Sólo existía la tormenta. El viento y la lluvia, el relámpago y el trueno. Se golpeó el pecho mientras doblaba los labios hacia atrás mostrando los dientes a la insistente lluvia. La tormenta cantaba para Fiben, resonando en el suelo y en el aire vibrante. Él respondió con un aullido.
No era una música melindrosa, humana. Tampoco era poética, como la de los fantasmas del sueño cetáceo de los delfines. No, esta música la podía sentir hasta en el interior de los huesos. Lo balanceaba, le hacía dar tumbos, lo levantaba como una muñeca de trapo y lo lanzaba contra el barro. Volvía a levantarse escupiendo y chillando.
Notó la mirada de Sylvie sobre él. La chima estaba palmeando excitada la tierra, mirándole con los ojos dilatados. Eso sólo consiguió que se golpeara el pecho con más fuerza y gritase más. No iba a desanimarse. Sabía que al lanzar guijarros al aire lo que hacía era desafiar a la tormenta, llamar a los relámpagos para que vinieran y lo atrapasen.
Éstos llegaron, servicialmente. Un brillo llenó el espacio y erizó el pelo de Fiben, haciéndolo centellear. Un bramido silencioso lo lanzó hacia atrás, como si del cielo hubiera bajado una mano de gigante para empujarlo violentamente contra la valla.
Al chocar con los listones gritó y, antes de perder la conciencia, percibió el inconfundible olor a pelo quemado.
Abrió los ojos en la oscuridad y sintió el ruido de la lluvia que golpeaba las tejas. Se puso de pie, con la manta sobre los hombros, y se acercó a la ventana.
Fuera, una tormenta barría todo Puerto Helenia, anunciando la llegada inminente del otoño. Las nubes caliginosas retumbaban enojadas, de un modo amenazador.
Desde allí no se veía en dirección este, pero Gailet apoyó la mejilla en el frío cristal y miró hacia ese punto.
Aunque la habitación estaba confortablemente caldeada, cerró los ojos y se estremeció contra el helado vidrio.
Ojos… ojos… había ojos en todas partes. Se arremolinaban y danzaban en la oscuridad, burlándose de él.
Apareció un elefante, abriéndose paso violentamente en la jungla y berreando con los ojos inflamados de rojo. Él quiso huir pero lo cogió, lo puso sobre su tronco y se lo llevó dando tumbos, traqueteando y golpeándole las costillas.
Quería decirle a la bestia que se lo comiera de una vez o que lo pisara… sólo para acabar con aquel martirio.
Pero al cabo de un rato, se había acostumbrado a aquello. El dolor disminuyó para convertirse en intermitentes punzadas y el recorrido adquirió un ritmo más uniforme.
Al despertarse, la primera cosa que advirtió fue que la lluvia ya no golpeaba su rostro.
Estaba tumbado de espaldas en algo que parecía hierba. A su alrededor vibraban los sonidos de la tormenta, que apenas había disminuido. Sentía el diluvio sobre las piernas y el torso. Y, sin embargo, ni la más pequeña gota caía en su nariz y boca.
Abrió los ojos para mirar y ver, para averiguar cómo era posible que continuase vivo.
Una silueta le impedía ver la débil luminosidad de las nubes. Se produjo un relámpago no lejos de allí e iluminó la cara que se inclinaba sobre él. Sylvie lo miraba preocupada, sujetándole la cabeza en su regazo.
—¿Dónde…? —Fiben intentó hablar pero sus palabras semejaban el croar de una rana. Parecía haber perdido la voz. Recordó levemente un momento en el que había estado chillando, aullándole al cielo. Por eso debía de dolerle tanto la garganta.
—Estamos fuera —le dijo Sylvie en un susurro que apenas se oía entre el ruido de la lluvia.
Fiben parpadeó.
¿Fuera?
Con un gesto de dolor levantó la cabeza lo suficiente para ver dónde se encontraban. Resultaba difícil distinguir nada tras el tormentoso telón de fondo que tenía ante sí, pero fue capaz de vislumbrar las veladas siluetas de los árboles y las bajas y ondulantes colinas. El contorno de Puerto Helenia era inconfundible, sobre todo la curvada senda de diminutas luces que seguían el curso de la valla de los
gubru
.
—Pero… pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí?
—Yo te he traído —dijo ella sin darle importancia—. No estabas en condiciones de andar después de haber derribado la alambrada.
—¿Derribado?
Ella asintió. En los ojos de Sylvie había una chispa brillante.
—He visto hasta ahora muchas danzas del trueno, Fiben Bolger, pero ésta las superó a todas, te lo juro. Si llego a los noventa y tengo un centenar de nietos respetuosos, no creo que sea capaz de contárselo y lograr que me crean. Ahora recordaba vagamente. Recordaba la ira, la rabia por haber llegado tan cerca, y estar aún tan lejos, de la libertad. Le avergonzaba haber cedido de ese modo a la frustración, a la parte animal que había en él.
