—¡Porque no puedo captarte, Robert! —lo interrumpió Athaclena, algo irritada—. Ya no eres sincero conmigo. Si tienes esos sentimientos tienes que compartirlos conmigo. Tal vez yo pueda ayudarte.
—¿Ayudarme? —Ahora sí que la miraba, con el rostro ruborizado.
—Claro. Tú eres mi esposo y amigo. Si deseas a esa mujer de tu especie, ¿no debo ser yo tu colaboradora? ¿No debo ayudarte a que consigas la felicidad?
Robert se limitó a parpadear, pero ahora Athaclena encontró grietas en su poderosa coraza. Sintió que sus zarcillos flotaban sobre las orejas, rastreaban los bordes de esos puntos débiles y formaban un glifo nuevo y delicado.
—¿Te sientes culpable por tener tales sentimientos, Robert? ¿Crees que en cierto modo estás siendo desleal conmigo? —Athaclena rió—. ¡Pero si los esposos de distintas especies pueden tener amantes y esposas de su propia raza! ¡Eso tú lo sabes! ¿Qué puedo darte yo si no, Robert? Sabes que no puedo darte hijos, y si pudiera, ¡imagínate qué híbridos serían!
Esta vez Robert sonrió y desvió la mirada. En el espacio que había entre ambos el glifo de la muchacha adoptó una forma más poderosa.
—Y en lo que respecta al placer del sexo, sabes que no estoy equipada más que para dejarte insatisfecho, ¡a ti, superdotado/infradotado hombre-mono de cuerpo inadecuado! ¿Por qué no debo alegrarme si encuentras una mujer con la que puedas compartir esas cosas?
—No… no es tan sencillo como parece, Clennie. Yo…
Ella levantó una mano y sonrió, instándole a la vez a callarse y olvidarse de lo que iba a decir.
—Estoy contigo —dijo con dulzura.
La confusión del joven era como un incierto potencial cuántico, vacilando entre dos situaciones. Sus ojos se movieron rápidamente hacia arriba tratando de mirar la nada que ella había creado. Luego recordó lo que había aprendido y desvió de nuevo la mirada, permitiendo que fuera el sentido de la captación el que lo abriera al glifo que ella le había regalado.
La'thsthoon
flotaba y bailaba, llamándolo por señas. Robert suspiró. Luego sus ojos se abrieron sorprendidos al notar que su propia aura se abría sin la intervención consciente de su voluntad, como una flor que se desplegaba.
Algo gemelo del
la'thsthoon
surgió de él, resonando y amplificándose contra la corona de Athaclena.
Dos jirones de nada, uno humano y otro
tymbrimi
, se tocaron, se separaron juguetones y volvieron a reunirse.
—No temas perder lo que tienes conmigo, Robert —susurró Athaclena—. Después de todo, ¿le sería posible a una amante humana hacer esto contigo?
Ante aquello, él sonrió y ambos compartieron la risa. Sobre sus cabezas los dos
la'thsthoon
manifestaban la intimidad que se consigue en pareja.
Sólo más tarde, después de que Robert se marchara, aflojó Athaclena la fuerte coraza con la que había rodeado sus sentimientos más profundos. Sólo cuando él se hubo marchado, se permitió reconocer los celos que sentía.
Ha ido a verla.
Lo que Athaclena había hecho estaba bien según las normas que ella conocía: había hecho lo correcto.
Y, sin embargo, ¡era tan injusto!
Soy un monstruo. Ya lo era antes de venir a este planeta, pero ahora soy algo totalmente irreconocible.
Robert podía tener una amante humana, pero en ese terreno ella estaba completamente sola. Athaclena no podía buscar tal desahogo con uno de los suyos.
Que me acariciara, que me abrazara, para que sus zarcillos se mezclaran con los míos y mi cuerpo se fusionara con el suyo. Que me hiciera sentirme en llamas.
Athaclena advirtió con cierta sorpresa que era la primera vez que pensaba en aquellas cosas, en aquel anhelo de estar con un hombre de su propia raza; no con un amigo o un compañero de clase, sino con un amante, tal vez con una pareja sexual.
Mathicluanna y Uthacalthing le habían dicho que eso ocurriría algún día, que cada chica tenía su ritmo propio. Pero en aquellos momentos, el sentimiento era sólo amargo. Hacía que se sintiera más sola. Una parte de ella maldecía a Robert por las limitaciones de su especie. ¡Si al menos él hubiera podido cambiar también su cuerpo! ¡Si hubiesen podido encontrarse a medio camino!
Pero la
tymbrimi
era ella, un miembro de los «maestros de la adaptabilidad». Cuan lejos había llegado aquella maleabilidad se hizo evidente cuando Athaclena notó sus mejillas mojadas. Sintiéndose muy desgraciada, se secó las saladas lágrimas: las primeras de su vida.
