de los miembros del Concejo.
De un modo impreciso, Megan reconoció la voz que contestaba. Pertenecía a Lydia McCue, la oficial de infantería de marina. La joven movió negativamente la cabeza.
—Tenemos a todos nuestros técnicos trabajando en el problema. Pero hasta que no sepamos cómo lo averiguan, no queremos que se pierdan más vidas de hombres con estos intentos clandestinos de desembarco.
—Creo que ahora no estamos en condiciones de proseguir la discusión de estos asuntos —dijo Megan, cerrando los ojos—. Declaro levantada la sesión.
Mientras se retiraba a su diminuta alcoba, Megan sintió que iba a llorar. En vez de eso se sentó en el borde de la cama, en completa oscuridad, y miró en dirección al lugar donde tenía las manos.
Después de unos instantes sintió que casi podía ver los dedos: unas pequeñas protuberancias que reposaban sobre sus rodillas. Imaginó que estaban manchados… de un rojo intenso, color sangre.
Bajo tierra, en las profundidades, no había forma de notar el paso natural del tiempo. Y sin embargo, cuando Robert se despertó agitándose en la silla, sabía qué hora era. Tarde, demasiado tarde. Athaclena debería haber regresado horas antes.
Si no hubiese sido poco más que un inválido, habría hecho caso omiso de las objeciones de Micah y la doctora Soo y subido a la superficie para ver si volvía el grupo que había ido a atacar por sorpresa a los
gubru
, y al que hacía ya tanto tiempo que esperaban. Pero incluso así, los dos chimps científicos tuvieron casi que utilizar la fuerza para impedírselo.
De vez en cuando, todavía se le presentaban amagos de fiebre. Se secó la frente y reprimió unos temblores momentáneos.
No
, pensó.
¡He de mantenerme controlado!
Se puso de pie y avanzó cuidadosamente hacia el lugar de donde provenían los murmullos de una discusión.
Allí encontró a un par de chimps que trabajaban inclinados sobre la luz perlada de una vieja computadora de nivel diecisiete. Robert se sentó a sus espaldas, en una caja de embalaje, y los escuchó unos instantes. Cuando hizo una sugerencia, éstos la aceptaron y funcionó. De inmediato, prescindió de sus preocupaciones y se puso a trabajar, ayudando a los chimps a confeccionar programas de tácticas militares para una máquina que no había sido diseñada para nada más hostil que el ajedrez. Luego alguien y le ofreció una jarra de zumo. Bebió. Luego, le tendieron un bocadillo. Comió.
Después de un lapso indeterminado de tiempo, un grito resonó en la cámara subterránea. Unos pies se movían a toda prisa sobre los bajos puentes de madera. Los ojos de Robert se habían acostumbrado al brillo de la pantalla y en la oscuridad distinguió unos chimps que se apresuraban hacia el túnel que conducía a la superficie, cogiendo armas diversas a su paso.
—¿Qué ocurre? —preguntó, agarrando a la sombra oscura que corría más cerca de él.
Fue como hablar a las paredes. El chimp se soltó y, sin mirarlo siquiera, desapareció por el escabroso túnel.
Llamó a otro chimp y éste se detuvo y lo miró con nerviosismo.
—Es la expedición —explicó el chimp—. Han regresado. Al menos he oído a unos cuantos.
Robert lo dejó marchar. Empezó a recorrer la cámara con la mirada buscando un arma para él. Si el grupo había sido perseguido hasta allí…
Como era natural, no encontró nada adecuado. Advirtió con amargura que un rifle no iba a servirle de nada, ya que tenía el brazo derecho inmovilizado. Y de todos modos, los chimps seguramente no le permitirían luchar. Si existía algún peligro, lo más probable era que lo llevasen en brazos a cuevas más profundas.
Durante unos instantes reinó el silencio. Unos cuantos chimps ancianos esperaban junto a él la explosión de los disparos.
En cambio oyeron voces, cada vez más fuertes. Y los gritos parecían más de alegría que de temor.
Sintió que algo lo acariciaba por encima de las orejas. Desde el accidente no había podido practicar mucho, pero la sencilla empatía de Robert captó una sombra familiar. Empezó a tener esperanzas.
Un grupo de figuras charlatanas dobló el recodo, neo-chimpancés sucios y harapientos que portaban armas; algunos de ellos con vendajes. En el instante en que vio a Athaclena se soltó un nudo en el interior de Robert.
Pero con la misma rapidez, otra preocupación tomó su lugar. Era evidente que la chica
tymbrimi
había estado utilizando las transformaciones
gheer
. Vio los contornos agitados de su fatiga y su cara demacrada.
Además, Robert comprendió que ella seguía en plena tarea. Su corona estaba desplegada, brillando sin luz.
Los chimps apenas se dieron cuenta de ello, ya que los que habían permanecido en casa en seguida acosaron a preguntas a los alegres expedicionarios. Pero Robert advirtió que Athaclena se estaba concentrando internamente para representar aquel estado de ánimo. Era demasiado tenue, demasiado incierto como para sostenerse por sí solo sin la ayuda de ella.
—¡Robert! —Sus ojos se agrandaron—. ¿No deberías estar en cama? La fiebre empezó a bajarte ayer.
—Me encuentro bien, pero…
—Bien, me alegro de verte por fin en pie.
Robert vio que dos formas cubiertas de vendajes eran llevadas en camilla a toda prisa hacia el improvisado hospital. Pudo sentir el esfuerzo que hacía Athaclena para que desviara la atención de los dos soldados heridos, tal vez a punto de morir, hasta que desaparecieron de su vista. Sólo gracias a la presencia de los chimps, Robert mantenía la voz baja y apacible.
—Quiero hablar contigo, Athaclena.
Ella le miró a los ojos y, durante un breve instante, Robert creyó estar captando una débil forma que giraba sobre los zarcillos flotantes de su corona. Era un glifo atormentado.
Los recién llegados guerreros estaban atareados con la comida y la bebida, fanfarroneando ante sus impacientes compañeros. Sólo Benjamín, con el distintivo de teniente cosido a mano en la manga, permaneció con toda seriedad junto a Athaclena.
—Muy bien —asintió ella—. Vamos a un lugar donde podamos hablar a solas.
—Dejadme adivinar —dijo Robert, sin ambages—. Os han dado una patada en el culo.
El chimp Benjamín frunció el ceño, pero no lo contradijo. Desplegó un mapa y señaló un punto.
—Ahí los golpeamos, en la quebrada Yenching. Era nuestra cuarta incursión, y creíamos saber lo que podíamos esperar.
—La cuarta. —Robert se dirigió a Athaclena—. ¿Desde cuándo dura todo esto?
Ella había estado pellizcando con delicadeza un pastelito relleno con algo muy aromático. Arrugó la nariz.
—Hemos estado practicando durante una semana, Robert. Pero ésta era la primera vez que intentábamos hacer un daño verdadero.
—¿Y?
Benjamín parecía insensible al estado de ánimo ecuánime de Athaclena. Tal vez era una pose intencionada, ya que ella necesitaba al menos un ayudante cuyo razonamiento no se viese afectado. O quizá se trataba de que era demasiado listo. El chimp puso los ojos en blanco.