—¿Y entonces? —preguntó.
—Entonces… déjeme ver si puedo explicarlo con un ejemplo. Tome a los humanos…
—Por favor —intercaló Uthacalthing sin mucho entusiasmo, más bien llevado por la fuerza de la costumbre.
—… los terrestres representan uno de los muchos caminos que podemos tomar para llegar finalmente a la inteligencia. La suya implicaba la utilización de dos cerebros que más tarde se convirtieron en uno.
Uthacalthing parpadeó. Su mente trabajaba tan despacio…
—¿Se… se refiere al hecho de que sus cerebros tienen dos hemisferios parcialmente independientes?
—Claro. Y si bien esas mitades son similares y redundantes en ciertos sentidos, en otros se reparten el trabajo. Esta división es mucho más pronunciada en sus pupilos neodelfines.
»Antes de que llegasen los
gubru
, estaba estudiando datos sobre los neochimpancés, quienes, en muchos aspectos, son similares a sus tutores. Una de las cosas que tuvieron que hacer los humanos, al principio de su programa de Elevación, fue encontrar la forma de unir las funciones de las dos mitades del cerebro de los chimpancés presapientes dentro de sus conciencias. Hasta que eso se consiguió los neochimpancés sufrían un estado llamado «bicameralidad»…
Kault siguió hablando monótonamente en una jerga cada vez más técnica que dejaba a Uthacalthing muy atrás. Los secretos del funcionamiento cerebral parecían llenar el refugio como si se tratase de un humo denso.
Uthacalthing se sintió casi tentado a formar un glifo para expresar su propio aburrimiento, pero carecía de la energía necesaria incluso para mover sus zarcillos.
—… así pues, la resonancia parece indicar que realmente hay mentes bicamerales, dentro del radio de alcance de mi instrumento.
Ah, sí
, pensó Uthacalthing. En Puerto Helenia, cuando él era aún un inteligente organizador de complejos planes, ya había sospechado que Kault podía resultar un ser de recursos. Por tal razón había elegido como cómplice a un chimp regresivo. Probablemente, Kault estaba captando indicios del pobre Jo-Jo, cuyo cerebro atávico era en muchos aspectos similar al de los chimpancés no elevados de varios siglos atrás. Sin duda, Jo-Jo conservaba algo de esa «bicameralidad» de la que Kault hablaba.
—Estoy, por tanto, convencido, gracias a sus datos y a los míos, de que no hemos de esperar más —concluyó Kault—. Tenemos que dar con algún aparato que nos permita enviar mensajes interestelares.
—¿Y cómo espera conseguirlo? —preguntó Uthacalthing con algo de curiosidad.
—Tal vez podamos entrar a hurtadillas, con engaños o por la fuerza, en la sucursal de la Biblioteca Planetaria, pedir asilo y luego invocar prioridad en nombre de los cincuenta soles de Thenan —las ranuras respiratorias de Kault latían en una evidente y extraña excitación—. O tal vez haya otro modo. No me importa si eso significa que tenemos que robar una nave de guerra
gubru
. ¡Sea como sea, tengo que hacer llegar las noticias a mi clan!
¿Era ésta la misma criatura que había estado tan ansiosa por salir de Puerto Helenia antes de que llegasen los invasores? Kault parecía tan cambiado por fuera como Uthacalthing se sentía por dentro. El entusiasmo del
thenanio
era una llama ardiente, mientras que Uthacalthing tenía que avivar el suyo con mucho esfuerzo.
—¿Desea reivindicar el derecho sobre los presensitivos antes de que los
gubru
lo hagan? —le preguntó.
—Claro, ¿por qué no? Para salvarlos de tan horribles tutores daría incluso mi vida. Pero nos tenemos que dar mucha prisa. Si es verdad lo que he oído en nuestro receptor, los emisarios del Instituto ya están en camino hacia Garth. Creo que los
gubru
planean algo grande. Quizás hayan hecho el mismo descubrimiento. Tenemos que actuar en seguida si no queremos que sea demasiado tarde.
—Una pregunta más, distinguido colega —dijo Uthacalthing—. ¿Por qué debo ayudarle?
Kault dejó escapar un suspiro como un balón pinchado mientras que el borde de su cresta se desplomaba de repente. Miró a Uthacalthing con una expresión tan emocionada como ningún
tymbrimi
había visto nunca en el rostro de un
thenanio
.
—Sería un gran beneficio para los presensitivos —susurró—. Su destino sería mucho más feliz.
—Tal vez. Aunque es discutible. ¿Y eso es todo? ¿Confía sólo en mi altruismo?
—Err, hummm —Kault parecía ofendido de que necesitara hacer más preguntas. Pero ¿podía estar sorprendido? Después de todo, era un diplomático y comprendía que los tratos mejores y más firmes se basaban en el propio interés—. Para mi partido político sería… sería una gran ayuda que yo les ofreciera tal tesoro. Seguramente podríamos volver a gobernar —sugirió.
