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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (61 page)

BOOK: La rebelión de los pupilos
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—Bueno, bueno —murmuró Fiben—. Es nuestro viejo amigo, el No sé qué del Buen Gobierno.

—Se llama Suzerano de la Idoneidad —le recordó Gailet—. La gola a rayas significa que es el líder de la casta de los sacerdotes. Y ahora, pórtate bien. No te rasques demasiado y mira lo que yo hago.

—Imitaré todos sus pasos con la máxima precisión, señorita.

Gailet ignoró su sarcasmo y siguió al oscuro holograma que los guiaba a lo largo de la rampa, en dirección al vehículo de brillantes colores. Fiben la seguía a poca distancia.

El holo-guía se desvaneció cuando llegaron a la pista de aterrizaje. Un
kwackoo
con la cresta de plumas teñida de un rosa chillón los recibió con una leve reverencia.

—Tenéis el honor… honor… de que nuestro tutor… noble tutor se digne mostraros… a vosotros, seres semi-formados, la gracia de vuestro destino.

El
kwackoo
hablaba sin ayuda del vodor. Esto, en sí, no era ningún milagro, ya que la criatura tenía unos órganos del habla altamente especializados. De hecho, pronunciaba las palabras en ánglico con bastante claridad, aunque las pausas indebidas lo hacían parecer nervioso y expectante.

Era poco probable que el Suzerano de la Idoneidad fuese el jefe para quien resultara más fácil trabajar en todo el universo. Fiben imitó la reverencia de Gailet y permaneció en silencio mientras ésta decía:

—Nos sentimos honrados por la atención que tu amo, el gran tutor de un insigne clan, se digna ofrecernos —hablaba despacio, pronunciando con cuidado las palabras en galáctico-Siete—. Sin embargo, en nombre de nuestros tutores, nos reservamos el derecho a desaprobar sus acciones.

Hasta Fiben se quedó boquiabierto. Los
kwackoo
presentes piaron enojados y ahuecaron las plumas con aire amenazante.

Tres gorjeos agudos interrumpieron de pronto su cólera. El jefe de los
kwackoo
se volvió e inclinó ante el Suzerano que había avanzado a toda prisa hasta el extremo de la percha más cercana a los chimps. El
gubru
abrió el pico al tiempo que se agachaba para mirar a Gailet, primero con un ojo y luego con el otro. Fiben sudaba tinta.

Finalmente, el alienígena se enderezó y gritó un manifiesto en su versión del galáctico-Tres entrecortada y llena de inflexiones. Sólo Fiben alcanzó a ver el estremecimiento de alivio que recorrió la columna vertebral de Gailet. No podía comprender la prosa ampulosa del Suzerano pero un vodor próximo empezó de inmediato la traducción.

—Bien dicho… dicho bien… hablado bien para ser soldados pupilos y prisioneros de un clan-enemigo de la Tierra… Venid, pues… venid y ved… venid y ved y oíd la oferta, no la desaprobaréis… ni siquiera en nombre de vuestros tutores.

Gailet y Fiben se miraron el uno al otro, al tiempo que, ambos, se inclinaban ante el
gubru
.

El aire del mediodía era claro y el débil olor de ozono probablemente no presagiaba lluvia, aunque aquellas señales antiguas no servían de nada en presencia de la alta tecnología.

El vehículo enfiló en dirección sur pasando sobre los muelles de Puerto Helenia y se dirigió al otro lado de la bahía. Fue la primera ocasión que tuvo Fiben de ver cómo había cambiado el pequeño golfo desde la llegada de los alienígenas.

Por un lado, la flota pesquera estaba inutilizada. Sólo una de cada cuatro traineras no estaba varada en la playa o en el dique seco. El puerto comercial también parecía prácticamente muerto. Un grupo de buques de pasajeros de triste aspecto estaba amarrado, con claras muestras de no haberse movido en meses. Fiben vio una de las traineras que aún estaban en funcionamiento entrar por el recodo de la bahía. Seguramente volvía más temprano debido a una fortuita captura o tal vez a un fallo mecánico que los chimps no eran capaces de solucionar sin volver a tierra. El bote, con su fondo en forma de tonel, subía y bajaba al atravesar la zona de oleaje donde se encontraba la bahía con el mar abierto. La tripulación tenía que hacer grandes esfuerzos pues el pasaje era más estrecho de lo que había sido en tiempos de paz. La mitad del estrecho estaba ahora ocupada por la curvada cara de una superficie rocosa: una gran fortaleza alienígena.

Un buque de guerra
gubru
parecía brillar en medio de una difusa bruma. En los márgenes de sus pantallas de defensa se condensaban gotas de agua que daban lugar a relucientes arcos iris, mientras una suave llovizna caía sobre la trainera que se debatía por cruzar ante la lengua septentrional de tierra. Cuando el vehículo del Suzerano pasó sobre ellos, Fiben no pudo reconocer a ninguno de los chimps de la tripulación pero vio que las figuras de largos brazos descansaban aliviadas cuando finalmente entraron en las aguas tranquilas del pequeño golfo.

