Estaba llegando a un punto en que ya no sabía que pensar.
—Necesito que me dé el aire —le dijo—. Me voy a dar un paseo —fue hacia el perchero y cogió su abrigo—. Volveré más o menos dentro de una hora.
Dio unos golpecitos a la puerta y ésta se abrió. La cruzó y volvió a cerrarla a sus espaldas sin mirar atrás.
—¿Necesitas escolta, Fiben?
La chima Sylvie introducía datos en un ordenador. Llevaba un sencillo vestido de manga larga que le llegaba hasta los tobillos. Al verla así, resultaba difícil imaginársela sobre el montículo de la danza en «La Uva del Simio», llevando a una multitud de chimps al borde de la violencia. Su sonrisa era titubeante, casi tímida, y aquella noche parecía más nerviosa que de costumbre.
—¿Y si te digo que no? —le preguntó. Pero antes de que Sylvie pudiera alarmarse, sonrió y continuó—. Era una broma. Claro, Sylvie. Asígname a Rover Doce. Es un viejo globo muy simpático y no asusta demasiado a los nativos.
—Robot de vigilancia RVG-12, registrado como escolta de Fiben Bolger en su salida al exterior —dijo ella ante el ordenador.
A sus espaldas se abrió una puerta, en el extremo del pasillo, y apareció flotando un globo de vigilancia remota, una sencilla versión de los robots de batalla, cuya única misión consistía en acompañar a un prisionero y vigilar para que no se escapara.
—Que tengas un paseo agradable, Fiben.
—¿Es que pueden ser de otra clase para un prisionero? —guiñó el ojo a Sylvie, y fingió una actitud dura.
El último paseo
, se dijo.
El que te lleva a la horca.
—Vamos, Rover —lo llamó con una amistosa seña. La puerta silbó al tiempo que se deslizaba para dejarlo salir a una desapacible tarde de otoño.
Desde su captura habían cambiado muchas cosas. Las condiciones de su encarcelamiento se habían ido suavizando a medida que Gailet y él parecían ir cobrando importancia para el inescrutable plan del Suzerano de la Idoneidad.
Sigo odiando este sitio
, pensaba Fiben mientras bajaba las escaleras de cemento y se dirigía hacia la puerta exterior atravesando un descuidado jardín. En los ángulos de la alta pared giraban unos complejos robots de vigilancia. Cerca de la puerta, Fiben se encontró con los chimps guardianes.
Por fortuna, Puño de Hierro no se hallaba presente, pero los otros marginales que estaban allí no eran mucho más amables. Aunque los
gubru
aún pagaban sus servicios, parecía que sus jefes habían desertado recientemente. El programa de Elevación en Garth no había sido alterado y tampoco se había invertido la pirámide eugenésica.
El Suzerano ha intentado encontrar fallos en el sistema de Elevación de los neochimps
, pensó Fiben.
Pero no lo debe de haber logrado. De otro modo, ¿por qué está preparando a un carnet azul y a un carnet blanco, como nosotros, para su ceremonia?
De hecho, al utilizar marginales como ayudantes, a los invasores les había salido el tiro por la culata: la población chimp se sentía ofendida.
Entre Fiben y los guardianes de los trajes con cremallera nunca se intercambiaban palabras. El ritual estaba bien determinado. Él los ignoraba y ellos le provocaban, pero sin atreverse a llegar tan lejos como para que él pudiera quejarse. En cierta ocasión, cuando el que tenía que abrirle se demoró demasiado con las llaves, Fiben se limitó a dar media vuelta y volver a entrar en el edificio. Ni siquiera comentó nada con Sylvie. Pero en su siguiente salida aquellos guardias no estaban, y ya no volvió a verlos más.
Esta vez, obedeciendo a un impulso, Fiben rompió la tradición y les habló.
—Qué tiempo tan agradable ¿no?
El más alto de los dos marginales lo miró con sorpresa. Ese chimp tenía algo que a Fiben le parecía familiar, aunque estaba seguro de que nunca lo había visto antes.
—Tú bromeas ¿no? —el guardián levantó la vista hacia unos amenazadores cumulonimbos. Se acercaba un frente frío y la lluvia no tardaría en caer.
—Sí, bromeo —sonrió Fiben—. En realidad, hay demasiado sol para mi gusto.
El guardián lo miró con acritud y se hizo a un lado. La puerta se abrió con un chirrido y Fiben salió a un callejón lateral, con muros cubiertos de hiedra. Ni Gailet ni él habían visto nunca a sus vecinos. Los chimps locales preferían mantenerse alejados del grupo de Puño de Hierro y de los robots de vigilancia alienígenas.
Silbaba mientras caminaba hacia la bahía, intentando ignorar el flotante globo y vigilante que lo seguía a un metro de distancia. La primera vez que le habían permitido salir de esta forma, evitó las zonas más concurridas de Puerto Helenia y se limitó a caminar por callejones y por el sector industrial, ahora casi totalmente abandonado.
