Athaclena se sentó con gesto desmayado frente a él.
—Gracias, Fiben —dijo en voz baja.
—¡Demonios! —se encogió de hombros—. Una traición y un asalto a un tutor. Y todo en el mismo día.
Ella señaló el cabestrillo, donde había reposado su brazo desde la noche en que había escapado de Puerto Helenia.
—Oh, ¿esto? —Fiben sonrió—. Creo que lo he hecho para atraer simpatías. Pero no se lo diga a nadie, ¿de acuerdo? —y luego, con una expresión más seria, miró a Prathachulthorn—. Quizá yo no sea un experto, pero me parece que no he ganado muchos puntos en el Cuadro de Elevación esta noche.
Miró a Athaclena y sonrió levemente. A pesar de todo lo sucedido, ella no pudo evitar encontrarlo de pronto divertidísimo.
Comenzó a reír en voz baja, pero con los ricos matices de su padre. En cierto modo, aquello no la sorprendió en absoluto.
El trabajo aún no había terminado. Fatigada, Athaclena tuvo que seguir a Fiben mientras éste arrastraba al hombre inconsciente por los lóbregos pasadizos. Cuando pasaron junto al asistente de Prathachulthorn que dormitaba, Athaclena desplegó sus tiernos y casi lánguidos zarcillos y tranquilizó el sueño del soldado. Éste masculló alguna cosa y se volvió en su catre. Con especial cautela, Athaclena se aseguró de que la coraza psi del hombre no fuera una trampa, de que en realidad estuviera durmiendo.
Fiben resoplaba, con los labios curvados en una mueca, mientras ella lo conducía por una pendiente llena de cascotes procedentes de un antiguo corrimiento de tierras y se metían por un pasadizo que era, a buen seguro, desconocido para los militares. Al menos, no constaba en el mapa de la cueva que ella había visto en el centro de datos de los rebeldes.
El aura de Fiben se volvía mordaz cada vez que tropezaba en la oscura y serpenteante pendiente. Sin duda quería formular imprecaciones sobre lo que pesaba Prathachulthorn, pero se guardó los comentarios para sí hasta que por fin salieron a la húmeda y silenciosa noche.
—¡Entrenamientos y mutaciones! —suspiró al tiempo que dejaba su carga en el suelo—. Al menos Prathachulthorn no es de los más altos. No hubiera podido apañármelas si sus brazos y sus piernas hubieran ido arrastrándose en el polvo todo el camino.
Husmeó el aire. No había luna pero la niebla se derramaba sobre las cercanas montañas rocosas como un fluido vaporoso y desprendía una débil luminiscencia. Fiben miró a Athaclena.
—¿Y ahora qué, jefe? Dentro de pocas horas, y sobre todo cuando Robert y la teniente McCue regresen, aquí habrá un jaleo de mil diablos. ¿Quiere que vaya a buscar a Tyco y me lleve de aquí a este mal ejemplo para los pupilos terrestres? Eso equivaldría a una deserción pero, qué diablos, me parece que nunca fui muy buen soldado.
Athaclena sacudió la cabeza. Buscó con la corona y encontró indicios de lo que estaba buscando.
—No, Fiben, no puedo pedirte eso. Además, tienes otro deber. Te escapaste de Puerto Helenia para informarnos de la oferta de los
gubru
. Ahora tienes que regresar allí y afrontar tu destino.
—¿Está segura? —Fiben frunció el ceño—. ¿No va a necesitarme?
Athaclena se puso las manos sobre la boca e imitó el suave grito de un pájaro nocturno. Desde la oscuridad, le llegó una débil respuesta. Se volvió hacia Fiben.
—Claro que te necesito. Todos te necesitamos. Pero donde puedes desarrollar una labor más importante es allí abajo, junto al mar. Y además intuyo que tú también quieres volver.
—Tendría que estar loco, supongo —Fiben se tiraba de los pulgares.
—No. Es un indicador más de que el Suzerano de la Idoneidad sabía lo que estaba haciendo cuando te eligió —la muchacha sonrió—. Aunque tal vez sería preferible que mostrases un poco más de respeto por tus tutores.
Fiben se puso en tensión. Luego pareció captar en parte su ironía y sonrió. Se oía el suave traqueteo de las pezuñas de los caballos en el sendero que subía a las cuevas.
—Muy bien —dijo mientras se agachaba para coger el cuerpo inerte del mayor Prathachulthorn—. Vamos, papá. Esta vez voy a ser tan amable contigo como con mi tía solterona —chasqueó los labios contra la mejilla del mayor y miró a Athaclena—. ¿Mejor así, señora?
Algo que había tomado prestado de su padre hizo que sus cansados zarcillos chisporrotearan.
—Sí, Fiben —rió—. Así está mucho mejor.
Cuando regresaron con la luz del alba y encontraron que su comandante había desaparecido, Lydia y Robert sospecharon lo sucedido. Los restantes militares de Terragens miraban a Athaclena con franca desconfianza. Un pequeño grupo de chimps había entrado en la habitación de Prathachulthorn para borrar toda señal de lucha antes de que llegaran los humanos, pero no pudieron ocultar el hecho de que el mayor se hubiera ido sin dejar nota o rastro alguno.
