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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (85 page)

BOOK: La rebelión de los pupilos
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—B… buena suerte —logró decir.

—¡Eh, Fiben! ¡Suerte! —gritó Barnaby. Fiben saludó con la mano y enfiló mar adentro. Navegó describiendo un abierto arco y pasó casi por debajo de los flancos de la patrullera
gubru
. Vista de cerca no parecía de un blanco tan resplandeciente. En realidad, el casco acorazado estaba agujereado y corroído. Los soldados de Garra de la tripulación expresaban su frustración con unos agudos e indignados gorjeos.

Fiben no malgastó ni siquiera un pensamiento en ellos mientras viraba y ponía el bote rumbo al sur, hacia la línea de boyas que dividía la bahía y mantenía a los chimps de Puerto Helenia alejados de los importantes quehaceres propios de tutores que se desarrollaban en la orilla opuesta.

El agua, cubierta de espuma y agitada por el viento, tenía un color grisáceo debido a los habituales detritus que los vientos de levante arrastraban en esa época del año, desde hojas secas a plumas de pájaro, pasando por unos paracaídas casi transparentes de hiedra en placas. Fiben tuvo que reducir la velocidad para evitar las acumulaciones de detritus y las desvencijadas barcas de todo tipo llenas de expectantes chimps.

Mientras se acercaba a la barrera a poca velocidad, pasó junto a la última embarcación, cargada con los chimps más atrevidos y curiosos de Puerto Helenia, y se sintió observado por muchos ojos.

Goodal, ¿sé realmente lo que estoy haciendo?
, se preguntó. Hasta entonces había actuado siguiendo un impulso automático. Pero ahora se daba cuenta de que se había metido en un buen lío. ¿Qué esperaba conseguir obrando de aquel modo? ¿Qué iba a hacer? ¿Colarse en la ceremonia? Miró las impresionantes naves espaciales que brillaban en todo su esplendor, llenas de poderío.

¡Como si fuera asunto suyo meter su semi-elevada nariz en las cuestiones de esos seres de antiguos y poderosos clanes! Todo lo que iba a conseguir sería provocar su propia vergüenza, y probablemente la de toda su raza.

—Tengo que pensar en esto —murmuró. Dejó el motor de la barca en punto muerto mientras se acercaba a la línea de boyas. Fue consciente de la cantidad de gente que lo estaba mirando en aquellos momentos.

Mi gente. Se… se supone que yo la tenía que representar.

Sí, pero me escabullí y ahora el Suzerano ya debe de haberse dado cuenta de su error y habrá tomado otra decisión. O habrán vencido los otros Suzéranos y seré carne muerta si aparezco por allí.

Se preguntó qué pensarían si supieran que hacía sólo dos días había maltratado y secuestrado a uno de sus tutores, de hecho a su comandante legal. ¡Vaya representante de la raza!

Gailet no necesitaba a un tipo como yo. Le irá mejor sin mí.

Giró el timón, y el bote pasó cerca de una de las boyas blancas. La miró mientras se alejaba.

Vista de cerca, también parecía bastante vieja. Incluso un poco corroída. Pero, en su humilde posición, ¿quién era él para juzgarlo?

Fiben parpadeó ante tal pensamiento. ¡Ahora estaba exagerando demasiado!

Miró la boya y frunció los labios.
¿Por qué, por qué vosotros… engañosos hijos de puta…?

Desconectó los impulsores y dejó el motor de nuevo en punto muerto. Cerró los ojos y se apretó las manos contra las sienes, intentando concentrarse.

Me estoy frenando a mí mismo con otra barrera de miedo, como aquella noche junto a la verja de la ciudad.

Pero ésta es más sutil. Juega con mi propio sentimiento de inutilidad. Abusa de mi humildad.

Abrió los ojos y miró la boya que había quedado atrás. Al fin sonrió.

—¿Qué humildad? —preguntó en voz alta. Rió al tiempo que giraba el timón y ponía el motor otra vez en marcha. Ahora, al dirigirse hacia la barrera, no titubeó ni prestó atención a las dudas que los aparatos intentaban meterle en la mente.

—Después de todo —murmuró—, ¿qué pueden hacer para perturbar la confianza de un individuo con delirios de autosuficiencia?

Mientras dejaba atrás las boyas con sus dudas artificialmente inducidas, Fiben comprendió que el enemigo había cometido un gran error con todo aquello. La decisión que lo embargaba ahora era el total contraste de sus dudas anteriores. Se aproximaba a la franja opuesta de tierra con el ceño fruncido por una fiera determinación.

Algo ondeó en el aire golpeándole la rodilla. Miró hacia abajo y vio la plateada túnica ceremonial, la que había encontrado en el armario de la prisión. La había plegado bajo el cinturón antes de montar a caballo y salir atropelladamente hacia el puerto. No era extraño que en los muelles la gente lo mirase de aquella forma.

