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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (25 page)

¡Los dos soldados de Garra parecían dormir profundamente!

Fiben husmeo, arrugando una vez más su chata nariz ante el olor excesivamente dulce de los alienígenas. No era la primera vez que veía signos de debilidad en las tropas de los fanáticos
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, tan famosas por su supuesta imbatibilidad. Hasta ahora lo habían tenido muy fácil… demasiado fácil. Con la mayor parte de los humanos juntos y neutralizados, los invasores suponían que la única amenaza posible tenía que llegar del espacio. Sin duda, ése era el motivo de que todas las edificaciones que habían levantado mirasen hacia arriba, con muy poca previsión, o ninguna, de ser atacados por tierra.

Fiben acarició el cuchillo que llevaba enfundado en el cinturón. Sentía la tentación de meterse en el puesto de guardia, deslizarse bajo los obvios rayos de alarma y darles una lección a los
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por su autocomplacencia.

Alejó el deseo sacudiendo la cabeza.
Más tarde
, pensó.
Cuando pueda hacerles más daño.

Dando unas palmadas a Tyco en el cuello lo condujo a través de la zona iluminada junto a la garita y cruzaron la puerta para adentrarse en el área industrial de la ciudad. Las calles entre los almacenes y las fábricas estaban silenciosas. Sólo unos pocos chimps, que hacían recados, se movían a toda prisa entre las miradas de las ocasionales y pajariles patrullas
gubru
.

Intentando pasar inadvertido, Fiben se metió por un callejón lateral y encontró un almacén sin ventanas no lejos de la única fundición de acero de la colonia. Animado por los susurros imperativos de Fiben, Tyco tiró del carro hasta la puerta trasera del edificio rodeado de oscuridad. Una capa de polvo mostraba que el candado no había sido tocado durante semanas. Lo examinó con atención.

—Hummm.

Sacó un trapo de su cinturón de herramientas y envolvió la armella del candado. Cogiéndolo con firmeza entre ambas manos, cerró los ojos y contó hasta tres antes de arrancarlo con violencia.

El candado era fuerte pero, como él había sospechado, la anilla que lo sujetaba a la puerta estaba oxidada.

Se rompió con un apagado ¡crack! Fiben abrió rápidamente la puerta mientras Tyco lo seguía tranquilamente, remolcando el camión hasta el lúgubre interior. Fiben miró a su alrededor para captar la ubicación de las grandes prensas y de la maquinaria metalúrgica antes de apresurarse a cerrar la puerta.

—Aquí estarás bien —dijo en voz baja, desatando al animal. Descargó del flotador un saco de avena y lo dejó abierto en el suelo. Luego llenó un recipiente con agua en un grifo cercano.

—Si puedo volveré —añadió—. Si no, limítate a disfrutar de la avena durante un par de días y luego relincha. Estoy seguro de que aparecerá alguien.

Tyco meneó la cola, levantó la vista del grano, obsequió a Fiben con una mirada maliciosa y soltó otro de sus malolientes y gaseosos comentarios.

—Uf —asintió Fiben, moviendo las manos para dispersar el olor—. Probablemente tengas razón, viejo amigo. Pero apuesto a que tus descendientes tendrán demasiadas preocupaciones si alguien les otorga alguna vez el dudoso don de eso que llaman inteligencia.

Le dio unas palmadas de despedida y se dirigió a grandes pasos hacia la puerta para inspeccionar el exterior.

El camino estaba despejado, más tranquilo incluso que los bosques de Garth con su pobreza genética. El radiofaro de aterrizaje, que estaba en lo alto del edificio Terragens, aún emitía destellos, sin duda para guiar ahora las operaciones nocturnas de los invasores. Se oía un débil zumbido eléctrico en la distancia.

No estaba lejos del punto en que se suponía que debía encontrarse con su contacto. Ésa iba a ser la parte más peligrosa de su incursión en la ciudad.

En los dos días que habían transcurrido entre el ataque con gas de los
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y el control por parte de éstos de todas las formas de comunicación, se habían propuesto muchas ideas descabelladas. Había habido frenéticos y apresurados mensajes por radio y llamadas telefónicas desde Puerto Helenia al archipiélago y a las regiones remotas del continente. Durante ese tiempo, la población humana había sufrido mucha confusión y lo que quedaba de las comunicaciones gubernamentales estaba en código. Así pues, fueron principalmente los chimps quienes llenaron las ondas con aterrorizadas conjeturas y disparatadas ideas, la mayoría de ellas completamente estúpidas.

Fiben supuso que eso no estaba mal, ya que el enemigo sin duda había estado escuchando y su opinión de los neochimps se debió ver reforzada por la histeria de ellos.

Y sin embargo, aquí y allá, habían sonado algunas voces racionales.

Un poco de trigo escondido en medio de la paja.
Antes de morir, la doctora Taka, antropóloga humana, había identificado un mensaje como procedente de una de sus primeras discípulas postdoctoradas, una tal Gailet Jones, residente en Puerto Helenia. Era a esa chima a quien debía ver, según las órdenes de la general.

