Pero los galácticos lo habían ignorado por completo, sin dignarse distinguir, al parecer, a un chimp solitario de otros que habían sido enviados a ayudar en las cosechas o de los especialistas que habían empezado a atender de nuevo unas cuantas estaciones ecológicas.
Fiben habló con algunos de estos últimos, muchos de los cuales eran viejos conocidos. Le explicaron que estaban en libertad bajo palabra y que iban a recibir una cierta subvención para continuar su trabajo. Pero con el invierno en puertas, no había mucho que hacer. Aunque, al menos, existía de nuevo un programa y los
gubru
parecían dispuestos a dejarlos en paz para que cumplieran con sus obligaciones.
De hecho, la preocupación de los invasores estaba en otro lugar. El centro real de la actividad galáctica parecía estar en la zona sur, cerca del cosmódromo.
Y el monte ceremonial
, recordó Fiben. En realidad no sabía qué iba a hacer si, por una remota posibilidad, conseguía llegar a la ciudad. ¿Qué sucedería si se dirigía directamente a esa lúgubre mansión que había sido anteriormente su cárcel? ¿El Suzerano de la Idoneidad volvería a recluirlo?
¿Lo aceptaría Gailet?
¿Seguiría ella allí?
Pasó junto a varios chimps vestidos con embozadas capas, que recogían los rastrojos de un campo recién cosechado. No lo saludaron, ni él supuso que lo harían. La recolección de las espigas era un trabajo que normalmente hacían los marginales más pobres. Sin embargo, mientras caminaba con Tyco hacia Puerto Helenia notó sus miradas clavadas en él. Cuando el animal se hubo tranquilizado un poco, Fiben montó de nuevo en la silla y siguió el recorrido a lomos del caballo.
Había pensado entrar en Puerto Helenia tal como lo hiciera aquella noche, por la verja. Si había resultado bien la primera vez, ¿por qué no la segunda? Además no tenía ganas de encontrarse con los secuaces del Suzerano de Costes y Prevención.
Resultaba tentador. No obstante, aunque la primera vez había tenido suerte, intentarlo una segunda sería una estupidez.
De todas formas, cuando dobló un recodo y se encontró con un puesto de guardia
gubru
, la decisión ya estaba tomada sin que él hubiera intervenido en ello. Dos robots de batalla de complejo diseño giraron y lo enfocaron.
—Calma, muchachos —dijo más para su propia tranquilidad que para la de ellos. Si hubieran estado programados para disparar a primera vista, no habría tenido ocasión de verlos.
Frente al fortín había un vehículo flotador blindado, apoyado sobre una plataforma. Unos pies de tres dedos asomaban por debajo, y no se necesitaban grandes conocimientos de galáctico-Tres para darse cuenta de que los gorjeos expresaban frustración. Cuando los robots silbaron en señal de advertencia, se produjo un fuerte golpe bajo el vehículo, seguido de unos gritos de indignación.
En seguida surgieron de entre las sombras un par de picos curvados y unos ojos amarillos que lo observaban sin parpadear. Uno de los desmelenados
gubru
se frotó la rizada cresta de su cabeza.
Fiben apretó los labios para reprimir una sonrisa. Desmontó y se acercó hasta llegar a la altura del vehículo, para comprobar con sorpresa que ni los alienígenas ni las máquinas le dirigían la palabra.
Se detuvo ante los dos
gubru
y les hizo una reverencia.
Se miraron el uno al otro y empezaron a discutir, irritados. Uno de ellos dejó escapar lo que parecía un gemido de resignación. Dos soldados de Garra salieron de debajo del averiado vehículo y se pusieron de pie. Los dos le devolvieron una ligera aunque perceptible reverencia.
Se produjo un largo silencio.
Uno de los
gubru
soltó un leve suspiro y se sacudió el polvo de las plumas. El otro, simplemente, examinaba a Fiben.
¿Y ahora qué?
, se preguntó. ¿Qué se suponía que debía hacer? Le picaban los pies.
Se inclinó de nuevo ante ellos y luego, con la boca seca, retrocedió y tomó las riendas del caballo. Con fingida indiferencia, empezó a caminar hacia la oscura verja que rodeaba Puerto Helenia, ahora visible a un kilómetro de distancia.
Tyco relinchó, movió la cola y soltó una aromática crepitación.
Tyco, por favor
, pensó Fiben. Cuando por fin llegó a un recodo del camino que lo ocultaba de la vista de los
gubru
, se sentó durante unos instantes mientras su cuerpo se estremecía.
