En aquel momento, él era su héroe, él era cada uno de ellos.
Fiben reprimió una oleada de vergüenza.
No somos tan malos… sobre todo cuando piensas que sólo tenemos una existencia de trescientos años. Los gubru pretenden que no seamos más que animales para que así resultemos inofensivos, pero he oído decir que incluso los humanos, en las épocas antiguas, sufrían regresiones como ésta.
Sylvie empezó a gimotear a medida que él se acercaba. Fiben sintió una poderosa tensión en la espalda cuando ella se agachó para esperarlo. Alargó la mano y la cogió por el hombro.
Entonces la hizo girar para ponerla de cara a él y trató de levantarla.
Los vítores de la multitud se convirtieron en confusos murmullos. La sorpresa, empapada de secreción hormonal, hizo parpadear a Sylvie. Fiben comprendió que había tomado algún tipo de drogas para encontrarse en aquel estado.
—¿De… frente? —preguntó, luchando con las palabras—. Pero Pico Grande ha dicho que quiere que parezca natural…
Fiben le tomó el rostro entre sus manos. La máscara tenía una compleja serie de hebillas, y él fue rodeando el prominente pico para besarla con cariño sin tener que quitársela.
—Vete a casa con tus compañeros —le dijo—. No permitas que nuestros enemigos te avergüencen.
Sylvie se tambaleó hacia atrás como si él la hubiese golpeado.
Fiben se encaró con el público y alzó las manos.
—Todos vosotros —gritó—. Los elevados por los lobeznos de la Tierra. ¡Id a casa con vuestros compañeros! Nosotros, junto con nuestros tutores, guiaremos nuestra propia Elevación. ¡No necesitamos ETs extranjeros que nos digan cómo debemos hacerlo!
Del público surgió un grave gruñido de consternación, y Fiben advirtió que el alienígena hablaba ante una pequeña caja, probablemente pidiendo ayuda.
—¡Id a casa! —repitió—. ¡Y no permitáis a los extranjeros que hagan de nosotros un espectáculo!
Los murmullos se intensificaron. Aquí y allí, Fiben vio caras con los ceños fruncidos, chimps que miraban a todos lados de una sala en la que él esperaba que naciera la vergüenza. Las cejas estaban arrugadas por incómodos pensamientos.
Pero entonces, de entre los susurros, se alzó una voz que le gritó:
—¿Qué pasa? ¿No se te levanta?
La mitad del público se echó a reír estrepitosamente. Se produjeron gritos y silbidos, sobre todo en las primeras filas.
Fiben tenía que pensar en marcharse. Era probable que el
gubru
no se atreviese a dispararle allí, delante de todo el mundo. Pero con seguridad había pedido que le mandaran refuerzos.
Y, sin embargo, Fiben no podía pasar por alto lo que le habían dicho desde el público. Dio un paso hasta el borde del montículo y desde allí miró a Sylvie.
Las burlas finalizaron de inmediato, y el breve silencio que las siguió se vio roto por silbidos y aplausos salvajes.
Cretinos
, pensó Fiben, pero sonrió y saludó cuando hubo terminado.
El
gubru
se puso a aletear con los brazos y a dar gritos, empujando a los dos chimps bien vestidos que compartían su palco. Éstos, a su vez, se inclinaban hacia abajo, gritando a los camareros de la barra. En la distancia se oían débiles sonidos que parecían sirenas.
Fiben cogió a Sylvie para darle otro beso. Esta vez ella le respondió, contoneándose al terminar. Fiben hizo una pausa para dedicarle un último gesto al alienígena que fue acogido por el público con sonoras carcajadas.
Luego se volvió y corrió hacia la salida.
En el interior de su cabeza, una vocecita lo maldecía por ser un extravertido idiota.
¡La general no te mandó a la ciudad para que hicieras esto, estúpido!
Cruzó la cortina de abalorios y se detuvo de repente al encontrarse cara a cara con un neochimp de ceño fruncido que vestía un manto con capucha. Fiben reconoció al pequeño chimp que había visto dos veces esa noche, aunque por breves instantes: primero en la puerta de «La Uva del Simio» y luego junto al palco del
gubru
.
—
¡Tú!
—lo acusó.
—Sí, yo —respondió el alcahuete—. Siento mucho no poder hacerte la misma oferta de antes, pero creo que esta noche tienes otras cosas en la mente.
—¡Quítate de en medio! —gritó Fiben, cejijunto.
—¡Max! —llamó el pequeño chimp.
Una gran forma surgió de las sombras. Era el tipo enorme de la cicatriz que había conocido junto a la barra antes de que aparecieran los marginales, el que tan interesado estaba en su carnet azul. En su carnosa mano brillaba un revólver inyectador de anestesia. Sonrió y se disculpó diciendo:
—Lo siento, compañero.
Fiben se puso en guardia, pero era demasiado tarde. Un creciente picor le recorrió el cuerpo y lo único que pudo hacer fue tropezar y caer en los brazos del chimp pequeño.