Así la encontraron sus ayudantes horas después, cuando regresaron de las gestiones que ella les había encomendado: sentada al borde de una pequeña y lodosa charca, mientras los vientos de otoño soplaban entre las copas de los árboles y enviaban grávidas nubes en dirección este, hacia las grises montañas.
El Suzerano de Costes y Prevención estaba preocupado. Todos los signos indicaban un cambio, pero la aparente dirección de las cosas no era de su agrado.
Al otro extremo del pabellón, el Suzerano de Rayo y Garra paseaba nervioso ante sus ayudantes, más erguido y majestuoso que nunca. Bajo sus desarregladas plumas externas se veía un difuso brillo rojizo. A ninguno de los
gubru
presentes podía pasarle inadvertida la presencia de aquel color. Pronto, tal vez dentro de un ciclo de doce días, el proceso habría progresado más allá del punto sin retorno.
Las fuerzas de ocupación tendrían una nueva reina.
El Suzerano de Costes y Prevención reflexionaba sobre la injusticia de todo aquello mientras se arreglaba las plumas. Las suyas también habían empezado a secarse, pero todavía no presentaban signos discernibles de color.
Primero había sido elevado al puesto de candidato y jefe de la burocracia, tras la muerte de su predecesor.
Siempre había soñado con un destino así, ¡pero no con formar parte de un Triunvirato ya maduro! Cuando eso sucedió, encontró a sus compañeros en camino hacia la sexualidad y él se vio forzado a ponerse velozmente a su altura. Al principio eso pareció difícil pero luego, para sorpresa de todos, logró ganar muchos puntos. Descubrir la estupidez en que habían caído los otros dos durante el interregno permitió al Suzerano de Costes y Prevención efectuar unos importantes saltos hacia adelante.
Entonces se alcanzó un nuevo equilibrio. El almirante y el sacerdote habían resultado ser unos brillantes defensores de sus posiciones políticas.
Pero se suponía que la Muda tenía que decidirse a partir de la corrección de la política. Se suponía que el premio tenía que ser para el líder cuyos conocimientos demostraran ser los más adecuados. ¡Ésa era la forma!
No obstante, el Suzerano sabía que aquellas cuestiones se decidían a menudo por circunstancias fortuitas o por peculiaridades del metabolismo.
O por alianza de dos en contra del tercero
, reflexionó. El Suzerano de Costes y Prevención se preguntó si había sido inteligente apoyar al militar contra el sacerdote durante las últimas semanas, dando al almirante una ventaja casi insuperable.
¡Pero no existía otra opción! Tenía que enfrentarse al sacerdote ya que el Suzerano de la Idoneidad parecía haber perdido todo control.
Al principio había surgido ese absurdo acerca de los
garthianos
. Si el anterior burócrata permaneciera vivo, tal vez hubiera podido evitar aquella extravagancia. Pero tal como había ocurrido todo, se habían dilapidado grandes cantidades: se había mandado traer una nueva sección de la Biblioteca Planetaria, se habían enviado peligrosas expediciones a las montañas y se había empezado a construir una derivación hiperespacial para una Ceremonia de Adopción, antes de tener confirmación de que existía algo que adoptar.
Luego estaba el tema de la recuperación ecológica. El Suzerano de la Idoneidad insistía en que era esencial poner de nuevo en marcha sobre Garth el programa de los terrestres, al menos a un mínimo nivel. Pero el Suzerano de Rayo y Garra se negaba obstinadamente a que ningún humano saliese de las islas. Así que, a un precio muy elevado, se había conseguido ayuda desde fuera del planeta. Una nave llena de jardineros unten, neutrales en la actual crisis, estaba en camino. ¡Pero sólo el Gran Huevo sabía cómo les iba a pagar!
Ahora que la derivación hiperespacial estaba casi terminada, tanto el Suzerano de Rayo y Garra como el Suzerano de la Idoneidad estaban dispuestos a admitir que los rumores sobre los
garthianos
no eran más que un engaño
tymbrimi
. Pero ¿iban a permitir que se parasen las obras de construcción?
No, al parecer cada uno tenía sus razones para querer que se terminasen. Si el burócrata hubiera estado de acuerdo, eso habría supuesto un consenso, un paso hacia la política que tanto deseaban los Maestros de la Percha.
Pero ¿cómo iba a estar de acuerdo con tal estupidez?
El Suzerano de Costes y Prevención pió desalentado. El Suzerano de la Idoneidad había llegado tarde a otro coloquio. Su pasión por la rectitud no se extendía, al parecer, a la cortesía para con sus compañeros.
En esta etapa, la inicial competitividad entre los candidatos, tendría que haber empezado a transformarse en respeto, y luego en cariño, para llegar finalmente al verdadero acoplamiento. Pero ahí estaban, al borde de la Muda, y ejecutando aún la danza de la mutua aversión.
El Suzerano de Costes y Prevención no se sentía feliz por el modo en que se estaban desarrollando las cosas, pero al menos estaría satisfecho si todo continuaba en la misma dirección que hasta ahora y si finalmente el Suzerano de la Idoneidad se veía obligado a bajar de su altiva percha.