—Bueno —murmuró al fin—. Me parece que lo de la tregua va en serio.
Después de aquello, el puesto de guardia en la puerta de la ciudad resultó casi decepcionante. Fiben se divirtió al conseguir que los soldados de Garra le devolviesen la reverencia. Recordó algo de lo que Gailet le había enseñado sobre protocolo galáctico. Había sido vital conseguir ese reconocimiento por parte de los pupilos
kwackoo
, pero lograrlo de los propios
gubru
era delicioso.
Eso significaba evidentemente que el Suzerano de la Idoneidad se mantenía en su puesto, que no se había rendido.
Fiben dejó atrás una estela de chimps asombrados mientras él, montado en Tyco, recorría al galope las poco transitadas arterias urbanas de Puerto Helenia. Uno o dos de ellos le gritaron, pero en aquel momento no tenía otra cosa en mente que dirigirse a toda prisa hacia su antigua prisión.
Al llegar, encontró la verja de hierro abierta y sin centinelas. Los globos de vigilancia habían desaparecido de lo alto del muro de piedra. Dejó a Tyco que paciera en el descuidado jardín y quitó un par de blandos paracaídas de hiedra en placas que coronaban la puerta abierta.
—¡Gailet! —gritó.
Los guardias marginales también se habían ido. Trozos de papel y oleadas de polvo entraban empujados por el viento a través de la puerta y revoloteaban por el pasillo. Cuando llegó a la celda que había compartido con Gailet, Fiben se detuvo y miró con asombro.
Estaba en completo desorden.
Casi todos los muebles seguían allí, pero el costoso equipo de música y el holo-tapiz habían sido arrancados, obra sin duda de los margis antes de marcharse. En un costado, en el mismo sitio en que lo había dejado aquella noche, Fiben vio su ordenador personal.
Gailet se había ido.
Examinó el armario. Casi toda su ropa seguía allí. Era obvio que no había hecho las maletas. Descolgó la brillante túnica ceremonial que el personal del Suzerano le había entregado. La sedosa tela tenía un tacto que recordaba el cristal.
La túnica de Gailet no estaba.
—Oh, Goodall —gimió Fiben.
Giró sobre sus talones y se precipitó hacia la salida. Le bastó sólo un segundo para montarse de un salto en la silla, pero Tyco apenas levantó la vista de su comida. Fiben tuvo que gritarle y empujarle con los pies hasta que el animal comprendió un poco la urgencia de la situación. Con un girasol amarillo aún colgando de la boca, el caballo se volvió y trotó hacia la puerta en dirección a la calle. Una vez allí, Tyco bajó la cabeza y tomó impulso.
Eran todo un espectáculo, galopando por las silenciosas y casi vacías calles, con la flor y la túnica ondeando al viento como estandartes. Pero muy pocos presenciaron la loca cabalgada que los llevó hasta los concurridos muelles.
Parecía que todos los chimps de la ciudad se habían congregado allí. Se apiñaban principalmente al borde del agua: una masa móvil de cuerpos marrones vestidos con trajes invernales cuyas cabezas se movían al ritmo de las aguas de la bahía. Otros chimps se asomaban peligrosamente por las azoteas, y algunos hasta se colgaban de los caños de desagüe.
Resultó providencial que Fiben no fuera a pie. Tyco resultó realmente muy útil para abrirse camino con sus bufidos y golpes de hocico entre los asombrados chimps. Desde su posición privilegiada a lomos del caballo, Fiben pronto pudo enterarse de cuál era el motivo de aquella conmoción.
Como a medio kilómetro en el interior de la bahía se hallaban una docena de barcas de pesca tripuladas por chimps. Algunas de ellas se balanceaban y chocaban entre sí alrededor de una bruñida y blanca nave que brillaba ofreciendo un increíble contraste con las desvencijadas traineras.
La nave
gubru
estaba inmóvil en el agua. Dos de los pajaroides miembros de la tripulación permanecían en la popa, moviendo los brazos y gorjeando instrucciones que los marinos chimps ignoraban cortésmente, mientras ataban cuerdas a la nave averiada y empezaban a remolcarla poco a poco hacia la orilla.
¿Y qué? Un buen asunto
, pensó Fiben. Una patrullera
gubru
había sufrido una avería. ¿Y eso había sacado a la calle a todos los chimps de la ciudad? Los habitantes de Puerto Helenia debían de andar muy escasos de diversiones.
Entonces se dio cuenta de que sólo unos pocos chimps estaban contemplando aquel rescate sin importancia en las aguas del puerto. La inmensa mayoría miraba hacia el sur, al otro lado de la bahía.