Desde Point Borealis, el brazo septentrional, la bahía se extendía varios kilómetros al norte y al este en dirección a Puerto Helenia. Aquellos escarpados farallones no estaban poblados, a excepción de un pequeño faro de la navegación. Las ramas de los pinos del acantilado se agitaban suavemente con la brisa marina.

Hacia el sur, sin embargo, al otro lado del angosto pasadizo, las cosas eran bastante distintas. Más allá del varado buque de guerra, el terreno había sido transformado. La vegetación había sido arrancada y los contornos de los acantilados alterados. De un lugar que el cabo ocultaba, se levantaba polvo. Un enjambre de flotadores y vehículos pesados iba y venía zumbando en aquella dirección.

Mucho más al sur, cerca del cosmódromo, se habían construido nuevos domos que formaban parte de la red de defensa
gubru
: unas instalaciones que las guerrillas urbanas sólo habían inutilizado parcialmente en su abortada insurrección. Pero el vehículo no parecía dirigirse hacia allí. En cambio viró hacia la nueva construcción que se asentaba en las estrechas vertientes rocosas entre la Bahía de Aspinal y el mar de Cilmar.

Fiben sabía que era inútil preguntar a sus anfitriones qué estaba ocurriendo. Los sirvientes y técnicos
kwackoo
eran amables, pero su cortesía era muy formal. Seguramente habían recibido órdenes al respecto y no les brindaban demasiada información.

Gailet se unió a él junto a la barandilla y le tocó el codo.

—Mira —le dijo casi en un susurro.

Juntos contemplaron cómo el vehículo ganaba altura sobre los acantilados.

Cerca del océano, la cima de una colina había sido aplanada. En su base se arracimaban edificios que Fiben reconoció como plantas de energía protónica, y de los cuales salían unos cables que se dirigían hacia arriba por las laderas. En lo alto había una estructura hemisférica que brillaba como un bol de mármol invertido bajo los rayos del sol.

—¿Qué es eso? ¿Un proyector de campos de fuerza? ¿Algún tipo de arma?

Fiben asintió, luego sacudió la cabeza negativamente y finalmente se encogió de hombros.

—Me doy por vencido. No parece militar, pero sea lo que sea, necesita mucho jugo para alimentarse. Mira esas plantas de energía. ¡Oh, Ifni!

Sobre ellos se deslizó una sombra, no con la algodonosa y deshilachada frescura de una nube que pasa ante el sol, sino con el repentino y penetrante frío de algo sólido y enorme que retumbaba sobre sus cabezas. Fiben tembló, y no sólo por el descenso de temperatura. Gailet y él no pudieron evitar agacharse cuando el gigantesco transporte aéreo pasó apenas unos cientos de metros más arriba. Sus anfitriones, los pájaros, no parecían alterados. El Suzerano permaneció en su percha, ignorando plácidamente los ruidosos campos magnéticos que habían hecho temblar a los chimps.

No les gustan las sorpresas
, pensó Fiben,
pero cuando saben lo que está pasando, se quedan impasibles.

El vehículo en el que viajaban inició un largo, lento y perezoso recorrido alrededor del perímetro del lugar de las obras. Fiben estaba examinando el blanco bol cuando el
kwackoo
de la cresta roja se le acercó inclinando levemente la cabeza.

—El Más Grande se digna… os concede la gracia… y quiere sugerir cooperación… complementariedad de objetivos y aspiraciones.

En el otro extremo del vehículo, el Suzerano de la Idoneidad estaba posado majestuosamente en su percha.

A Fiben le hubiera gustado poder leer la expresión del rostro del
gubru. ¿Qué tendrá en mente el pajarraco?
, se preguntó, aunque no estaba del todo seguro de querer saberlo.

Gailet le devolvió al
kwackoo
la leve inclinación.

—Por favor, dile a tu honorable tutor que escucharemos su oferta con toda humildad.

El galáctico-Tres del Suzerano era ampuloso y formal, adornado con melindrosos y elegantes pasos de danza. La traducción del vodor no era de mucha ayuda para Fiben y decidió mirar a Gailet en lugar de al alienígena mientras intentaba adivinar de qué demonios estaban hablando.

—… una aceptable revisión del Ritual de Elección del Asesor de Elevación… que puede ser llevada a cabo durante épocas de tensión, por los principales representantes de los pupilos… si se realiza verdaderamente según los intereses de su raza tutora…

Gailet estaba visiblemente agitada. Sus labios eran una fina línea y sus dedos entrecruzados estaban blancos por la presión. Cuando el Suzerano dejó de piar, el vodor continuó unos instantes más y luego el silencio se cernió sobre ellos. No quedó más que el silbido del aire y el débil zumbido de los motores del vehículo.

Gailet tragó saliva y se inclinó ante el alienígena. Parecía tener problemas en encontrar las palabras adecuadas.

Tu puedes hacerlo
, la instó Fiben en silencio. El bloqueo del habla era algo que podía ocurrirle a cualquier chimp, en especial ante una presión como aquélla, pero él no osaba hacer nada para ayudarla.