¡Vaya carnet blanco!
Fiben resopló al darse cuenta de lo estúpido que tenía que ser el Suzerano de la Idoneidad para escoger a un chimp como él para tal papel.
—Debo de haber perdido el control durante un rato.
Sylvie le tocó el hombro izquierdo. Se encogió de dolor y vio que tenía una fea quemadura. Por extraño que fuese no parecía dolerle tanto como la multitud de contusiones y pequeños golpes recibidos.
—Te burlaste de la tormenta, Fiben. La retaste a que bajara a atraparte. Y cuando lo hizo… la obligaste a obedecerte.
Fiben cerró los ojos.
Oh, Dios. ¡Cuántas supersticiones estúpidas y sin sentido!
Sin embargo, en el fondo, parte de él estaba satisfecha. Era como si esa parte creyese que hubo causa y efecto y que él había actuado tal como Sylvie había descrito.
—Ayúdame a incorporarme ¿quieres? —murmuró con un estremecimiento.
Por unos momentos se sintió desorientado porque el horizonte se inclinaba y su visión era borrosa. Al fin, cuando ella lo hubo sentado y el mundo ya no dio vueltas alrededor, le pidió con un gesto que le ayudara a ponerse de pie.
—Deberías descansar, Fiben.
—Cuando lleguemos a Mulun —le dijo—. No puede faltar demasiado para el alba y la tormenta no va a durar siempre. Vamos, me apoyaré en ti.
Ella le tomó el brazo bueno y se lo puso sobre su hombro, y entre los dos consiguieron que él volviese a tenerse en pie.
—¿Sabes? —comentó—. Eres una chimita muy fuerte. ¡Mira que traerme hasta aquí! —ella asintió mirándolo con el mismo brillo en los ojos—. Muy bien —sonrió Fiben—. Pero que muy bien.
Juntos emprendieron el camino, cojeando hacia los montés oscuros y de aspecto hosco que se alzaban hacia el este.
VENGADORES
En los viejos días, cuando aún reinaba Poseidón y las naves del hombre eran tan débiles como cortezas secas, la mala suerte golpeó a cierto carguero tracio que zozobró y se hundió durante una temprana tempestad de invierno. Bajo esas fieras olas, se perdieron todas las vidas, excepto una: la del mono que era la mascota del barco.
Los hados quisieron que apareciera un delfín justo cuando el mono iba a exhalar el último suspiro. Conociendo el gran amor que existía entre los hombres y los delfines, el mono gritó:
—¡Sálvame! ¡Por mis pobres hijos de Atenas!
Rápido como una centella, el delfín le ofreció su amplio lomo.
—Para ser un hombre eres muy extraño, pequeño y feo —le dijo el delfín, mientras el mono se agarraba a él con desesperación.
—¡Tal como están los hombres, yo puedo ser bastante atractivo! —replicó el mono, que tosía sujetándose con fuerza al delfín que se dirigía hacia tierra.
—¿Has dicho que eres un hombre de Atenas? —le preguntó la cautelosa criatura marina.
—¡Claro! ¿Quién podría afirmarlo si no lo fuera? —proclamó el mono.
—Entonces, ¿conoces Píreo? —siguió inquiriendo el delfín.
—¡Ah, sí! —se apresuró a decir el mono—. Píreo es un gran amigo mío. Sólo hace una semana que lo vi por última vez.
Al oír aquello, el delfín dio una fuerte sacudida y dejó caer al mono al mar para que se ahogase.
Se supone que la moraleja de este relato es que uno debe siempre tener una historia bien montada cuando se pretende pasar por quien no se es.
M. N. Plano
La imagen de la pantalla holográfica oscilaba. Aquello no era extraño, ya que procedía de una distancia de muchos parsecs, era refractada a través del espacio plegado del punto de transferencia de Pourmin. La oscura imagen ondulaba y perdía de vez en cuando nitidez.
No obstante, al Suzerano de la Idoneidad el mensaje le llegaba demasiado claramente.
Frente al pedestal de Suzerano se encontraba representada una colección de seres diversos. Reconoció a la mayoría de las razas de inmediato. Había un
pila
, por ejemplo, bajo, peludo y de brazos rechonchos. Y también un alto y larguirucho
z'Tang
, que estaba al lado de un
serentino
aracnoide. Un
bigle
miraba perezosamente, enroscado junto a un ser que el Suzerano no reconoció a primera vista, y que tanto podía ser un pupilo como una decorativa mascota.
Y además, para desespero del Suzerano, en la delegación se encontraban un
synthiano
y un humano.
¡Un humano!
Y no había modo de quejarse. Incluir entre los observadores a un terrestre, si había disponible en la zona algún humano cualificado, era lo apropiado puesto que este mundo estaba arrendado a los lobeznos. Pero el Suzerano tenía la certeza de que en aquel sector no había ninguno de ellos trabajando para el Instituto de Elevación.