Fiben soltó una carcajada. Sujetando el timón con una mano, se enfundó la prenda de seda al tiempo que se dirigía hacia un silencioso rincón de la playa. Los acantilados le impedían ver qué estaba ocurriendo sobre el mar, más allá de la estrecha península. Pero el zumbido de las naves espaciales que seguían descendiendo, era —eso esperaba— una señal de que aún tenía tiempo.

Llevó el bote hasta una plataforma de brillante arena blanca, que ahora había perdido su atractivo por los restos flotantes arrastrados por la marea. Estaba a punto de saltar en el rompiente de las olas, donde las aguas le llegaban a la rodilla, cuando miró hacia atrás y vio que parecía estar ocurriendo algo en Puerto Helenia. El aire le llevaba débiles gritos de excitación. La inestable masa de formas marrones del muelle se dirigía ahora hacia la derecha.

Tomó un par de binoculares que colgaban del cabrestante y los enfocó hacia la zona del puerto.

Los chimps corrían de un lado a otro y muchos señalaban excitados hacia la entrada principal de la ciudad.

Pero un grupo cada vez más numeroso parecía dirigirse en la otra dirección… aparentemente no por miedo, sino por confusión. Los más excitados daban brincos y algunos caían al agua y tenían que ser izados por los más sensatos.

Lo que estaba ocurriendo no parecía causar pánico sino una intensa y casi total estupefacción.

Fiben no tenía tiempo para quedarse allí e intentar resolver aquel nuevo rompecabezas. En aquellos momentos creyó comprender sus modestos poderes de concentración.

Concéntrate en un solo problema a la vez
, se dijo.
Llegar hasta Gailet. Decirle que sientes mucho haberla abandonado y que no volverás a hacerlo nunca más.

Hasta él podía comprender algo tan sencillo como eso.

Encontró un sendero que ascendía desde la playa. Era escarpado y peligroso, en especial con aquellas ráfagas de viento. Sin embargo, se apresuró. El único límite a su paso fue el impuesto por la cantidad de oxígeno que sus limitados pulmones y su corazón podían bombear.

Capítulo
84
UTHACALTHING

Los cuatro formaban un grupo peculiar, mientras avanzaban a toda prisa hacia el norte, bajo un cielo encapotado. De vez en cuando, algunos animales nativos salían a mirarlos, parpadeando con momentánea estupefacción antes de esconderse de nuevo en sus madrigueras, prometiéndose no volver a abandonar la tarea de comer semillas maduras.

Para Uthacalthing, sin embargo, la forzada marcha era casi una humillación. Los demás, al parecer, tenían ventaja sobre él.

Kault jadeaba y resoplaba y era evidente que no le gustaba el accidentado terreno; pero una vez que el voluminoso
thenanio
se ponía en marcha, mantenía un ímpetu imparable.

Por lo que se refería a Jo-Jo, el pequeño chimp parecía una criatura en aquel entorno. Uthacalthing le había dado órdenes estrictas de no caminar apoyando los nudillos en presencia de Kault, pues no deseaba despertar las sospechas del
thenanio
; pero cuando el terreno se volvía demasiado abrupto, saltaba los obstáculos en vez de rodearlos. Y durante los trechos llanos, se montaba en los hombros de Robert.

Éste había insistido en cargar con el chimp, a pesar de que su estatus oficial abría un abismo entre ellos. Tal como andaban las cosas, el muchacho humano estaba muy impaciente. Era obvio que hubiera preferido hacer todo el camino corriendo.

El camino experimentado por Robert Oneagle era asombroso, e iba más allá de lo físico. La noche anterior, cuando Kault le pidió que explicase su historia por tercera vez, Robert manifestó clara e inconscientemente una sencilla versión del
teev'nus
sobre la cabeza. Uthacalthing pudo captar cómo el humano utilizaba con habilidad el glifo para reprimir su frustración y evitar cualquier muestra de descortesía hacia el
thenanio
.

Uthacalthing notó que Robert no lo contaba todo. Pero lo que dijo fue suficiente.

Sabía que Megan subestimaba a su hijo, pero de esto no tenía ni idea.

Obviamente, él también había infravalorado a su hija.

Obviamente
. Uthacalthing intentaba no sentirse ofendido por el poder de su hija, el poder de robarle mucho más de lo que él hubiera creído que podía permitirse perder.

Se esforzaba por mantener el paso de los demás, pero los nodulos de cambio de Uthacalthing latían a causa del cansancio. No era simplemente porque los
tymbrimi
estuvieran más preparados para la adaptabilidad que para la resistencia. Era también un fallo de su voluntad. Los otros tenían un objetivo y, además, sentían entusiasmo.

A él, lo único que le mantenía en camino era el deber.

Kault se detuvo en lo alto de una elevación desde donde las montañas se veían cercanas e imponentes.

Estaban entrando en un bosque de árboles achaparrados, que ganaban altura a medida que ascendían.

Uthacalthing miró las empinadas pendientes que tenían ante sí, envueltas en lo que podría ser nubes de nieve, y deseó que no tuvieran que subir mucho más.