Por desgracia, todo era confuso. Sólo la doctora Taka hubiera podido describir el aspecto físico de esa tal Jones, pero cuando a alguien se le ocurrió preguntárselo, la doctora Taka ya había muerto.

La confianza de Fiben en el lugar de la cita y en la contraseña era muy débil.
Lo más seguro es que hasta nos hayamos equivocado de noche
, gruñó para sí.

Salió al exterior y cerró la puerta, volviendo a colocar la anilla oxidada para que el candado se mantuviera en su sitio. Quedaba un poco inclinada pero podía engañar a alguien que no la mirase muy de cerca.

La luna mayor saldría al cabo de una hora. Tenía que darse prisa si quería llegar a tiempo a la cita.

Cerca del centro de Puerto Helenia, pero todavía en el lado «malo» de la ciudad, se detuvo en una pequeña plaza y vio una luz que salía de la estrecha ventana de un sótano. Era un bar de chimps, donde la música de percusión hacía retumbar los cristales en sus marcos de madera. Fiben pudo sentir la vibración bajo las suelas de sus zapatos, incluso desde el otro lado de la calle. Era la única señal de vida en muchas manzanas, si se prescindía de los silenciosos apartamentos iluminados con tenues luces tras las cortinas completamente corridas.

Se escondió entre las sombras cuando un chirriante robot patrulla pasó por la calle, flotando un metro por encima del suelo. Al pasar, la torreta giratoria de la máquina apuntó en su dirección. Sus sensores deberían haberlo captado: un destello infrarrojo entre las sombras de los árboles. Pero la máquina siguió adelante, probablemente porque lo había identificado como a un mero neochimpancé.

Fiben había visto otras formas peludas como él que andaban a toda prisa, con la cabeza gacha, por las calles de la ciudad. Al parecer, el toque de queda era más psicológico que eficaz. Las fuerzas de ocupación no eran muy estrictas porque no había necesidad de ello.

Muchos de los que estaban fuera de casa, se habían dirigido a sitios como aquél… «La Uva del Simio». Fiben se obligó a dejar de rascarse el persistente picor que sentía en la barbilla. Era ese tipo de establecimiento frecuentado por soldados rasos y chimps marginales, cuyos privilegios de reproducción estaban restringidos por los Edictos de Elevación.

Las leyes requerían que hasta los humanos buscasen asesoramiento genético antes de emparejarse. Pero para sus pupilos, neodelfines y neochimpancés, las normas eran mucho más severas. En esta zona, la ley terrestre, normalmente bastante liberal, se adhería firmemente a las normas galácticas. De no ser así, los humanos hubiesen perdido para siempre a los chimps y a los fines y éstos hubieran pasado a ser pupilos de otro clan de más rango. La Tierra era demasiado débil para desafiar las tradiciones galácticas más respetadas.

Una tercera parte de la población chimp poseía carnets de reproducción verdes, que les permitían controlar su propia fertilidad. Debían sujetarse a los consejos de la Tabla de Elevación y podían ser castigados si no procedían de modo correcto. Los chimps con carnets amarillos o grises estaban más limitados. Después de integrarse en un grupo de matrimonio, podían solicitar el uso de los óvulos, o del esperma, que habían almacenado en la Tabla durante la adolescencia, antes de la acostumbrada esterilización. Si durante su vida lograban adquirir una destreza especial, se les concedía ese permiso, pero era más frecuente que a las chimas con carnet amarillo se les implantasen embriones manipulados y sometidos a mejoras por los técnicos de la Tabla.

A los que ostentaban carnet rojo ni siquiera se les permitía acercarse a los niños chimps.

Según las costumbres de la época previa al Contacto, aquel sistema podía parecer cruel, pero Fiben había vivido con él toda su vida. En la veloz trayectoria de la Elevación, los genes de las razas pupilas eran siempre manipulados. Pero al menos a los chimps, como integrantes del proceso, se les consultaba. No había muchas especies de pupilos que tuvieran esa suerte.

Sin embargo, esto tenía como resultado social la diferencia de clases entre los chimps. Y los «carnets azules» como Fiben, no eran especialmente bienvenidos en lugares como «La Uva del Simio».

Pero éste era el sitio que su contacto había elegido. No se habían recibido mensajes posteriores así que no le quedaba otro remedio que ir a ver si la cita se mantenía en pie. Con un profundo suspiro, volvió a la calle y se dirigió hacia aquella música caótica y estrepitosa.

Cuando su mano se disponía a levantar la aldaba de la puerta, una voz le susurró desde las sombras, a su izquierda:

—¿Rosa?

Al principio creyó que era su imaginación, pero las palabras volvieron a repetirse, esta vez más fuerte.

—¿Rosa? ¿Buscas una fiesta?

Fiben se quedó pasmado. La luz de la ventana del bar había disminuido su visión nocturna, pero alcanzó a vislumbrar una pequeña cara de simio de aspecto casi infantil. Cuando el chimp sonrió se produjo un blanco destellante.