Se encontró con una suavidad y un aroma inesperados.
Por Ifni
, pensó en un instante de aturdimiento.
—Ayúdame, Max —dijo la cercana voz—. Tenemos que movernos deprisa.
Unos fuertes brazos lo levantaron, y Fiben casi agradeció perder la conciencia después de aquella última sorpresa: el pequeño alcahuete de rostro infantil era en realidad una chima, ¡una joven hembra!
El Suzerano de Costes y Prevención dejó el Cónclave de Mando en un estado de agitación. Tratar con sus compañeros Suzeranos resultaba siempre psíquicamente extenuante: tres adversarios que bailaban y daban vueltas, formando alianzas temporales, separándose y uniéndose de nuevo, dando forma a una siempre cambiante síntesis. Y así iba a ser mientras la situación en el mundo externo se mantuviera indeterminada, en continuo cambio. Pero a la larga, las cosas de Garth se estabilizarían. Uno de los tres líderes demostraría que había sido el más idóneo, el mejor jefe. Mucho dependía de aquel resultado, tanto como del color y el género que cada uno alcanzaría al final.
Y sin embargo, no había ninguna prisa en empezar la Muda. Todavía no. Se celebrarían muchos más cónclaves antes de que ese día llegase. Aún habían de caer muchas plumas.
El primer debate que sostuvo el de Prevención fue con el Suzerano de la Idoneidad para decidir si se debían utilizar soldados de Garra para someter a los soldados de Terragens en el cosmódromo. Esa discusión inicial no había sido más que una disputa sin importancia y, cuando el Suzerano de Rayo y Garra intervino para apoyar al de la Idoneidad, el de Prevención cedió de buena gana. En la batalla resultante perdieron un buen número de soldados, pero el ejercicio había servido para otros propósitos.
El Suzerano de Costes y Prevención conocía de antemano el resultado de la votación. En realidad, no tenía ninguna intención de ganar la primera disputa. Sabía que era mucho mejor empezar la carrera en el último puesto, así los otros dos tenderían a ignorar al Servicio Civil durante un tiempo. Iba a costar muchos esfuerzos crear una buena burocracia administrativa durante la ocupación, y el Suzerano de Costes y Prevención no quería malgastar energía en discusiones preliminares.
Como aquella que acababa de tener lugar. Cuando el burócrata salió del pabellón de reuniones, mientras sus ayudantes y escoltas acudían a su encuentro, en el interior aún podía oírse a los otros dos jefes de la expedición piándose el uno al otro. El cónclave había finalizado, y sin embargo seguían discutiendo acerca de las decisiones tomadas.
En los días próximos, los militares continuarían con sus ataques de gas y buscarían a todos los humanos que hubiesen escapado a las dosis iniciales. La orden se había firmado unos minutos antes.
El sumo sacerdote, el Suzerano de la Idoneidad, estaba preocupado porque muchos humanos civiles habían resultado muertos o heridos por el gas. Unos pocos neo-chimpancés también sufrían las consecuencias del ataque.
Eso no era catastrófico desde un punto de vista legal o religioso, pero a la larga complicaría las cosas. Se tendrían que pagar indemnizaciones y la causa
gubru
se debilitaría si el asunto era llevado ante los tribunales interestelares.
El Suzerano de Rayo y Garra había apoyado la tesis de que el juicio era muy poco probable. Después de todo, con la conmoción que reinaba en las Cinco Galaxias, ¿quién iba a preocuparse de unos pocos errores cometidos en aquella pequeña charca de agua sucia y estancada que era Garth?
—¡Nos preocupa a nosotros! —había afirmado el Suzerano de la Idoneidad. Y dejó constancia de sus sentimientos negándose a bajar de su percha y pisar el suelo del planeta. Hacerlo de un modo prematuro, dijo, otorgaría a la invasión un carácter oficial, y eso debía retrasarse. La pequeña pero cruel batalla y la defensa del cosmódromo habían sido pruebas de ello. Al resistir con eficacia, aunque con brevedad, los inquilinos legales habían obligado a posponer por un tiempo los ataques formales. Cualquier otro error que cometieran no sólo dañaría las pretensiones de los
gubru
sobre el planeta sino que podría resultar terriblemente caro.
El sacerdote, después de insistir en aquel punto, desplegó su blanco plumaje, presumidamente seguro de su victoria. Al fin de cuentas, en el asunto de los gastos podía contar con un aliado. El Suzerano de la Idoneidad confiaba en que el de Costes y Prevención se pondría de su parte.
Qué estúpido es creer que la Muda se decidirá por altercados como éstos
, pensó el Suzerano de Costes y Prevención, antes de ponerse de parte de los soldados.
—Dejemos que los gases continúen su acción y que salgan todos los que aún están escondidos —dijo para consternación del sacerdote y entusiasmo del almirante.
