Y ahora había regresado solo. ¿Cómo? ¿Qué esperaba conseguir? Sin ninguna guía, sin la ayuda de un grupo, ¿cuán lejos creía que podría llegar?
Al principio, al ver a la criatura, el Suzerano de la Idoneidad había sentido una regocijada sorpresa, una sensación muy poco usual en un
gubru
. Pero en aquellos momentos, su emoción era incluso más incómoda, una preocupación de que aquello era sólo el principio de la sorpresa.
Hasta entonces todo había sido coser y cantar. Fiben se preguntaba dónde estarían las verdaderas dificultades.
Había temido que le hicieran resolver de memoria complicados problemas de cálculo o recitar como Demóstenes, con guijarros en la boca. Pero, al principio, sólo había encontrado una serie de barreras de pantallas de fuerza que desaparecían automáticamente ante él; y después de eso, aparecieron aquellos divertidos instrumentos que había visto utilizar a los técnicos
gubru
, semanas, meses atrás, manejados ahora por unos alienígenas aún más divertidos.
De momento todo iba bien. Había completado el primer circuito en lo que debía de ser un tiempo récord.
Ah, y le habían hecho unas cuantas preguntas. ¿Cuál era su recuerdo más antiguo? ¿Le gustaba su profesión? ¿Estaba satisfecho con la forma física de su generación de neochimpancés o pensaba que ésta podía ser mejorada de algún modo? ¿Sería conveniente un rabo prensil para el manejo de herramientas, por ejemplo?
Gailet se habría sentido orgullosa de la cortesía con que había respondido, incluso a aquella pregunta. O al menos esperaba que estuviera orgullosa de él. Los oficiales galácticos tenían toda su ficha: la genética, la escolar y la militar. Y, cuando pasó frente a un grupo de pasmados soldados de Garra que estaban en los acantilados que flanqueaban la bahía y se encaminó a través de las barreras para pasar su primer examen, ya habían tenido tiempo de leerla.
Cuando un alto y arbóreo
kanten
le preguntó acerca de la nota que había dejado al «escaparse» aquella noche de la cárcel, quedó claro que el Instituto también podía utilizar los informes del invasor. Respondió sinceramente que Gailet había redactado el documento y que él había comprendido su finalidad y estado de acuerdo.
El follaje del
kanten
repicó como el tintineo de unas diminutas campanas plateadas. El galáctico semivegetal parecía complacido y divertido mientras se hacía a un lado para dejarlo pasar.
El viento intermitente ayudó a Fiben a sentirse fresco mientras ascendía por la ladera oriental. Ante el esfuerzo por mantener un paso rápido, se sentía como si llevara una gruesa capa, por más que el escaso pelo que cubría el cuerpo de los chimps no podía considerarse como un verdadero abrigo.
La colina había sido cuidadosamente ajardinada y el camino estaba pavimentado con un piso suave y elástico. Sin embargo, notaba un ligero temblor bajo los dedos de los pies, como si toda la montaña artificial estuviese latiendo en un ritmo que el oído no podía captar. Fiben, que había visto las grandes plantas de energía antes de que las enfriaran, sabía que no se trataba de su imaginación.
En la siguiente estación, un técnico
pring
con grandes y brillantes ojos y labios abultados, lo miró de arriba abajo e introdujo unas notas en su depósito de datos antes de permitirle continuar. Ahora, algunos de los dignatarios congregados en la ladera habían empezado a darse cuenta de su presencia. Varios se acercaron y consultaron con curiosidad los resultados que estaba obteniendo en las pruebas. Fiben les hizo corteses reverencias e intentó no pensar en la cantidad de ojos distintos que lo miraban como si fuera un raro espécimen.
Antiguamente sus ancestros tuvieron que pasar por algo así
, se consoló Fiben.
Por dos veces Fiben se cruzó, unas cuantas espirales más abajo, con el grupo de candidatos oficiales: un tropel de formas marrones con túnicas plateadas que gradualmente iba disminuyendo. La primera vez que pasó a toda prisa, ninguno de los chimps advirtió su presencia; pero la segunda vez tuvo que detenerse para ser examinado por los aparatos de un ser cuya especie no pudo siquiera identificar. Alcanzó a distinguir algunas figuras del grupo, y unos cuantos chimps lo vieron a su vez. Uno de ellos dio un codazo a un compañero y lo señaló. Pero luego todos desaparecieron tras el siguiente recodo.
No había visto a Gailet, lo cual debía significar que iba a la cabeza del grupo.
—Venga, vamos —murmuró Fiben con impaciencia por el tiempo que tardaba aquella criatura en examinarlo. Luego pensó que las máquinas que lo enfocaban podían ser capaces de leer también sus palabras y su estado de ánimo y se concentró en guardar la disciplina. Cuando el técnico alienígena le indicó que había superado la prueba con unas breves palabras generadas por ordenador, el chimp sonrió con amabilidad y le hizo una reverencia.