Esta vez tampoco se acercó al centro comercial, pues allí los chimps se pararían a mirarlo, pero ya no sentía necesidad de evitar por completo a la gente.
En otras ocasiones había visto chimps que también iban acompañados por globos de vigilancia. Primero creyó que eran prisioneros como él. Los chimps y las chimas con ropas de trabajo se apartaban para dejarles paso y evitar su proximidad.
Después empezó a notar diferencias. Esos otros chimps escoltados, vestían finas ropas y caminaban con porte majestuoso. Los ojos facetados y las armas de los globos de vigilancia apuntaban hacia afuera, en lugar de apuntar a quienes escoltaban.
Traidores
, había pensado Fiben. Sintió una gran satisfacción al ver las miradas que muchos ciudadanos chimps lanzaban a esos colaboradores de alto nivel después de que hubieran pasado: miradas de sombrío y mal disimulado desdén.
Tras aquello, cuando regresó a la celda, estampó orgullosamente las letras P-R-I-S-I-O-N-E-R-O en la espalda de su abrigo. Desde entonces, las miradas que recibía eran mucho menos frías. Eran miradas de curiosidad y quizá de respeto.
El globo estaba programado para no dejarlo hablar con la gente. Una vez, una chima tiró un papel doblado en su camino. Fiben quiso probar la tolerancia de la máquina y se agachó a recogerlo.
Cuando recobró la conciencia, el globo lo había agarrado y lo llevaba de vuelta a la celda. Pasaron varios días hasta que se le permitió salir de nuevo.
No tenía importancia. Mereció la pena. La noticia había corrido por toda la ciudad y, a partir de entonces, los chimps y chimas lo saludaban con la cabeza cuando pasaba junto a ellos en los mercados y en las largas colas del racionamiento. Algunos incluso le enviaban pequeños mensajes de ánimo en el lenguaje manual.
No nos han cambiado
, pensó Fiben con orgullo. Unos cuantos traidores no eran importantes; lo que contaba era el comportamiento de la gente en su conjunto. Fiben recordó haber leído que durante la más horrible de las guerras mundiales en la Tierra, antes del Contacto, los ciudadanos de la pequeña nación de Dinamarca habían resistido todos los esfuerzos hechos por los conquistadores nazis para deshumanizarlos y se habían comportado con una asombrosa unidad y decencia. Era una historia que merecía la pena emular.
Resistiremos
, les respondía con el lenguaje de las manos.
La Tierra no olvida y vendrá a ayudarnos.
Se agarraba a aquella esperanza, por duras que se pusieran las cosas. Mientras aprendía de Gailet la sutileza de las leyes galácticas, había comprendido que, aunque volviera la paz a los brazos de la espiral, eso no bastaría para expulsar a los invasores. Había muchos trucos que un clan tan antiguo como el de los
gubru
conocía, modos de invalidar el arrendamiento de un clan más débil sobre un planeta como Garth. Era evidente que una facción de aquellos enemigos pajariles quería terminar con la presencia de la Tierra en el planeta y apoderarse de éste.
Fiben sabía que el Suzerano de la Idoneidad había buscado en vano pruebas de una mala actuación terrestre en la recuperación ecológica de Garth. Pero ahora, después de la forma en que las fuerzas de ocupación habían destruido décadas de dura labor, ya no se atrevían a plantear aquel asunto.
El Suzerano también había pasado muchos meses persiguiendo a los escurridizos
garthianos
. Si esos misteriosos presensitivos hubiesen existido, la reivindicación sobre ellos hubiera justificado hasta el último céntimo gastado. Por fin habían comprendido que se trataba de una broma pesada de Uthacalthing, pero eso no había puesto fin a sus esfuerzos.
Desde el comienzo de la invasión, los
gubru
habían tratado de encontrar fallos en la forma en que eran elevados los neochimpancés, y el hecho de que, al parecer, aceptaran la existencia de chimps maduros como Gailet, no significaba que hubieran abandonado su empeño.
Estaba además, la historia de esa maldita Ceremonia de Aceptación, cuyas implicaciones aún se le escapaban, por más que Gailet intentara explicárselas.
Mientras caminaba por las calles dando puntapiés a las hojas arrastradas por el viento, apenas si veía a los chimps que pasaban junto a él, debido a que algunos fragmentos de las lecciones de Gailet ocupaban su mente.
—…
los pupilos pasan por fases, cada una de las cuales está marcada por las ceremonias impuestas por el Instituto Galáctico de Elevación. Esas ceremonias son caras y pueden ser bloqueadas mediante maniobras políticas… Que los gubru se ofrezcan a financiar y apoyar una ceremonia para los pupilos de los lobeznos humanos es un hecho sin precedentes… Y el Suzerano se ofrece también a conminar a los suyos a una nueva política que lleve al cese de las hostilidades con la Tierra…
…Hay, por supuesto, una trampa…
Oh. Fiben ya se imaginaba que habría una trampa.
Sacudió la cabeza como para alejar de ella todas aquellas palabras. Había algo anormal en Gailet. La Elevación estaba muy bien y ella podía ser un ejemplo inigualable dentro de los neochimps, pero no era natural pensar y hablar tanto sin darle al cerebro alguna tregua.