—Apenas puedo creer lo que me ha dicho —comentó Kault—. Hay algo en la historia del terrestre que no me parece cierto, querido colega.


T'junatu…
—Uthacalthing cambió al ánglico porque éste parecía necesitar un consumo menor de aire—. ¿Qué… qué es lo que le resulta difícil de creer, Kault?, ¿piensa que Robert está mintiendo?

—¡Claro que no! —Kault hizo un gesto de desaprobación con las manos y su cresta se infló de indignación—. Lo único que creo es que este joven es un ingenuo.

—¿Ingenuo? ¿En qué sentido? —Uthacalthing podía ahora levantar la mirada sin que su visión se dividiera en dos imágenes separadas en su corteza cerebral. Robert y Jo-Jo no estaban a la vista. Seguramente se habían adelantado.

—Quiero decir que los
gubru
pretenden muchas más cosas de lo que afirman. El trato que han ofrecido, consistente en firmar la paz con la Tierra a cambio del alquiler de algunas islas de Garth y derechos genéticos de compra de neochimpancés, no parece merecer el coste de una ceremonia interestelar. Sospecho, amigo mío, que hay algo detrás de eso.

—¿Qué piensa usted que quieren?

Kault movió su cabeza casi sin cuello de derecha a izquierda, como para asegurarse de que nadie podía oírlos. Bajó el tono de voz.

—Sospecho que quieren forzar una adopción.

—¿Adopción? Oh… quiere decir…

—Los
garthianos
—concluyó Kault—. Por eso hemos tenido mucha suerte de que sus aliados terrestres nos hayan traído la noticia. Lo único que podemos esperar es que sean capaces de proporcionarnos un medio de transporte, o no llegaremos a tiempo de evitar una terrible tragedia.

Uthacalthing se lamentó por todo lo que había perdido, pues Kault planteaba una cuestión tan desconcertante que bien merecía un glifo de delicada ironía.

Era cierto que había tenido un éxito que superaba sus expectativas más audaces. Según Robert, los
gubru
se habían tomado el mito de los
garthianos
al pie de la letra. Al menos durante el tiempo suficiente para que les causara daños y vergüenza.

También Kault había llegado a creerse aquella fábula fantasmal. Pero ¿era una fábula lo que Kault afirmaba haber verificado con sus instrumentos?

Increíble.

Y ahora, los
gubru
parecían estar comportándose como si pudieran basarse en algo más que las pistas que él mismo había falsificado. También ellos obraban como si existiese una confirmación.

El otro Uthacalthing hubiese formado el glifo
syulff-kuonn
para celebrar esos sorprendentes acontecimientos. Pero en aquel momento se sentía confundido y muy cansado.

Un grito los hizo volverse. Uthacalthing entrecerró los ojos, deseando poder cambiar un poco de su sentido de empatía por una vista mejor.

En la cima del siguiente risco distinguió la silueta de Robert Oneagle. Sentado sobre sus hombros, Jo-Jo los saludaba con la mano. Y parecía haber algo más. Un punto azul que centelleaba junto a las dos criaturas terrestres e irradiaba toda la buena voluntad de un perfecto bromista.

Era su guía, la luz que había conducido a Uthacalthing desde el día de la colisión, muchos meses atrás.

—¿Qué dicen? —preguntó Kault—. Apenas puedo oír sus palabras.

Uthacalthing tampoco. Pero sabía qué decían los terrestres.

—Me parece que dicen que ya no tenemos que andar mucho más —comentó con alivio—. Y que ya han encontrado un medio de transporte.

—Bien —las ranuras respiratorias del
thenanio
resoplaron de satisfacción—. Ahora sólo tenemos que confiar en que los
gubru
se comporten de acuerdo con el estado de tregua cuando lleguemos y nos ofrezcan el trato que nos corresponde como enviados acreditados.

Uthacalthing asintió. Pero cuando empezaron la marcha montaña arriba, pensó que aquél era sólo uno de sus problemas.

Capítulo
85
ATHACLENA

Intentó reprimir sus sentimientos. Para los demás aquello era muy serio, casi trágico.

Pero no había forma, su satisfacción no podía contenerse. Unos glifos sutiles y barrocos giraban sobre sus zarcillos y se difractaban entre los árboles, llenando los claros del bosque con la hilaridad de la muchacha. Los ojos de Athaclena habían alcanzado el máximo de separación y ella se tapaba la boca con las manos para que los apenados chimps no pudiesen ver su sonrisa al estilo humano.

El aparato portátil holo había sido colocado sobre lo alto de una colina que dominaba el Sind, hacia el noroeste, para mejorar la recepción. La escena que mostraba se estaba emitiendo en aquel momento desde Puerto Helenia. Gracias a la tregua, se había levantado la censura. Incluso sin humanos, la capital estaba abarrotada. Había muchos chimps «cazadores de noticias» del momento con sus cámaras portátiles para mostrar los escombros con asombroso detalle.

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