Max había vivido lo bastante bajo el régimen
gubru
para saber que aquéllos eran burócratas, ayudantes del Suzerano de Costes y Prevención. Pero no tenía ni idea de lo que querían de él, para qué podía él serles útil en sus luchas internas.
¿Por qué lo habían llevado a aquel lugar? En las entrañas profundas de una montaña artificial, al otro lado de la bahía, se encontraba un enjambre intimidante de maquinarias y unas impresionantes fuentes de energía.
Durante el largo recorrido en el vehículo volador, Max había sentido cómo se le erizaba el pelo debido a la electricidad estática que generaban los
gubru
al probar sus titánicos aparatos.
El funcionario
kwackoo
se volvió para mirarlo con un ojo.
—Vas a cumplir dos funciones —le dijo a Max—, dos objetivos. Nos darás información, datos sobre tu antigua ama, una información que pueda sernos útil. Y nos ayudarás, auxiliarás, en un experimento.
—No haré ninguna de las dos cosas —sonrió Max—, y me trae sin cuidado si es una falta de respeto. Por mí puede ponerse un traje de payaso y montarse en un triciclo, pero no le diré nada.
El
kwackoo
parpadeó una, dos veces, mientras verificaba las palabras del chimp traducidas por un ordenador. Intercambió unos gorjeos con sus ayudantes y luego se dirigió de nuevo a él.
—No has entendido, has interpretado mal lo que queríamos decir. No habrá preguntas. No necesitas hablar. Tu cooperación no será necesaria.
La satisfecha certeza de aquella afirmación parecía terrible. Max tembló ante una repentina premonición.
Cuando lo capturaron, el enemigo quiso sacarle información. Él se había resistido con todas sus fuerzas, pero en realidad le había extrañado que lo único que parecía interesarles eran los
garthianos
. Eso es lo que le preguntaban una y otra vez: «¿Dónde estaban los pre-sensitivos?».
¿Garthianos?
Resultó fácil confundirlos y mentir, a pesar de todas las drogas y máquinas psi, porque las hipótesis básicas del enemigo eran sumamente idiotas. ¡Quién se hubiera imaginado a los galácticos tragándose un cuento de niños!
Lo superó bien y aprendió muchos trucos para mentir en los interrogatorios.
Hizo grandes esfuerzos, por ejemplo, para no «admitir» que los
garthianos
existían. Durante un rato, eso pareció convencerlos de que sus hipótesis eran todavía más ciertas.
Al fin abandonaron los interrogatorios y lo dejaron en paz. Tal vez se habían dado cuenta de cómo los habían engañado. Después de aquello, lo pusieron a trabajar en una de las diversas obras y Max pensó que se habían olvidado de él.
Al parecer no es así
, pensó. Las palabras del
kwackoo
lo inquietaban.
—¿Qué quiere decir con eso de que no habrá preguntas?
Esta vez fue el líder de los marginales quien respondió. Puño de Hierro se atusó el bigote con fruición.
—Significa que te exprimirán todo lo que sabes. Estas máquinas —señaló alrededor— se concentrarán en ti y liberarán tus respuestas. Pero a ti no te liberarán.
Max inhaló profundamente y notó que el pulso se le aceleraba. Lo que lo mantenía firme era una fuerte resolución: no iba a darles a esos traidores el gusto de verlo sin poder articular palabra.
—Eso… eso va en contra de… las Normas de Guerra.
Puño de Hierro se encogió de hombros y dejó que el
kwackoo
se explicara.
—Las Normas protegen, preservan las especies y los mundos más que a los individuos. Y, de todas formas, ninguno de los que ves aquí es seguidor de los sacerdotes.
Así que
, pensó Max,
estoy en manos de los fanáticos.
Mentalmente se despidió de los chimps, las chimas y los críos de su grupo familiar, en especial de la esposa mayor de su grupo, a la que estaba seguro de que no volvería a ver nunca más.
—Habéis cometido dos errores —les dijo a sus apresadores—. El primero fue que se os pasó por alto que Gailet está viva, y que Fiben os ha vuelto a engañar. Eso compensa todo lo que podáis hacer conmigo.
—Disfruta de tu breve placer —gruñó Puño de Hierro—. Vas a ser de gran ayuda para dominar a tu antigua ama.
—Tal vez —asintió Max—. Pero el segundo error es haberme atado a esto…
Había permanecido todo el tiempo con los brazos caídos pero en aquel momento los echó hacia atrás con un impulso salvaje y tiró de la cadena con todas sus fuerzas.
Dos de los centinelas margis perdieron pie antes de que los eslabones se les escaparan de las manos.
Max apoyó bien los pies en el suelo y chasqueó la pesada cadena como si fuera un látigo. Sus escoltas se agacharon para protegerse, pero no todos lo lograron a tiempo. Uno de los contratistas chimp quedó con la cabeza abierta a causa de un golpe indirecto. El otro tropezó en su desesperación por salir de allí y derribó a los
kwackoo
como si fueran bolos.