Gailet tosió, tragó saliva de nuevo y consiguió recobrar la voz.

—Honor… honorable señor, no podemos hablar en nombre de nuestros tutores, y tampoco en nombre de todos los chimps de Garth. Lo que usted nos pide es… es…

El Suzerano tomó de nuevo la palabra, como si la chima hubiese acabado su respuesta. O quizá simplemente no se consideraba descortés que un tutor interrumpiese a un pupilo.

—No tenéis necesidad, no necesitáis… responder ahora —tradujo el vodor mientras el Suzerano piaba y se movía en su percha—. Estudiad, analizad, considerad… el material que os será dado. Esta oportunidad constituirá una ventaja para vosotros.

Los gorjeos cesaron otra vez, seguidos por el zumbante vodor. Entonces el Suzerano pareció darles permiso para que se retirasen con un sencillo cerrar de ojos.

Como si obedeciese a alguna señal invisible para Fiben, el piloto se alejó de la frenética actividad que tenía lugar en la cima de la allanada colina y entiló el aparato hacia el norte, cruzando la bahía en dirección a Puerto Helenia. Pronto el buque de guerra de la ensenada, gigantesco e imperturbable, quedó atrás entre su espiral de brumas y arcos iris.

Fiben y Gailet siguieron a un
kwackoo
hasta los asientos traseros del vehículo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Fiben a Gailet entre susurros—. ¿Qué decía esa maldita cosa sobre cierto tipo de ceremonia? ¿Qué quiere de nosotros?

—¡Sssh! —Gailet le hizo una seña para que se callara—. Te lo explicaré después, Fiben. Ahora, por favor, déjame pensar.

Gailet se instaló en un rincón, rodeándose las rodillas con los brazos. Con expresión ausente, comenzó a rascarse la pierna izquierda. Sus ojos no miraban a ningún sitio y cuando Fiben le hizo una seña para ofrecerse a rascarla, ella ni siquiera reaccionó. Tenía los ojos puestos en el horizonte, como si su mente estuviera muy lejos.

Al regresar a la celda, se dieron cuenta de que se habían producido muchos cambios.

—Supongo que hemos superado todos esos tests —dijo Fiben mirando las transformaciones de su aposento.

Poco después de la primera visita del Suzerano, aquella oscura noche, hacía pocas semanas, habían quitado las cadenas. También habían cambiado la paja del suelo por unos colchones y se les había permitido tener libros en la celda.

Ahora, durante su ausencia, habían añadido una lujosa alfombra y cubierto casi por completo una de las paredes con un holo-tapiz. Encontraron además comodidades tales como camas, sillas, un escritorio y hasta un equipo de música.

—Un soborno —murmuró Fiben mientras seleccionaba algunos cubos de grabación—. Maldita sea, hay algo que quieren de nosotros. Tal vez la Resistencia no esté del todo vencida. Quizá Athaclena y Robert los están aguijoneando y quieren que nosotros…

—Esto no tiene nada que ver con tu general, Fiben —comentó Gailet en voz baja, casi en un susurro—. O al menos, no demasiado. Es algo mucho más importante que eso. —Su expresión era tensa. Durante todo el camino de regreso había estado nerviosa y callada. A veces Fiben creía poder oír ruedas que giraban en el interior de la cabeza de la chima.

Gailet le hizo una seña para que la acompañase hasta la nueva holo-pared. En aquel momento estaba programada para representar una escena tridimensional de formas y diseños abstractos; una visión aparentemente interminable de cubos, esferas y brillantes pirámides que se extendían en la distancia infinita. Ella estaba sentada con las piernas cruzadas y se entretenía con el mando.

—Es un aparato muy caro —dijo un poco más alto de lo necesario—. Vamos a divertirnos un rato y ver qué podemos hacer con él.

Cuando Fiben se sentó a su lado, las formas euclidianas se emborronaron y desaparecieron. El mando chasqueó bajo los dedos de Gailet y de repente apareció una nueva escena. La pared parecía ahora abrirse ante una vasta y arenosa playa. Las nubes, preñadas de tormenta, se arracimaban en el bajo y grisáceo horizonte. Las olas rompían a menos de veinte metros de distancia, de un modo tan realista que las fosas nasales de Fiben se ensancharon como si quisiera oler la sal del mar.

Gailet estaba concentrada en el mando y Fiben la oyó murmurar:

—Éste debe de ser el cebo —el casi perfecto paisaje marítimo fluctuó y en su lugar apareció de pronto un muro de verdor vegetal, una escena de jungla, tan cercana y tan real que Fiben sintió que casi podía saltar y escapar entre sus verdes brumas, como si fuera uno de esos míticos «aparatos de teletransporte» que aparecían en las novelas, y no un holo-tapiz de calidad.

Contempló la escena que había escogido Gailet. Fiben comprendió de inmediato que no era una jungla de Garth. La densa foresta tropical formaba una viva, vibrante y ruidosa escena, llena de color y variedad. Los pájaros graznaban y los monos gritaban.

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