—No, yo…
—En aquella época, lo veía de otra forma. Mi madre estaba enferma. No teníamos un clan familiar y yo no soportaba la idea de dejarla al cuidado de unos extraños, para no volver a verla.
»Yo sólo era entonces carnet amarillo. Sabía que mi hijo tendría un buen hogar en la Tierra, o podía ser que le diesen un tratamiento adecuado y fuese criado en una familia de neochimps de clase alta, pero también podía ser que encontrase un destino que yo no quería ni conocer. Me preocupaba sobre todo la posibilidad de hacer todo ese viaje juntos y que luego, a pesar de eso, le separaran de mí. Creo que también temía la vergüenza de que lo declarasen marginal.
»No podía decidirme —se miraba las manos—, así que pedí consejo. A ese asesor de Puerto Helenia, ese humano del Cuadro de Elevación. Me dijo que él creía que había dado a luz a un margi.
»Cuando se llevaron a Sachi yo me quedé. Seis… seis meses más tarde, mi madre murió. Y luego, tres años después —miró a Fiben—, llegaron noticias de la Tierra. Mi hijo era un niño feliz y bien adaptado, con carnet azul y lo educaba una encantadora familia de carnets azules. Ah, y yo era ascendida a verde.
»¡Cómo odié ese maldito carnet! —apretó los puños—. Anularon la obligación que tenía de tomar anticonceptivos una vez al año y, de este modo, ya no tenía que pedir permiso para concebir de nuevo. Me confiaron el control de mi propia fertilidad. Como a una adulta —se burló—. ¿Como una adulta? ¿Una chima que abandona a su propio hijo? Eso no lo tuvieron en cuenta. Me ascendieron porque él había superado unos puñeteros exámenes.
Con que era eso
, pensó Fiben. Ésa era la razón de su amargura y de su anterior colaboración con los
gubru
.
Así se explicaban muchas cosas.
—¿Te uniste a la banda de Puño de Hierro por resentimiento contra el sistema? ¿Porque esperabas que con los galácticos las cosas serían mejores?
—Algo así, tal vez. O quizá sólo estaba enojada —Sylvie se encogió de hombros—. De todos modos, después de un tiempo, me di cuenta de una cosa.
—¿De qué?
—Advertí que por malo que fuera el sistema bajo el dominio humano, con los galácticos sólo podría ser mucho peor. Los humanos son arrogantes, de acuerdo. Pero al menos, muchos de ellos se sienten culpables de su arrogancia. Intentan controlarla. Su horrible historia les ha enseñado a evitar la presun… presun…
—Presunción.
—Sí. Saben que puede ser una trampa actuar como si fueran dioses y creer que es verdad. Pero los galácticos están acostumbrados a esa impertinente actitud. Nunca se les ocurre dudar de sí mismos. ¡Son tan presumidos! ¡Cómo los odio!
Fiben pensó en todo aquello. Había aprendido mucho durante los últimos meses y creía que Sylvie recargaba un poco las tintas al exponer su caso. En aquellos momentos se parecía un poco al mayor Prathachulthorn, aunque Fiben reconocía que muy pocas razas tutoras galácticas tenían fama de ser benevolentes y honradas.
Sin embargo, no era el momento de juzgar su amargura.
Ahora comprendía su casi obstinada determinación de tener un hijo que fuera, al menos, carnet verde desde el principio. No deseaba que hubiera problemas. Quería hacerse cargo de su hijo y tener la certeza de que sería abuela. Sentado a su lado, Fiben notaba, con incomodidad, el estado actual de Sylvie. A diferencia de las hembras humanas, las chimas tenían unos ciclos de receptividad establecidos y les costaba bastante esfuerzo ocultarlos. Era una de las razones de las diferencias de orden familiar y social que existían entre las dos especies primas.
Se sentía culpable de que su estado lo excitase. En aquel momento, su relación estaba impregnada de una sensación dulce e intensa, y no estaba dispuesto a estropearla comportándose sin delicadeza. Le hubiera gustado poder consolarla de alguna forma. Y, sin embargo, no sabía que ofrecerle.
—Uf, oye Sylvie —se humedeció los labios.
—¿Sí, Fiben?
—Humm, de verdad deseo que consigas… quiero decir que espero haber dejado suficiente… —sentía el rostro acalorado.
—La doctora Soo supone que hay bastante —sonrió—. Y si no, puede conseguirse más de donde salió.
—Aprecio tu confianza —agradeció Fiben—. Pero no estoy seguro de que pueda volver —desvió la mirada hacia el oeste.
—Bueno —ella lo tomó de la mano—. No soy tan orgullosa como para no aceptar más seguridades si me las ofreces. Cualquier donación será bien aceptada, si lo deseas.
—Uf, ¿quieres decir ahora mismo? —parpadeó y notó que el ritmo de su pulso se aceleraba.
—¿Cuándo si no? —asintió ella.