Tal vez eso era señal de que la situación política en las Cinco Galaxias había empeorado. Le habían llegado noticias de los Maestros de la Percha, allá en su planeta natal, que hablaban de serias derrotas en los brazos de la espiral. Las batallas habían ido mal, y los aliados habrían probado no ser dignos de confianza. Las flotas
tandu
y soro dominaban las rutas comerciales más interesantes y en aquel momento monopolizaban el asedio a la Tierra.
Eran tiempos inciertos para el poderoso y gran clan de los
gooksyu-gubru
. Ahora todo dependía de ciertos clanes neutrales de tutores. Si ocurriera algo que les procurara la alianza con uno o dos de ellos, podrían aún lograr una victoria justa.
Y, en cambio, sería desastroso que cualquiera de los neutrales se pusiera en contra del gran clan.
Una de las principales razones que habían llevado al Suzerano de la Idoneidad a sugerir la invasión de Garth en primer lugar, había sido la posibilidad de influir en aquellos asuntos. El motivo aparente de esta expedición había sido tomar rehenes y utilizarlos para que les informaran de los secretos del Alto Mando de la Tierra. Pero los perfiles psicológicos de los humanos habían conseguido que aquella empresa fracasase. Los lobeznos eran unas criaturas obstinadas.
No, lo que había decidido a los Maestros de la Percha a aceptar la propuesta del Suzerano era la posibilidad de que aquello representase un honor para la causa del clan: asestar un golpe y ganarse nuevas alianzas entre los partidos indecisos. ¡Y en un principio todo parecía ir tan bien! El anterior Suzerano de Costes y Prevención…
El sacerdote gorjeó una profunda nota de pesar. Hasta entonces no había sido totalmente consciente de la inteligencia que habían perdido, de cómo el viejo burócrata había templado la irreflexiva brillantez de los dos más jóvenes con un profundo y fidedigno razonamiento.
Qué consenso, unidad política, hubiéramos logrado.
En aquel momento, a las constantes batallas entre aquel triunvirato aún desunido se añadían estas nuevas malas noticias. Entre los observadores oficiales del Instituto de Elevación se hallaría un terrestre. Las implicaciones eran desagradables.
¡Y aquello no era lo peor de todo! Mientras el Suzerano observaba consternado, el terrestre se adelantó como portavoz. Su declaración fue en un clarísimo galáctico-Siete.
—Nuestros saludos al Triunvirato de las fuerzas del clan
gooksyu-gubru
, en liza por la tenencia del mundo límite conocido con el nombre de Garth. Los saludo en nombre del Gran Tos*Quinn’B, el gran tribunal del Instituto de Elevación. Enviamos este mensaje desde nuestra nave, a través de los medios más rápidos disponibles, para que puedan prepararse para nuestra llegada. Las condiciones del hiperespacio y de los puntos de transferencia indican que la causalidad nos permitirá a buen seguro llegar a tiempo para asistir a las ceremonias propuestas y dirigir las pruebas de sapiencia en el lugar y momento por ustedes indicado.
»Se les informa también de que el Instituto Galáctico de Elevación ha hecho un gran esfuerzo para aceptar su desusada petición: primero, por considerarla demasiado apresurada y segundo, por actuar basándose en una información tan escasa.
»Las Ceremonias de Elevación son momentos de regocijo, en especial en tiempos de conmoción como los actuales. Con ellas se celebra la renovación continua y perpetua de la cultura galáctica, en el nombre de nuestros reverenciados Progenitores. Las especies pupilas son la esperanza y el futuro de nuestra civilización, y en ocasiones como éstas les demostramos nuestra responsabilidad, honor y amor.
»Asistiremos pues a tal acontecimiento llenos de curiosidad ante la maravilla que el clan de los
gooksyu-gubru
planea revelar a las Cinco Galaxias.
La imagen se desvaneció y el Suzerano se quedó reflexionando sobre lo que había oído.
Era demasiado tarde, por supuesto, para anular las invitaciones y cancelar la ceremonia. Incluso los otros Suzeranos lo reconocían. El montaje debía ser completado y tenían que prepararse para recibir invitados honorables. Hacer lo contrario podía dañar irrevocablemente la causa
gubru
.
El Suzerano ejecutó una danza de ira y frustración. Murmuraba breves y punzantes imprecaciones.
¡Malditos sean los diabólicos y tramposos
tymbrimi
! Vista en retrospectiva, la idea de los
garthianos
, unos presensitivos que habían sobrevivido a la catástrofe de los
bururalli
, era absurda. Y sin embargo, el rastro de falsas evidencias había sido tan sobrecogedoramente verosímil, tan aceptable por las oportunidades que brindaba…
El Suzerano de la Idoneidad había empezado esta expedición en posición de líder, y su lugar en la Muda final pareció estar asegurado después de la prematura muerte del primer Suzerano de Costes y Prevención.