Robert llegó incluso a ordenar a Athaclena que permaneciese en su habitación, con un soldado en la puerta, mientras investigaban. Su alivio por el posible retraso del ataque planeado fue momentáneamente anulado por un excesivo sentido del deber. En comparación, la teniente McCue era un remanso de tranquilidad. Externamente parecía no estar preocupada, como si el mayor hubiese salido sólo a dar una vuelta. Pero Athaclena pudo notar la confusión y el conflicto interno de la mujer terrestre.
En cualquier caso, no podían hacer nada al respecto. Los equipos de búsqueda que salieron se encontraron con un grupo de los chimps de Athaclena que regresaban a caballo al refugio de los gorilas. Pero Prathachulthorn ya no estaba con ellos. Estaba en lo alto de los árboles, transportado de un gigante de la selva a otro, ya consciente y echando chispas, pero impotente y amordazado como una momia.
En este caso, los humanos pagaban el precio de su «liberalismo». Habían elevado a sus pupilos para que fueran ciudadanos e individualistas, y los chimps habían sido capaces de decidir que debían encarcelar a un hombre por el bien de todos. A su manera, Prathachulthorn había tenido la culpa de que llegaran a aquello, con sus actitudes tutoriales y de superioridad. Sin embargo, Athaclena quiso asegurarse de que el mayor sería tratado con amabilidad y delicadeza.
Aquella noche, Robert presidió un nuevo concejo de guerra. La incierta situación de arresto domiciliario de Athaclena fue modificada para que pudiera asistir. Fiben y los tenientes honorarios chimps también estuvieron presentes, así como los suboficiales de los infantes de marina.
Ni Lydia ni Robert hablaron de seguir adelante con el plan de Prathachulthorn. Se asumió tácitamente que el mayor no hubiera querido ponerlo en práctica sin su presencia.
—Tal vez salió en una misión de exploración personal o para inspeccionar un puesto rebelde. Puede que regrese esta noche o mañana —sugirió Elayne Soo con completa inocencia.
—Quizá. Pero es más sensato que esperemos lo peor —dijo Robert. Evitaba mirar a Athaclena—. Por si acaso, deberíamos comunicarlo al refugio. Supongo que tardaremos unos diez días en recibir nuevas órdenes del Concejo y un sustituto.
Obviamente asumía que Megan Oneagle nunca le otorgaría el mando.
—Bueno, yo quiero regresar a Puerto Helenia —dijo Fiben con sencillez—. Estoy en una posición que permite que me acerque al centro de las cosas y, además, Gailet me necesita.
—¿Qué te hace pensar que los
gubru
te aceptarán después de haberte escapado? —preguntó Lydia McCue—. ¿No crees que te matarán sin más?
—Si me encuentro con los
gubru
indebidos, eso será lo que seguramente ocurra.
Se produjo un largo silencio. Robert solicitó opiniones, y los humanos y los chimps se quedaron callados. Al menos, cuando Prathachulthorn estaba allí, dominando la conversación y los ánimos, habían contado con su abrumadora confianza para disipar sus dudas. Eran un pequeño ejército con unas opciones muy limitadas. Y el enemigo estaba a punto de poner en marcha cosas y acontecimientos que ellos no podían comprender y mucho menos prevenir.
Athaclena esperó hasta que el ambiente se hiciera denso y se llenara de incertidumbre. Entonces pronunció cuatro palabras.
—Necesitamos a mi padre.
Para su sorpresa, tanto Robert como Lydia asintieron. Incluso en el caso de que llegaran órdenes del Concejo en el exilio, éstas serían tan confusas y contradictorias como de costumbre. Resultaba obvio que podían utilizar sus indicaciones, en especial en asuntos de diplomacia galáctica.
Al menos la mujer McCue no comparte la xenofobia de Prathachulthorn
, pensó Athaclena. Se sintió obligada a admitir que aprobaba lo que había captado en el aura de la hembra terrestre.
—Robert me ha contado que estás segura de que tu padre está vivo —dijo Lydia—. Muy bien, pero ¿dónde está? ¿Cómo podemos encontrarlo?
Athaclena se inclinó hacia delante y mantuvo su corona inmóvil.
—Sé dónde está.
—¿Sí? —Robert parpadeó—. Pero… —su voz se apagó al tiempo que la tocaba con su sentido interior por primera vez desde que había vuelto.
Athaclena recordó cómo se había sentido al verlo tomar la mano de Lydia. Resistió momentáneamente sus esfuerzos, pero finalmente su postura le pareció estúpida y cedió.
Robert se dejó caer pesadamente hacia atrás en su silla y exhaló. Parpadeó varias veces.
—Oh —fue todo lo que dijo.
Lydia miraba a Robert y a Athaclena alternativamente. Por un instante, en ella brilló algo parecido a la envidia.
Yo también lo tengo de un modo que tú no puedes
, meditó Athaclena. Pero prefirió dedicarse a compartir aquel momento con Robert.
—
…N'tah'hoo
, Uthacalthing —dijo el muchacho en galSiete—. Es mejor que hagamos algo con rapidez.