—Una ligera mejora sobre lo intolerable no basta para que yo me entusiasme —Uthacalthing sacudió la cabeza—. Todavía no me ha explicado por qué no debo reivindicar a los presensitivos para mi propio clan. Yo estuve investigando esos rumores antes que usted. Nosotros, los
tymbrimi
, seríamos unos excelentes tutores para esas criaturas.
—¡Ustedes! Ustedes son unos…
k'ph mimpher'rrengi
—la frase equivalía a algo así como «delincuentes juveniles». Fue casi bastante para hacer sonreír de nuevo a Uthacalthing. Kault se sentía incómodo. Hacía un visible esfuerzo para mantener la compostura diplomática—. Ustedes, los
tymbrimi
, no tienen la fuerza, el poder suficiente para reivindicar algo así —murmuró.
Por fin
, pensó Uthacalthing.
Una verdad.
En tiempos como aquéllos, en circunstancias tan confusas como aquéllas, se necesitaba algo más que la mera prioridad en la solicitud para conseguir los derechos de adopción sobre una raza presapiente. El Instituto de Elevación consideraría oficialmente otros muchos factores.
—Volvamos a la pregunta número uno —dijo Uthacalthing—. Si ni los
tymbrimi
ni los terrestres podemos adoptar a los
garthianos
, ¿por qué debo ayudarle a que lo hagan los
thenanios
?
Kault se balanceaba de un lado a otro como si intentara evitar el calor del asiento. Su tristeza resultaba muy obvia, tanto como su desesperación.
—Puedo prácticamente garantizarle el cese de todas las hostilidades de mi clan contra el suyo —masculló al fin.
—No basta —se apresuró a decir Uthacalthing.
—¿Qué más puede pedirme? —explotó Kault.
—Una auténtica alianza. Una promesa de ayuda
thenania
contra los que están asediando Tymbrimi.
—Pero…
—Y la garantía ha de ser firmada. Por anticipado. Y ha de tener efecto tanto si esos presapientes suyos existen como si no.
—No puede esperar que… —balbuceó Kault.
—Claro que sí. ¿Por qué he de creer en esas criaturas «
garthianas
»? Para mí, sólo son rumores interesantes. Nunca le he dicho que creyese en ellos. Y, no obstante, quiere que arriesgue mi vida acompañándolo a enviar un mensaje. ¿Por qué debo hacerlo sin una garantía para mi pueblo?
—¡Esto… esto es inaudito!
—Sin embargo es mi precio. Tómelo o déjelo.
Durante un instante, Uthacalthing sintió la emocionante sospecha de que iba a presenciar algo inesperado.
Parecía como si Kault fuese a perder el control…, como si fuera a sufrir un ataque de violencia. Al ver aquellos enormes puños que se crispaban, Uthacalthing notó que su sangre se transformaba con las hormonas de cambio.
Una oleada de temor nervioso lo hizo sentirse más vivo de lo que se había sentido en los últimos días.
—Será… será como usted quiere —gruñó Kault al fin.
—Bien —Uthacalthing suspiró y se relajó. Sacó su ordenador—. Vamos a trabajar juntos en la redacción de este acuerdo.
Les costó más de una hora redactarlo. Cuando estuvo terminado, con la firma de ambos en cada una de las copias, Uthacalthing le dio a Kault una de las grabaciones y se quedó con la otra.
Sorprendente
, pensó. Lo había planeado todo para que llegara ese día. Ésta era la segunda parte de su gran broma, finalmente lograda. Haber engañado a los
gubru
había sido maravilloso. Esto era sencillamente increíble.
Y, sin embargo, en aquellos momentos, Uthacalthing se sentía más aturdido que triunfante. No le atraía la ascensión que tenían por delante: una accidentada vereda hacia las empinadas cimas del macizo de Mulun, seguida de un desesperado intento que terminaría, sin duda, con la muerte de ambos.
—Usted sabe, Uthacalthing, que mi pueblo no aceptara este trato si resulta que yo estoy equivocado. Si los
garthianos
no existen, los
thenanios
me repudiarán. Utilizarán todos los recursos diplomáticos para anular este contrato, y yo estaré acabado.
Uthacalthing no miró a Kault. Eso constituía otro motivo más para su sensación de deprimido distanciamiento.
Se supone que un gran bromista no ha de sentirse culpable
, se dijo.
Tal vez he pasado demasiado tiempo entre los humanos.
El silencio se prolongó un rato más, mientras ambos seguían sumidos en sus propias meditaciones.
Naturalmente, Kault sería repudiado. Naturalmente, los
thenanios
no se dejarían arrastrar a formar una alianza, ni siquiera a firmar la paz con la entente Tierra-Tymbrimi. Lo único que siempre había deseado Uthacalthing era sembrar confusión entre sus enemigos. Si Kault conseguía, por algún milagro, enviar su mensaje y lograba que vinieran los ejércitos thenanios a este planeta distante, entonces los dos grandes enemigos de su pueblo estarían enfrentándose en una gran batalla que los arruinaría… Una batalla por la conquista de nada. De una especie que no existía. Por los fantasmas de unas criaturas asesinadas hacía cincuenta mil años.