Un ayudante se aproximó al jefe de la burocracia y éste tomó la plancha de mensajes que le tendía. Tras enterarse de su contenido, permaneció pensativo.
Fuera había una conmoción, sin duda el tercer compañero llegaba por fin. Pero el Suzerano de Costes y Prevención aún consideró durante unos instantes el mensaje que había recibido de sus espías.
Pronto, sí, pronto. Pronto comprenderemos los planes secretos, planes que tal vez no sean una buena política. Quizás entonces veamos un cambio, un cambio en la sexualidad… pronto.
Le dolía la cabeza.
En sus tiempos de estudiante en la Universidad, también se había visto obligado a estudiar hora tras hora durante muchos días, para preparar los exámenes. Fiben nunca se había considerado un chimp inteligente y los exámenes solían ponerlo enfermo aun antes de enfrentarse a ellos.
Pero en aquella época, al menos, había también actividades adicionales, viajes a casa y «momentos de respiro», en los que un chimp podía descansar y divertirse.
Y, en la Universidad, algunos de los profesores le gustaban. Pero en aquel momento, ya no podía aguantar a Gailet Jones ni un minuto más.
—¿Así que crees que la Sociología Galáctica es pesada y aburrida? —le recriminaba Gailet después de que él hubiera tirado los libros al suelo enojado y se dedicara a pasear nervioso por el otro extremo de la celda—. Bueno, lo siento, pero la asignatura no es Ecología Planetaria. De ser así, tú podrías ser el profesor y yo la alumna.
—Gracias por reconocer tal posibilidad —bufó Fiben—. Empezaba creer que lo sabías todo.
—Eso no es justo —Gailet dejó a un lado el pesado tomo que tenía sobre las rodillas—. Sabes que faltan pocas semanas para la ceremonia. En tales circunstancias, puede ser que tú y yo tengamos que hacer de portavoces de toda nuestra raza. ¿No debemos intentar prepararnos lo mejor posible?
—¿Y cómo estás tan segura de saber qué conocimientos se considerarán importantes? ¿Quién puede decir si la Ecología Planetaria no será entonces un tema crucial?
—Podría serlo perfectamente —Gailet se encogió de hombros.
—O la mecánica, o la navegación espacial, o… el beber cerveza a grandes tragos, o la aptitud sexual.
—En ese caso nuestra raza tendrá la suerte de que tú seas su representante ¿no? —le espetó ella. Se miraron en silencio unos instantes. Finalmente Gailet alzó una mano—. Lo siento, Fiben. Sé que todo esto te resulta fastidioso, pero yo tampoco he pedido que me pusieran en esta situación.
No, pero eso no importa
, pensó Fiben.
Tú has sido designada para ello. Los neochimps nunca encontrarían a una chima más racional, sosegada y autocontrolada, cuando la ocasión lo requiere.
—Y, por lo que respecta a la Sociología Galáctica, Fiben, tú ya sabes que hay muchas razones por las que se considera el tópico esencial.
Ahí estaba otra vez, esa mirada en los ojos de Gailet. Fiben sabía que eso significaba que en sus palabras había diversos niveles.
Superficialmente, ella quería decir que los dos representantes de los chimps tenían que conocer el protocolo adecuado y pasar un buen número de rigurosas pruebas, durante los Rituales de Aceptación, o los oficiales del Instituto de Elevación declararían nulas las ceremonias.
El Suzerano de la Idoneidad había dejado muy claro que si eso ocurría, las consecuencias serían terriblemente desagradables.
Pero había otra razón por la que Gailet quería que él supiera tanto como le fuera posible.
Pronto estaremos en una situación desde donde no habrá retorno… cuando ya no podamos echarnos atrás en nuestra decisión de cooperar con el Suzerano. Gailet y yo no podemos discutirlo abiertamente porque los gubru pueden estar escuchando todo el tiempo. Tendremos que actuar de mutuo acuerdo, y eso para ella significa que tengo que estudiar mucho.
¿O era simplemente que Gailet no quería cargar con todo el peso de la decisión cuando llegase el momento?
Fiben sabía mucho más sobre civilización galáctica que antes de su captura, tal vez mucho más de lo que nunca había querido saber. Los embrollos de una cultura de tres mil millones de años de antigüedad, formada por mil clanes pendencieros de tutores y pupilos, vagamente unidos por una red de arcaicos institutos y tradiciones, eran algo que le hacía sentir vértigos. La mitad de las veces acababa hastiado y cínicamente convencido de que los galácticos eran poco más que poderosos mozuelos mal criados que combinaban las peores cualidades de las viejas naciones-estado de la Tierra antes de la madurez de la Humanidad.
Pero entonces aparecía algo y Gailet le explicaba alguna tradición o principio que demostraba su extraña sutileza y su bien ganada sabiduría, desarrollada durante cientos de millones de años.