Fiben se apresuró. Le irritaba cada vez más la gran separación que había entre las distintas pruebas y se preguntó si habría alguna forma digna de correr para poder salvar antes la distancia.
Pero cuando las pruebas empezaron a hacerse más serias, a requerir conocimientos más profundos y un razonamiento más complejo, las cosas empezaron a ir más despacio. Pronto se encontró con más chimps que hacían el camino de descenso. Se suponía que éstos tenían prohibido hablar con él, pero algunos, con el cuerpo empapado de sudor, ponían los ojos en blanco significativamente.
Reconoció a algunos de aquellos que habían fracasado. Dos eran profesores de la escuela universitaria de Puerto Helenia; otros, científicos del Programa de Recuperación Ecológica de Garth. Fiben comenzó a preocuparse.
Todos aquellos chimps eran carnets azules, y de los más brillantes. Si ellos suspendían, es que había algo erróneo allí. Ciertamente, aquella ceremonia no era como otras similares, como la celebración de los
tylal
de la que Athaclena le había hablado.
¡Tal vez las reglas estaban en contra de los terrestres!
Entonces se acercó a un puesto dirigido por un alto
gubru
. No importaba que llevase los colores del Instituto y hubiera jurado imparcialidad. Fiben ya estaba harto de ver tantos integrantes de ese clan con el uniforme del Instituto.
La criatura pajaril utilizaba un vodor y le preguntó sobre una simple cuestión de protocolo. Luego lo dejó pasar. De repente, al salir del puesto de examen, una idea llegó a su mente. ¿Y si el Suzerano de la Idoneidad había resultado vencido por sus compañeros? Fuera cual fuese su verdadero propósito, al menos el Suzerano había sido sincero al querer organizar una verdadera ceremonia. Y una promesa tenía que mantenerse. Pero ¿y los otros, el almirante y el burócrata? Era probable que tuviesen distintas prioridades.
¿Podía estar todo el asunto preparado para que los neochimps no pasaran las pruebas, aunque estuvieran lo suficientemente preparados? ¿Era eso posible?
¿Podía tal resultado ser de algún modo beneficioso para los
gubru
?
Sumido en estos pensamientos problemáticos, Fiben apenas superó una prueba que exigía complejos juegos malabares de las funciones motrices para resolver un complicado rompecabezas tridimensional. Al dejar aquel puesto, con las aguas de la Bahía de Aspinal a su izquierda, cubiertas por las sombras de media tarde, casi no advirtió una nueva conmoción que se producía allí abajo, en la lejanía. En el último momento se volvió en busca del origen del ruido que iba en aumento.
—¡Por Ifni! —parpadeó y se quedó observando.
No era el único. La mitad de los dignatarios galácticos parecía dirigir su atención hacia aquel lugar, atraídos por la oleada de color marrón que empezaba a invadir la base del Montículo Ceremonial.
Fiben intentó ver lo que pasaba pero los postreros reflejos del sol en las pálidas aguas le imposibilitaban distinguir qué ocurría allí entre las sombras. Aunque vio que la bahía estaba totalmente llena de botes y que muchos de ellos desembarcaban sus pasajeros en la playa desierta a la que él había llegado horas antes.
Sencillamente, los chimps de la ciudad habían acudido para ver mejor lo que sucedía en el monte. Esperaba que ninguno de ellos se comportase mal, aunque dudaba de que pudieran hacer mucho daño. Los galácticos sabían que la curiosidad de los monos era un rasgo característico de la especie y actuarían conforme a ello. Seguramente a los chimps les habían ofrecido un puesto de observación al pie del monte, tal como era su derecho según la Ley Galáctica.
No podía permitirse malgastar más tiempo especulando. Fiben se volvió para seguir el recorrido a toda prisa.
Y, aunque superó el examen en Historia Galáctica, sabía que su resultado no había contribuido mucho a su puntuación total.
Se alegró de llegar a la ladera occidental. Ahora que el sol había descendido, en esta vertiente el viento no castigaba con tanta fuerza. Fiben tembló mientras se afanaba por ganar lentamente terreno respecto al grupo, cada vez más pequeño, que le precedía.
—
Despacio
, Gailet —murmuró—. ¿No puedes aminorar la carrera o algo así? No es necesario que contestes cada pregunta en el mismo instante en que te la formulan. ¿No te das cuenta de que estoy aquí?
En su interior, una parte depresiva pensaba que tal vez sí se había dado cuenta pero que no le importaba.
Cada vez le parecía más difícil interesarse por lo que estaba haciendo. Y la causa de su desinterés no era sólo la fatiga de un largo y duro día o la responsabilidad de saber que todos esos chimps asombrados confiaban en que ella los condujera adelante y hacia arriba en ese laberinto de pruebas cada vez más exigentes.
Tampoco se debía a la presencia constante a su lado del gran chimp conocido como Puño de Hierro.