Max gritaba con alegría mientras hacía girar su improvisada arma hasta que todos hubieron caído o se pusieron fuera de su alcance. Luego la movió oblicuamente, cambiando el eje de rotación. Por último, la soltó y la cadena salió disparada hacia arriba, en ángulo, y se enredó en la barandilla de la plataforma superior.
Hacer girar los pesados eslabones fue la parte más fácil. Todos estaban demasiado aturdidos como para reaccionar a tiempo de evitarlo. Lamentablemente, desperdició unos preciosos segundos desenrollando la cadena.
Como estaba unida a las esposas tendría que llevársela consigo.
¿Llevármela adonde?
, se preguntó mientras recogía los eslabones. Max se volvió de golpe al vislumbrar unas plumas blancas a su derecha. Así que corrió en dirección contraria y se precipitó escaleras arriba hasta el nivel superior.
Escapar era, por supuesto, una idea absurda. Tenía sólo dos objetivos inmediatos: hacer el mayor daño posible y terminar con su vida antes de que lo obligaran a traicionar a Gailet.
El primer objetivo lo logró mientras corría, pues lanzaba la cadena contra todo tubo, teclado o instrumento delicado que encontraba a su paso. Algunas partes del instrumental eran más duras de lo que parecían, pero otras se rompían con facilidad. Desde la plataforma lanzó bandejas de herramientas a los que estaban abajo.
Sin embargo, permanecía atento a otras posibles opciones. Si no encontraba un utensilio o un arma que pudiera ayudarle, tenía que intentar llegar lo bastante arriba para poder saltar por la barandilla.
Un técnico
gubru
y sus dos ayudantes
kwackoo
aparecieron tras una esquina, enfrascados en una discusión técnica en su gorjeante dialecto. Cuando miraron hacia arriba, Max vociferó e hizo girar la cadena. Uno de los
kwackoo
recibió un golpe y volaron innumerables plumas. Mientras seguía agitando la cadena, Max aulló en dirección al asombrado
gubru
, quien prorrumpió en gritos de consternación y se alejó dejando una estela de plumas tras de sí.
—Con todos mis respetos —añadió Max, dirigiéndose al pajaroide que se marchaba.
Nunca podía saberse si había cámaras grabando un acontecimiento. Gailet le había dicho que matar pájaros estaba bien siempre que se hiciera de un modo cortés.
Por todas partes sonaban alarmas y sirenas. Max empujó a un
kwackoo
, volteó a otro y subió un nuevo tramo de escaleras. Un nivel más arriba encontró un objetivo demasiado tentador como para pasarlo por alto. Una gran carreta con casi una tonelada de delicadas piezas fotónicas se hallaba olvidada muy cerca del borde de la plataforma de carga. En el hueco del ascensor no había barandilla. Max ignoró los gritos y ruidos que le llegaban de todas direcciones y apoyó la espalda en el extremo trasero de la carreta.
¡Muévete!
, gruñó, y ésta empezó a avanzar.
—¡Eh! ¡Está por este lado! —oyó gritar a un chimp. Max hizo más fuerza y rogó que sus heridas no lo hubiesen debilitado. La carretilla se desplazó hacia delante.
—¡Tú, rebelde, detén eso!
Oyó pisadas. Demasiado tarde para impedir lo que la inercia haría por sí sola. La carretilla y su carga cayeron por el borde.
Y ahora yo
, pensó Max.
Pero cuando la orden llegó a sus piernas éstas se contrajeron de repente. Reconoció los dolorosos efectos de un anestésico neuronal. Retrocedió a tiempo de ver el arma anestésica que empuñaba el chimp llamado Puño de Hierro.
Max cerró las manos espasmódicamente, como si la garganta del margi estuviera entre ellas.
Desesperadamente deseó caer hacia atrás, dentro del hueco del ascensor.
¡Lo conseguí!
Max saboreó la victoria al tiempo que caía desde la plataforma. El hormigueante aturdimiento no duraría mucho.
Ahora estamos empatados Fiben
, pensó.
Pero, después de todo, ése no fue el fin. Max sintió sus entumecidos brazos casi fuera de sus articulaciones.
Las esposas le habían abierto unos sangrientos desgarrones en las muñecas y la cadena había quedado enganchada arriba. A través de los tubos de metal de la plataforma, Max pudo ver a Puño de Hierro sujetándola con toda su fuerza. El margi lo miró y sonrió.
Max suspiró con resignación y cerró los ojos.
Cuando recobró el sentido, Max bufó y apartó la cara involuntariamente del odioso olor. Parpadeó y distinguió vagamente a un chimp bigotudo con una ampolla abierta en la mano, de la cual se desprendían nocivos humos.
—Ah, veo que ya estás otra vez despierto.