Finalmente, llegó a una zona de los muelles donde estaban amarrados los botes de pesca para resguardarlos de la tormenta que se aproximaba. Los pájaros marinos piaban y se sumergían, intentando pescar el último bocado de comida antes de que las aguas estuviesen demasiado picadas. Uno de ellos se acercó a Fiben demasiado y fue recompensado por «Rover», el robot vigilante, con un toque de aviso. El pájaro, que no tenía más relación biológica que el propio Fiben con las aves invasoras, graznó furioso y se alejó hacia el oeste.
Fiben tomó asiento en el borde del muelle y sacó del bolsillo medio bocadillo que había guardado durante el día. Comenzó a masticar en silencio, contemplando las nubes y el agua. Por unos instantes, al menos, pudo dejar de pensar y de preocuparse. Y en el interior de su cabeza no resonaban palabras.
En esos momentos le habría bastado con un plátano, una cerveza y libertad para ser totalmente feliz.
Aproximadamente una hora más tarde, «Rover»» empezó a zumbar con insistencia. El robot de vigilancia maniobró hasta una posición en que se interponía entre él y el agua, sin dejar de moverse.
Fiben se puso de pie y se sacudió el polvo de la ropa. Recorrió el muelle en dirección inversa y se dirigió hacia su prisión urbana entre remolinos de hojas secas. Con aquel viento, quedaban ya muy pocos chimps en las calles. Cuando llegó ante la puerta, el guardia de rostro familiar frunció el ceño pero se apresuró a dejarlo entrar.
Siempre resulta más fácil entrar en la cárcel que salir
, pensó Fiben.
Sylvie seguía en su escritorio.
—¿Has tenido un buen paseo, Fiben?
—Hum. Deberías venir alguna vez. Podríamos pararnos en el parque y te haría mi imitación de Chita —le hizo un guiño amistoso.
—Ya la he visto, ¿no te acuerdas? No me impresionó mucho, la verdad —el tono de Sylvie no estaba muy de acuerdo con la broma. Parecía tensa—. Vamos, Fiben, voy a guardar a «Rover».
—De acuerdo —la puerta silbó al abrirse—. Buenas noches, Sylvie.
Gailet estaba sentada en la alfombra frente a la holo-pared, que en aquel momento mostraba la escena de una calurosa sabana cubierta de calina. Levantó la vista del libro que tenía en su regazo y se quitó las gafas.
—Hola. ¿Te sientes mejor?
—Sí. Discúlpame por lo de antes. Supongo que estaba cansado de estas cuatro paredes. Ahora me pondré otra vez a estudiar.
—No hace falta, por hoy ya hemos terminado —dio unos golpecitos en la alfombra—. ¿Por qué no te sientas aquí y me rascas la espalda? Luego te la rascaré yo.
No tuvo que pedírselo dos veces. Tenía que reconocer que Gailet era una compañera perfecta para esos juegos. Se quitó el abrigo y se sentó tras ella. La chima apoyó indolentemente la mano en la rodilla de Fiben mientras éste empezaba a recorrerle el pelo con los dedos. Gailet cerró los ojos en seguida y comenzó a respirar con suaves y casi inaudibles suspiros.
Resultaba frustrante tratar de definir la relación que tenía con ella. No eran amantes. Para las chimas esto sólo era posible durante ciertos momentos de sus ciclos corporales, y Gailet había dejado claro que tenía un sentido muy privado de la sexualidad, como las hembras humanas. Fiben lo había comprendido y nunca la había presionado.
El problema está que no podía quitársela de la cabeza.
Se dijo a sí mismo que no tenía que confundir su impulso sexual con otras cosas.
Tal vez esté obsesionado con ella, pero no loco por ella.
Hacer el amor con aquella chima implicaba un nivel de sometimiento que no estaba seguro de querer aceptar.
Mientras le masajeaba la espalda encontró muchos nudos de tensión.
—Oye, estás muy tensa. ¿Qué te pasa? ¿Es que los malditos
gu
… —Gailet le propinó un fuerte pellizco en la rodilla sin cambiar siquiera de postura, y Fiben cambió rápidamente lo que iba a decir—… guardianes te han molestado? ¿Se han propasado contigo esos marginales?
—¿Y qué si lo hubieran hecho? ¿Qué podrías hacer tú? ¿Salir ahí fuera y defender mi honor? —rió, y Fiben notó que todo su cuerpo se relajaba.
Pero ocurría algo. Nunca había visto a Gailet tan tensa.
De pronto, mientras le rascaba la espalda, sus dedos tocaron un objeto incrustado en el pelo… algo redondo, delgado, como un disco.
—Me parece que eso es un nudo de pelo —se apresuró a decir Gailet cuando él intentó quitarlo—. Ten cuidado, Fiben.
—De acuerdo —se inclinó más—. Sí, tienes razón. Es un nudo. Voy a tener que desenredarlo con los dientes.