Resultaba, en verdad, frustrante ver cómo salía airoso de pruebas que otros chimps mejores habían suspendido. Y por ser el otro elegido por los patrocinadores, iba siempre detrás de ella, con una sonrisa presuntuosa y exasperante. Sin embargo, Gailet podía apretar los dientes e ignorarlo casi todo el tiempo.
Tampoco eran las pruebas mismas lo que la trastornaban. ¡Maldita sea, eran lo mejor del día! ¿Quién fue el sabio humano que dijo que el placer más puro y la fuerza mayor en el desarrollo de la Humanidad había sido siempre la alegría de un cuidadoso trabajador ante su obra? Mientras Gailet se concentraba en las respuestas, podía olvidarse de casi todo; del mundo, de las Cinco Galaxias, pero no del reto de demostrar su valía. Por debajo de todas aquellas crisis y lóbregas cuestiones sobre el honor y el deber, estaba siempre la límpida satisfacción por haber terminado una tarea y por
saber
que lo había hecho bien incluso antes de que se lo dijeran los examinadores del Instituto.
No, no eran las pruebas lo que le molestaba. Lo que más la trastornaba era la creciente sospecha de que había hecho una elección equivocada.
Hubiera debido negarme a participar
, pensó.
Tendría que haber dicho simplemente no.
Oh, la lógica era la misma que antes. De acuerdo con el protocolo y con todas las reglas, los
gubru
la habían puesto en una posición en la que ella no había tenido elección posible, por su propio bien, por el de su raza, por el de su clan.
Y, sin embargo, sabía que la estaban utilizando, y eso la hacía sentirse deshonrada.
Durante la última semana de estudio en la Biblioteca, con frecuencia se había quedado traspuesta ante las pantallas que brillaban con arcanos datos. Sus sueños se veían siempre perturbados por pájaros que sostenían ante ella amenazantes instrumentos. Veía imágenes de Fiben y de Max que bloqueaban sus pensamientos cada vez que se despertaba sobresaltada.
Entonces llegó el Día. Se había puesto la túnica con un sentimiento de alivio, de que, al menos, todo se aproximaba ya al final. Pero ¿qué final?
Una chima delgada salió del puesto de examen más próximo y se dirigió hacia Gailet, secándose la frente con la manga de su túnica plateada. Micaela Noddings era sólo una maestra de la escuela primaria, con carnet verde, pero había demostrado ser más adaptable y resistente que varios carnets azules que ya recorrían de regreso la solitaria espiral. Gailet sintió un inmenso alivio al ver a su nueva amiga entre los candidatos. Extendió el brazo para tomar a la chima de la mano.
—Éste casi lo suspendo, Gailet —dijo Micaela. Sus dedos temblaban entre los de Gailet.
—Ahora no te desmorones sobre mí —le dijo Gailet en tono tranquilizador. Acarició los sudorosos mechones de su compañera—. Tú me das fuerza. No podría seguir adelante si tú no estuvieras.
—Eres una mentirosa, Gailet —en los ojos castaños de Micaela había una dulce gratitud mezclada con ironía—. Eres muy amable por decir eso, pero tú no necesitas a nadie, y mucho menos a alguien como yo. Cualquier prueba que yo pase tú la superarás cien veces más fácilmente.
En realidad, aquello no era estrictamente cierto. Gailet suponía que los exámenes del Instituto de Elevación estaban de algún modo graduados no sólo para medir lo inteligente que era un sujeto sino también para saber qué interés ponía en ellos. Por supuesto, Gailet tenía ventajas sobre la mayoría de los otros chimps en cuanto a preparación, y tal vez en coeficiente de inteligencia, pero en cada prueba le resultaba más difícil concentrarse.
Otro chimp, un marginal conocido como Comadreja, salió del puesto y caminó hacia donde estaba Puño de Hierro con un tercer miembro de la banda. Comadreja no parecía demasiado incómodo. De hecho, los tres marginales supervivientes parecían relajados y llenos de confianza. Puño de Hierro notó que Gailet lo miraba y le dedicó un guiño. Ella desvió la vista rápidamente.
Un último chimp salió del puesto de pruebas y sacudió la cabeza.
—Bueno, esto se acabó.
—¿Entonces, profesor Simmins…?
El profesor se encogió de hombros y Gailet suspiró. Aquello no tenía sentido. Allí había algo que no iba bien puesto unos chimps cultos y eruditos estaban suspendiendo mientras que el grupo de Puño de Hierro continuaba sin ser descalificado.
Claro que el Instituto de Elevación podía juzgar la «madurez» de un modo diferente que el clan de los humanos. Después de todo, Puño de Hierro, Comadreja y Barra de Acero eran inteligentes. Tal vez los galácticos no considerasen los diversos defectos de carácter de los marginales como algo tan terrible y detestable como lo era para los terrestres.