Max se sentía muy desdichado. Le dolía todo el cuerpo a causa del anestésico y apenas podía moverse, pero además era como si los brazos y las muñecas le ardiesen. Los tenía atados a la espalda, pero imaginó que podía tenerlos rotos.
—¿Don… dónde estoy? —preguntó.
—En el foco de una derivación hiperespecial —le respondió Puño de Hierro, indiferente.
—Eres un maldito embustero —le espetó Max.
—Tómatelo como quieras —Puño de Hierro hizo un gesto displicente—. Pensé que merecías una explicación. Mira, esta máquina es un tipo especial de derivación, conocida como amplificador. Está diseñada para tomar imágenes de un cerebro y explicarlas con claridad a todos los que observen. Durante la ceremonia estará bajo el control del Instituto, pero sus representantes todavía no han llegado. Así que hoy vamos a recargarla un poco para probarla.
»Se supone que el sujeto ha de mostrarse cooperativo y que el proceso es benigno. Pero hoy eso no va a importar mucho.
Se oyó una aguda queja procedente de detrás de Puño de Hierro. Por una pequeña compuerta alcanzó a ver a los técnicos del Suzerano de Costes y Prevención.
—¡Tiempo! —dijo con aspereza el jefe de los
kwackoo
—. ¡Apresúrate! ¡Date prisa!
—¿Por qué tanta prisa? —preguntó Max—. ¿Tenéis miedo de que las otras facciones
gubru
oigan la conmoción y vengan hacia aquí?
Puño de Hierro lo miró mientras cerraba la compuerta. Se encogió de hombros.
—Esto significa que sólo tenemos tiempo para hacer una pregunta. Pero servirá. Háblanos de Gailet.
—¡Nunca!
—No podrás evitarlo —rió Puño de Hierro—. ¿Has intentado alguna vez no pensar en algo? No serás capaz de no pensar en ella. Y en cuanto la máquina tenga algo a que agarrarse, te absorberá todo lo demás.
—Eres… eres… —Max luchaba con las palabras pero éstas no salían. Se retorció intentando apartarse del foco de los múltiples tubos que le apuntaban desde todos lados. Pero había perdido la fuerza. No podía hacer nada al respecto.
Excepto no pensar en Gailet Jones. Pero al intentar no pensar en ella, pensaba en ella. Max gimió mientras los aparatos empezaban a emitir un grave zumbido, como un superficial acompañamiento. De pronto sintió como si los campos gravíticos de cien naves espaciales le recorriesen la piel de arriba a abajo.
Y en su mente se arremolinaron mil imágenes. Muchas de ellas representaban a su antigua ama y amiga.
—¡No! —Max se debatía en la búsqueda de una idea. Lo que tenía que hacer no era intentar no pensar en algo, sino encontrar otra cosa en que pensar. Tenía que encontrar algo nuevo en que centrar su atención durante los segundos que le quedaban antes de verse vencido.
¡Claro!
Dejó que el enemigo lo guiase. Lo interrogaron durante semanas, preguntándole sólo por los
garthianos. Garthianos
, sólo
garthianos
. Se había convertido en una salmodia, y ahora era para él como un refugio.
¿Dónde están los presensitivos?
, habían insistido una y otra vez. Max se concentró y consiguió reírse a pesar del dolor.
—Qué estúpidos… idiotas… imbéciles…
Se sintió invadido de desprecio por los galácticos.
¿Querían una proyección suya? Muy bien, pues que amplificasen aquélla.
Fuera, en los bosques y montañas sabía que estaba amaneciendo. Imaginó aquellos bosques y la forma más parecida a lo que supuso que debía de ser un
garthiano
, y se rió a grandes carcajadas.
Sus últimos momentos los pasó riéndose de la idiotez de la vida.
Las tormentas de otoño habían regresado una vez más, pero ahora en forma de gran frente ciclónico que azotaba el Valle del Sind. En las montañas, los rápidos vientos se convertían en salvajes rachas que arrancaban las hojas de los árboles y las hacían volar en densos remolinos. Los fragmentos adoptaban formas diabólicas en el cielo gris. Y, como contrapunto, el volcán había empezado también a gruñir. Su retumbante queja era más baja y lenta que la del viento, pero sus temblores ponían más nerviosas a las criaturas del bosque que se agazapaban en sus espesuras o se agarraban a los bamboleantes troncos de los árboles.
La sapiencia no era una verdadera protección contra el abatimiento. En el interior de sus tiendas, en las laderas cubiertas de nubes, los chimps se apretaban unos contra otros y escuchaban los gimientes céfiros. De vez en cuando, uno de ellos cedía a la tensión y desaparecía chillando en la jungla, para regresar una hora más tarde desgreñado y avergonzado, con una estela de restos de follaje en sus espaldas.
También los gorilas estaban influenciados, pero lo demostraban de otro modo. Por la noche contemplaban las ondulantes nubes con una silenciosa y concentrada atención, husmeando el aire como si buscasen algo.