Ella esperaba mientras Fiben llevaba a Tyco por el camino que salía del valle de las Cuevas. Estaba sentada pacientemente junto a un gran pino y no habló hasta que él llegó a su altura.
—¿Pensabas que te ibas a largar sin decirme adiós? —le preguntó Sylvie. Llevaba un vestido largo y se rodeaba las rodillas con los brazos.
Ató las riendas del caballo en el tronco de un árbol y se sentó junto a ella.
—Qué va —respondió Fiben—. Ya sabía yo que no tendría esa suerte.
Ella lo miró por el rabillo del ojo y vio que sonreía. La chima hizo una mueca y miró hacia el cañón donde las tempranas nieblas ya se habían evaporado y desvanecido en una mañana que prometía ser clara y sin nubes.
—Me imaginé que querrías regresar.
—Tengo que hacerlo, Sylvie. Es…
—Ya sé —lo interrumpió—. Responsabilidades. Tienes que volver con Gailet; ella te necesita, Fiben.
Él asintió. No precisaba que le recordaran que también tenía un deber que cumplir con la propia Sylvie.
—Hum… cuando estaba haciendo el equipaje vino la doctora Soo y…
—Llenaste la botella que te dio, ya lo sé —Sylvie inclinó la cabeza—. Gracias. Me considero bien pagada.
Fiben bajó la mirada. Se sentía casi avergonzado al hablar de un tema como aquél.
—¿Cuándo lo…?
—Esta noche, supongo. Estoy preparada. ¿No se me nota?
El abrigo y la falda larga de Sylvie ocultaban todos los signos externos. Sin embargo, tenía razón. Su aroma era inconfundible.
—Deseo sinceramente que consigas lo que quieres, Sylvie.
Ella asintió. Permanecieron allí sentados, en una embarazosa situación. Fiben intentaba encontrar algo que decir pero se sentía estúpido, con la mente embotada. Cualquier cosa que dijera, sabía que sería un error.
De pronto se produjo un pequeño crujido más abajo, donde los zigzags de la pendiente se dividían en varios caminos que partían en distintas direcciones. Tras una esquina rocosa apareció una alta figura humana que corría a toda prisa. Robert Oneagle se dirigía a un cruce de caminos, llevando sólo un arco y una pequeña mochila.
Miró hacia arriba y, al ver a los dos chimps, disminuyó su velocidad. Robert sonrió como respuesta al saludo que Fiben le hizo con la mano y, al llegar al desvío, tomó un sendero muy poco frecuentado que se dirigía hacia el sur. Pronto desapareció en la jungla salvaje.
—¿Qué hace? —preguntó Sylvie.
—Parece que está corriendo.
—Eso ya lo he visto —le dio una palmada en el hombro—. ¿Adónde va?
—Va a intentar cruzar los pasos antes de que nieve.
—¿Los pasos? Pero…
—Ya que el mayor Prathachulthorn ha desaparecido y el tiempo apremia, la teniente McCue y los otros oficiales han aceptado llevar a cabo el plan alternativo que Robert y Athaclena idearon.
—Pero se dirige hacia el sur —comentó Sylvie.
Robert había tomado un sendero poco frecuentado que se internaba en el macizo de Mulun.
—Va a buscar a alguien —asintió Fiben—. Es el único que puede arreglar las cosas.
Por su tono, Sylvie comprendió que eso era todo lo que quería explicar sobre el asunto.
Siguieron allí sentados en silencio un rato más. Al menos, la breve aparición de Robert había brindado una agradable pausa en la tensión.
Qué estupidez
, pensó Fiben. Sylvie le gustaba, y mucho. Nunca habían tenido demasiadas oportunidades para hablar y aquélla tal vez sería la última.
—Nunca… nunca me has contado nada de tu primer hijo —dijo apresuradamente, preguntándose, al tiempo que surgían las palabras, si aquello era asunto suyo.
Resultaba obvio que Sylvie había parido y había amamantado. Las estrías de su cuerpo eran un signo de atractivo en una raza en la que la cuarta parte de sus hembras nunca tenía hijos.
Pero también produce dolor,
pensó Fiben.
—Fue hace cinco años. Yo era muy joven —su voz era seria, controlada—. Se llamaba…, lo llamábamos Sachi. Fue examinado por el Cuadro, como de costumbre, y encontraron que era… «anómalo».
—¿Anómalo?
—Sí, ésa es la palabra que emplearon. En algunos aspectos lo consideraron superior…, en otros «raro». No tenía defectos aparentes, aunque sí unas cualidades «extrañas», dijeron. Un grupo de oficiales se interesó por el caso. El Cuadro de Elevación decidió que tenían que enviarlo a la Tierra para unas evaluaciones más amplias. Se portaron muy bien —admitió—. Hasta me ofrecieron la posibilidad de ir con él.
—Sin embargo, no fuiste —Fiben parpadeó.
—Sé lo que estás pensando —Sylvie lo miraba—, que soy infame. Por eso nunca te lo conté. No hubieras aceptado mi proposición. Pensarás que soy una mala madre.