La batalla espacial y los aterrizajes habían resultado terriblemente caros, pero no tanto como lo hubieran sido sin el Programa de Coerción. Los ataques con gas habrían cumplido el objetivo de concentrar a casi toda la población humana en unas pocas islas donde podía ser controlada con toda facilidad. No era difícil comprender por qué el Suzerano de Rayo y Garra quería que fuese de esa manera. El burócrata también poseía experiencia en el trato con los lobeznos. También él se sentiría mucho más cómodo cuando todos los humanos peligrosos estuvieran en un lugar donde pudiera vigilarlos.
Pero pronto debería hacerse algo para reducir los altos costes de esta expedición. Los Maestros de la Percha ya habían hecho regresar a algunos elementos de la flota. En otros frentes las cosas estaban en situación crítica. Era vital que los gastos de aquí se controlasen con toda la fuerza de las garras. Aunque aquello era, por supuesto, un tema para otro cónclave.
Aquel día, el Suzerano militar volaba alto. Pero ¿y mañana? Bueno, las alianzas cambiarían una y otra vez, hasta que al final surgiera una nueva política. Y una reina.
El Suzerano de Costes y Prevención se volvió para hablar con uno de sus ayudantes
kwackoo
.
—Que me lleven, que me conduzcan, que me transporten a mis dependencias.
El vehículo flotador despegó y se dirigió hacia los edificios confiscados por el Servicio Civil en el continente, y que dominaban el mar. Cuando el flotador pasó silbando por la pequeña ciudad de los terrestres, flanqueado por un grupo de robots de batalla, fue contemplado por las oscuras y peludas bestias que los lobeznos humanos consideraban sus pupilos más antiguos.
—Cuando lleguemos a la cancillería —dijo el Suzerano a su ayudante— reúne a todo el personal. Debemos considerar, evaluar, sopesar la nueva propuesta que ha mandado esta mañana el sacerdote acerca de cómo manejar a esas criaturas, los neochimpancés.
Algunas de las ideas sugeridas por el Departamento de la Idoneidad eran muy osadas. Había en ellas rasgos brillantes que hicieron que el burócrata se sintiera orgulloso de su futuro compañero.
Entre los tres lo conseguiremos.
Sin embargo, deberían cambiar algunos aspectos si no querían que el plan condujese al desastre. Sólo uno de los componentes del Triunvirato tendría el dominio y el control necesarios para llevar una idea tal hasta su conclusión final y victoriosa. Esto ya se había sabido con antelación cuando los Maestros de la Percha habían elegido a sus Tres.
El Suzerano de Costes y Prevención soltó un agudo suspiro y consideró cómo iba a manipular el siguiente cónclave. Mañana, pasado, dentro de una semana. Esa próxima discusión no estaba lejos. Cada debate se volvería más urgente, más importante, a medida que se acercaran el consenso y la Muda.
Consideraba esas perspectivas con una mezcla de ansiedad, confianza y absoluto placer.
Los habitantes de las profundas cavernas no estaban acostumbrados a las brillantes luces y a los fuertes ruidos que llevaron consigo los recién llegados. Las hordas de murciélagos que volaban ante los intrusos dejaban a sus espaldas una gruesa capa de excrementos acumulados durante muchos siglos. Bajo los muros de piedra caliza que brillaban con lentas filtraciones, los arroyos alcalinos eran ahora cruzados por improvisados puentes de tablas.
En los rincones más secos, bajo la pálida iluminación de las lámparas incandescentes, los seres de la superficie se movían con nerviosismo, como si detestaran alterar el inviolable silencio.
Entrar en un lugar así era como enfrentarse a una amenaza. Las sombras eran escuetas, dolorosas y sorprendentes. Un fragmento de roca podía parecer inofensivo y luego, al contemplarlo desde una perspectiva algo diferente, convertirse en la silueta de un monstruo encontrado cien veces en las pesadillas.
No resultaba difícil tener malos sueños en un sitio así.
Arrastrando los pies, en bata y zapatillas, Robert se sintió aliviado al comprobar que había encontrado el lugar que buscaba, el «centro de operaciones» rebelde. Era una cámara bastante grande, iluminada por más lámparas de lo habitual, pero con un mobiliario insuficiente. Unas cuantas mesas plegables viejas y unos pocos armarios habían sido complementados con unos bancos construidos con estalagmitas cortadas y niveladas, más unos cuantos estantes hechos con maderas de los bosques de la superficie. Todo eso contribuía a dar la impresión de que la cúpula del mando era imponente y el trabajo de los refugiados inadecuado a sus fines.
Robert se frotó los ojos. En un rincón, junto a un tabique divisorio, podía verse a unos cuantos chimps que discutían y clavaban alfileres en un gran mapa. Hablaban en voz baja y examinaban papeles, y cuando uno de ellos alzó el tono de voz, los ecos resonaron en los pasadizos contiguos haciendo que los demás levantasen la cabeza alarmados. Resultaba obvio que los chimps estaban aún intimidados por su nuevo habitáculo.