—Es lo que esperaba que dijeses —sonrió y extendió los brazos para abrazarla, pero ella alzó una mano para detenerlo.
—Un momento —dijo—. ¿Qué clase de chica crees que soy? Quizá aquí arriba escaseen las velas y el champán, pero a una fem siempre le gusta un poco de juego preliminar.
—Por mí, perfecto —comentó Fiben. Se volvió de espaldas para que lo rascara—. Ráscame tú primero y luego te lo haré yo.
—Ese tipo de juego no, Fiben —sacudió la cabeza—. Tengo en mente algo mucho más estimulante.
Buscó detrás del árbol y sacó un objeto cilíndrico hecho de madera tallada y con un extremo cubierto por una tensa piel.
—¿Un tambor? —los ojos de Fiben se ensancharon.
—Es culpa tuya —se sentó con el artesanal objeto entre las rodillas—. Tú me enseñaste algo especial y desde ahora en adelante nunca estaré satisfecha con menos.
Sus hábiles dedos comenzaron a marcar un rápido ritmo.
—Baila —dijo—. Por favor.
Fiben suspiró. Era evidente que no bromeaba. Aquella chima coreomaníaca estaba loca, dijera lo que dijese el Cuadro de Elevación. Era del tipo de las que él solía enamorarse.
En muchos aspectos, nunca seremos como los humanos
, pensó mientras cogía una rama y la sacudía para comprobar su resistencia. La dejó caer y escogió otra. Se sentía inflamado y lleno de energía.
Sylvie golpeaba el tambor, con un rápido y estimulante ritmo que le aceleraba la respiración. El brillo de sus ojos calentaba la sangre de Fiben.
Así es cómo debe ser. Somos nuestra propia jungla.
Fiben agarró la rama con ambas manos y golpeó con ella un tronco cercano provocando una lluvia de hojas.
—Uf —dijo.
El segundo golpe fue todavía más fuerte. A medida que el ritmo aumentaba, sus gritos surgían con más entusiasmo.
La bruma matinal se había evaporado. No había truenos. El universo, poco cooperativo, no había dispuesto ni una nube siquiera en el cielo. Pero Fiben calculó que aquella vez podría ingeniárselas sin relámpagos.
En el decimosexto campamento militar de los
gubru
, el caos en la cúspide había empezado a afectar a los rangos inferiores. Se producían disputas sobre las asignaciones y los suministros y hasta sobre el comportamiento de los soldados rasos, cuyo desdén hacia el personal de mantenimiento alcanzaba niveles peligrosos.
Durante la plegaria de la tarde, muchos de los soldados de Garra se ponían los tradicionales crespones de luto por los Progenitores Perdidos y se unían al capellán castrense para cantar al unísono. La mayoría menos devota, que solía guardar siempre un respetuoso silencio durante tales servicios, aprovechaba ahora la ocasión para hacer apuestas y alborotar. Los centinelas se arreglaban las plumas y dejaban caer intencionadamente algunas de ellas para que el viento se las llevara y distraer de este modo a los creyentes.
Durante el trabajo, durante las labores de limpieza y durante los ejercicios de entrenamiento podían oírse ruidos discordantes.
El coronel encargado de los campamentos orientales, que estaba efectuando visitas de inspección, fue testigo de aquella desarmonía y no perdió tiempo con indecisiones. Ordenó que todo el personal del decimosexto campamento se reuniese de inmediato. Entonces, el oficial llamó al administrador en jefe y al capellán para que ocupasen sendos lugares a su lado en la plataforma, y se dirigió a los congregados.
—No permitamos que se diga, se rumoree, se pregone que los soldados
gubru
han perdido su visión.
¿Estamos acaso huérfanos? ¿Perdidos? ¿Abandonados?
¿O somos miembros de un gran clan?
¿Qué hemos sido, somos, seremos?
»Guerreros, constructores, pero sobre todo… correctos transmisores de la tradición.
Durante un buen rato, el coronel les habló en este tono, apoyado por el cántico persuasivo del administrador del campamento y su consejero espiritual, hasta que, por fin, los avergonzados soldados y demás personal empezaron a cantar en un creciente coro de armonía.
Un pequeño y unido regimiento de militares, burócratas y sacerdotes, dedicaron su tiempo a esforzarse en superar sus dudas, como si todos fuesen uno.
Entonces, durante un breve momento, el consenso adquirió forma.
…Incluso entre los casos trágicos y raros, como las especies lobeznas, han existido toscas versiones de estas técnicas. Si bien primitivos, sus métodos incluían también rituales de «combate de honor»; y con tales métodos, se mantenía la agresividad y las luchas bajo cierto grado de control.
Tomen, por ejemplo, el clan más reciente de lobeznos: los «humanos» de Sol II. Antes de ser descubiertos por la cultura galáctica, sus «tribus» primitivas utilizaban a menudo el ritual de mantener bajo control los ciclos de violencia que normalmente pueden esperarse de esas especies sin guía. (No hay duda de que estas tradiciones derivan de deformados recuerdos de su raza tutora desaparecida hace mucho tiempo).