¡Qué broma tan maravillosa! Tendría que sentirme feliz. Emocionado.
Con tristeza, reconoció que ni siquiera podía culpar al
s'ustru'thoon
de su incapacidad para disfrutar con aquello. No podía culpar a Athaclena por el sentimiento que lo embargaba, el sentimiento de que acababa de traicionar a un amigo.
Oh, bueno
, se consoló Uthacalthing.
Seguramente todo esto es una entelequia. Para que Kault llegue a un lugar desde donde pueda enviar el mensaje, se necesitarán muchos milagros, cada uno más grande que el anterior.
Todo parecía indicar que morirían inútilmente los dos juntos en el intento.
En su tristeza, Uthacalthing encontró la energía suficiente para extender un poco sus zarcillos. Formaron un sencillo glifo de pena al tiempo que volvía la mirada hacia Kault.
Éste estaba a punto de hablar cuando, de repente, sucedió algo inusitado. Uthacalthing sintió una presencia volar en la noche. Pero desapareció con la misma rapidez que había llegado.
¿Lo he imaginado? ¿Estoy en completa decadencia?
Pero regresó de nuevo. Ahogó un grito de sorpresa al captar cómo rodeaba la tienda en una espiral cada vez más estrecha, rozando finalmente los bordes de su replegada aura. Alzó la vista, intentando distinguir lo que se arremolinaba tras su refugio.
¿Qué estoy haciendo? ¿Tratando de ver un glifo?
Cerró los ojos y dejó que la no-cosa se aproximase. Se abrió a la captación.
—
¡Puyr'itiirumbul!
—gritó.
—¿Qué pasa, amigo? —Kault se volvió bruscamente—. ¿Qué…?
Pero Uthacalthing se había puesto de pie y salía a la oscura noche como si un hilo tirase de él.
Mientras husmeaba y utilizaba todos sus sentidos para buscar en la tenebrosa oscuridad, percibió de pronto un olor transportado por la brisa.
—¿Quién anda ahí? —gritó Uthacalthing—. ¿Quién es?
Vislumbró dos figuras bajo la pálida luz de la luna.
¡Entonces es cierto!
, pensó Uthacalthing. Un humano lo había buscado con su sentido de empatía, un sentido tan diestro que bien podría haber pertenecido a un joven
tymbrimi
.
Y ahí no se acabaron las sorpresas. Miró estupefacto al alto, bronceado y barbudo guerrero, que semejaba el héroe de uno de esos bárbaros cuentos épicos terrestres anteriores al Contacto, y soltó un grito de asombro cuando, de pronto, reconoció a Robert Oneagle, el hijo
playboy
de la Coordinadora Planetaria.
—Buenas noches, señor —dijo Robert al tiempo que se detenía a unos metros de distancia y se inclinaba ante él. A poca distancia tras de Robert, el neochimpancé Jo-Jo se retorcía las manos con nerviosismo. Aquello no concordaba con el plan original y temía enfrentarse a la mirada de Uthacalthing.
—
¿Vhooman'ph? ¡Idatess!
—exclamó Kault en galáctico-Seis—. Uthacalthing, ¿qué está haciendo aquí un humano?
Robert hizo una nueva reverencia. Con una cuidadosa pronunciación saludó formalmente a ambos, incluyendo el nombre completo de sus especies respectivas. Luego continuó en galáctico-Siete.
—Honorables caballeros, he recorrido un largo camino para invitarlos a una fiesta.
—¡Tranquilo, Tyco, tranquilo!
El animal, normalmente plácido, daba sacudidas y tiraba de las riendas. Fiben, que nunca había sido un buen jinete, se vio obligado a desmontar a toda prisa y agarrar el ronzal del animal.
—Calma, relájate —lo tranquilizó—. Es sólo otra nave de transporte. Las hemos estado oyendo todo el día. Pronto se habrá ido.
Tal como le había prometido, el sonido chirriante se fue apagando apenas la nave pasó sobre ellos y desapareció tras unos árboles cercanos, en dirección a Puerto Helenia.
Muchas cosas habían cambiado desde que Fiben recorriera por primera vez aquel camino, pocas semanas después del inicio de la invasión. En aquel entonces, había seguido una concurrida carretera rodeada de primaverales tonos verdes. En esta ocasión, mientras cruzaba un valle que mostraba los primeros signos de un crudo invierno, sentía las ráfagas de viento a sus espaldas. La mitad de los árboles ya habían perdido sus hojas y éstas volaban arremolinadas por los senderos y praderas. Las huertas no tenían frutos y en los caminos vecinales no había tráfico.
Tráfico de superficie, por supuesto. En el cielo, la multitud de vehículos de transporte parecía incesante. Los gravíticos de los aparatos
gubru
le producían molestias en el sistema nervioso periférico. Las primeras veces, los pelos se le habían erizado, y no sólo por los campos vibrantes. Esperaba que le dieran el alto, que lo interrogaran o incluso que le disparasen a primera vista.