—¿Una fiesta rosa?

—Perdón, ¿cómo dice? —Soltó la aldaba sin poder dar crédito a sus oídos.

En aquel momento se abrió la puerta y la calle se lleno de luz y ruido. Unas cuantas formas oscuras que gritaban y reían a carcajadas, con el tufo de la cerveza impregnado en el pelo, lo hicieron a un lado y se precipitaron hacia la calle. Cuando los juerguistas se hubieron marchado y la puerta se cerró de nuevo, el lúgubre y brumoso callejón volvió a quedar vacío. La pequeña y tenebrosa figura había desaparecido.

Fiben sintió tentaciones de seguirla, sólo para comprobar si le habían ofrecido lo que él pensaba. ¿Y por qué la proposición, después de formulada, había sido retirada de forma tan repentina?

Era obvio que en Puerto Helenia las cosas habían cambiado. Era cierto que no había estado en un lugar como «La Uva del Simio» desde sus tiempos de estudiante, pero ni siquiera en aquella parte de la ciudad era corriente encontrarse alcahuetes trabajando en oscuros callejones; quizá fuera así en la Tierra, o en viejas películas porno, pero ¿aquí en Garth?

Fiben sacudió la cabeza, perplejo, y empujó la puerta para entrar en el local.

Las fosas nasales de Fiben se ensancharon con el denso olor a cerveza y a pelo mojado. El descenso hacia el club era desconcertante debido a los destellos nítidos y repentinos producidos por una lámpara estroboscópica que iluminaba rigurosa e intermitentemente la pista de baile. Allí, unas cuantas formas oscuras hacían cabriolas y agitaban algo parecido a pequeños árboles sobre sus cabezas. Un ritmo duro y penetrante surgía de unos amplificadores situados sobre un grupo de músicos en cuclillas.

Los clientes estaban recostados sobre esterillas de cáñamo y cojines, fumando, bebiendo en botellas de papel y haciendo groseros comentarios sobre la actuación de los bailarines.

Fiben se abrió camino hacia la barra, borrosa tras una nube de humo, sorteando las pequeñas mesas de junco colocadas demasiado juntas, y al llegar al mostrador pidió una pinta de cerveza. Por fortuna, la moneda colonial parecía seguir vigente. Se apoyó en la barra y empezó una lenta observación de la clientela, deseando que el mensaje de su contacto no hubiera sido tan vago.

Buscaba a alguien vestido como un pescador, aunque esto parecía difícil en aquel local del centro de la ciudad, a considerable distancia de los muelles de la Bahía de Aspinal. Era posible que el radiooperador que había recibido el mensaje de la antigua alumna de la doctora Taka lo hubiera entendido todo mal en esa espantosa noche con todo el centro Howletts en llamas y las ambulancias aullando sobre sus cabezas. El chimp dijo que Gailet Jones había mencionado algo acerca de «un pescador con una cicatriz en la cara».

—Muy bien —había murmurado Fiben cuando recibió las instrucciones—. Un rollo auténtico de espías. Magnífico. —Pero en el fondo estaba convencido de que el operador lo había copiado todo al revés.

No era exactamente una manera muy afortunada de empezar una insurrección. Pero eso no era en absoluto sorprendente. A excepción de unos pocos chimps que se habían sometido al entrenamiento del servicio Terragens, para los demás los códigos secretos, disfraces y contraseñas no eran más que trucos de las viejas películas de misterio.

Y al parecer, esos oficiales de la milicia estaban todos muertos o recluidos.
Excepto yo. Y mi especialidad no era el espionaje o los subterfugios. Demonios, si apenas podía manejar la pobre y vieja TAASF Procónsul
.

La Resistencia tendría que aprender sobre la marcha, a tientas en la oscuridad.

Al menos la cerveza sabía bien, en especial después de un largo recorrido por un camino polvoriento. Fiben dio un sorbo a su botella de papel y trató de relajarse. Siguió el ritmo de la atronadora música con la cabeza y sonrió ante las payasadas de los bailarines.

Eran todos machos, por supuesto, haciendo cabriolas bajo las luces estroboscópicas. El sentimiento que producía esa danza entre los soldados rasos y los chimps marginales, era tan fuerte que podía ser llamado religioso.

Los humanos, que solían fruncir el ceño ante toda forma de discriminación sexual, en este caso no intervenían. Las razas pupilas tenían el derecho de desarrollar sus propias tradiciones, siempre que éstas no interfiriesen con sus deberes respecto al proceso de Elevación.

Y, al menos para esta generación, las chimas no tenían lugar en la danza del trueno, y así estaban las cosas.

Fiben contempló cómo un gran macho desnudo saltaba a lo alto de un montón de «rocas» tapizadas, blandiendo una varilla vibradora. El bailarín, tal vez obrero industrial o mecánico durante el día, agitaba la varilla mientras los tambores retumbaban y las lámparas estroboscópicas producían relámpagos artificiales que lo hacían aparecer por momentos mitad blanco y mitad negro.

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