Entre los métodos más simples pero efectivos utilizados por los humanos del Precontacto, se hallan el pacto de honor entre los «indios americanos», el juicio de Dios entre los «europeos medievales» y la disuasión por amenaza de destrucción mutua entre los «estados tribales continentales».
Estas técnicas carecían, desde luego, de la sutileza, el delicado equilibrio y la homeostasis de las normas de comportamiento modernas elaboradas por el Instituto para la Guerra Civilizada.
—Muy bien. Ahora un poco de descanso. Ya tengo bastante.
Gailet parpadeó, con los ojos desenfocados, cuando aquella ruda voz la sacó de su trance de lectura. El dispositivo de la biblioteca lo notó y congeló el texto ante ella.
Miró hacia la izquierda. Estirado en su asiento, su nuevo «compañero» apartó a un lado su ordenador y bostezó, estirando sus largos y fuertes miembros.
—Es hora de beber algo —dijo perezosamente.
—Pero si ni siquiera has leído entero el primer resumen —protestó Gailet.
—Buf —sonrió—. No sé por qué tenemos que estudiar esa mierda. Los ETs ya se sorprenderán si nos acordamos de hacerles la reverencia y pronunciar el nombre de nuestra especie. No esperan que los neochimps sean unos genios ¿sabes?
—Al parecer no. Y tu capacidad de comprensión reforzará aún más esa idea.
Aquello le hizo fruncir el ceño momentáneamente. Pero de nuevo inició una sonrisa.
—Tú, en cambio, te estás esforzando todo lo que puedes. Estoy seguro de que a los ETs les va a parecer encantador.
Touché
, pensó Gailet. No les había llevado demasiado tiempo a ambos aprender a pincharse donde más podía dolerles.
Tal vez esto sea otra prueba. Quieren ver hasta dónde llega mi paciencia antes de que explote.
Tal vez… pero no muy probable. Hacía más de una semana que no veía al Suzerano de la Idoneidad. Había tratado, en cambio, con un comité de tres
gubru
teñidos, cada uno con el color de una de las facciones. Y era el soldado de Garra teñido de azul el que más se pavoneaba en aquellos encuentros.
El día anterior habían ido todos al montículo ceremonial para un «ensayo». Aunque todavía no había decidido si cooperaría en el acontecimiento final, Gailet comprendió que tal vez era demasiado tarde para cambiar de opinión.
La parte de la colina que limitaba con el mar había sido decorada y modificada con jardines para que las enormes plantas de energía no fuesen visibles. Las distintas terrazas se sucedían elegantemente hacia arriba, una tras otra, sin más mancha que los fragmentos arrastrados por los constantes vientos otoñales. En las terrazas orientales ondeaban ya brillantes estandartes indicando los lugares donde los representantes de los neochimps debían recitar, o contestar preguntas, o someterse a un minucioso escrutinio.
Allí,
in situ
, con los
gubru
en las proximidades, Puño de Hierro había guardado las apariencias como un estudiante modelo. Y quizá por algo más importante que congraciarse con ellos, puesto que aquello podía incidir directamente en sus ambiciones. En esta ocasión, su rápida inteligencia había brillado.
Pero luego, una vez juntos y solos nuevamente bajo la amplia bóveda de la Nueva Biblioteca, habían salido al exterior otros aspectos de su naturaleza.
—¿Qué te parece? —dijo Puño de Hierro inclinándose sobre la chima y mirándola de un modo lujurioso—. ¿No quieres salir fuera a tomar el aire? Podemos meternos en el bosquecillo de eucaliptos y…
—Ni lo sueñes —le espetó ella.
—Bueno —rió—. Dejémoslo hasta el día de la ceremonia, si te gusta tener público. Entonces seremos tú y yo, muñeca, y las Cinco Galaxias observando.
Sonrió y flexionó sus poderosas manos. Los nudillos crujieron.
Gailet le dio la espalda y cerró los ojos. Tenía que concentrarse para impedir que le temblase el labio inferior.
Rescátame
, deseó contra toda razón o esperanza.
La lógica le reñía incluso por pensar en ello. Después de todo, su caballero blanco era sólo un simio, y lo más probable era que hubiese muerto.
Sin embargo, no pudo evitar un grito interior.
Fiben, te necesito. Vuelve, Fiben.
Su sangre cantaba.
Tras meses en las montañas, viviendo de su propio ingenio y sudor tal como sus ancestros, con la piel curtida por el sol y por el roce punzante de las plantas nativas, Robert no se había dado cuenta de los cambios operados en él hasta que subió lleno de orgullo los últimos metros del estrecho y pedregoso camino y cruzó en diez largas zancadas de una vertiente a la otra.