¡Oh!
Fiben dejó escapar un suspiro y, también él, se quedó momentáneamente sin habla.
Sobre la distante meseta que ocupaba el cosmódromo colonial se alzaban unas nuevas y brillantes torres.
Los radiantes monolitos no se parecían en absoluto a los vehículos de transporte
gubru
y tampoco a sus inmensas y globulares naves de guerra. Por el contrario, parecían brillantes campanarios, agujas que se levantaban altas y confiadas y representaban una fe y tradición más antiguas que la vida en la Tierra.
De las elevadas naves espaciales, que transportaban a los dignatarios galácticos, tal como comprendió Fiben, surgían unos diminutos destellos de luz a medida que cruzaban el cielo hacia el oeste y se acercaban al contorno de la bahía. Finalmente, las naves se reunieron en una espiral de tráfico que comenzó a descender sobre la Punta Sur.
Era ahí donde todo el mundo en Puerto Helenia parecía sentir que estaba ocurriendo algo especial.
Inconscientemente, Fiben guió al Tyco a través de la multitud y llegó al extremo del muelle principal. Una cadena de chimps, que llevaban unos distintivos ovalados, impedían que la multitud avanzase.
Así que fuerzas de seguridad de nuevo
, advirtió Fiben.
Los marginales resultaron indignos de confianza, y los gubru han tenido que reinstaurar la autoridad civil.
Un chimp que llevaba el brazal de cabo de las fuerzas de seguridad agarró el ronzal de Tyco y empezó a hablar.
—¡Eh, amiguito! No se puede… —parpadeó—. ¡Ifni! ¡Pero si es Fiben!
Fiben reconoció a Barnaby Fulton, uno de los chimps que habían estado comprometidos en el movimiento urbano clandestino de Gailet. Sonrió, aunque sus pensamientos estaban mucho más allá de las picadas aguas.
—Hola, Barnaby. No te había visto desde la insurrección del valle. Me alegra saber que sigues rascándote.
Habían empezado a llamar la atención. Chimps y chimas miraban hacia ellos, dándose codazos y susurrando en voz baja. Oyó su nombre repetido varias veces. Los susurros de la multitud disminuyeron cuando a su alrededor se formó un círculo de silencio. Dos o tres de los chimps que miraban extendieron la mano para tocar los duros flancos de Tyco o la pierna de Fiben, como para comprobar que eran reales.
—Siempre que pica, Fiben —Barnaby hacía visibles esfuerzos para imitar la actitud despreocupada de Fiben—. Uh, un rumor hablaba de que estabas por allí —señaló hacia la impresionante actividad que tenía lugar en el otro extremo de la bahía—. Otro decía que te habían detenido y llevado a las montañas. Un tercero…
—¿Qué decía el tercero?
—El tercero… —Barnaby tragó saliva— decía que habías estirado la pata.
—Hummm —comentó Fiben en voz baja—. Creo que los tres son ciertos.
Vio que las traineras habían remolcado ya a la patrullera
gubru
averiada hasta muy cerca del muelle. Otras barcas tripuladas por chimps navegaban en la distancia, pero ninguna de ellas se decidía a cruzar la línea de boyas que podía verse extendida de un extremo a otro de la bahía.
—Uf, Fiben —Barnaby miró a derecha e izquierda y continuó hablando en voz baja—. Hay en la ciudad unos cuantos chimps que están reorganizándose. Cuando recuperé mi brazalete tuve que jurar lealtad, pero puedo hacer llegar al profesor Oakes la noticia de que estás aquí. Estoy seguro de que querrá convocar una reunión para esta noche.
—No tengo tiempo —Fiben negó con la cabeza—. Tengo que llegar hasta allí —señaló hacia donde las brillantes naves resplandecían sobre los promontorios lejanos.
—Yo no lo haría —Barnaby frunció los labios—. Esas boyas de vigilancia no dejan pasar a nadie.
—¿Han abatido a alguien?
—Bueno, que yo sepa, no. Pero…
Barnaby se interrumpió cuando vio que Fiben tiraba de las riendas y golpeaba al caballo con los talones.
—Gracias, Barnaby. Eso es todo lo que quería saber —dijo.
El servicio de seguridad se hizo a un lado para dejar pasar a Tyco hacia el embarcadero. Un poco más lejos, la pequeña flotilla de rescate acababa de llegar al muelle y se dedicaba a amarrar la reluciente nave de guerra
gubru
. Los marinos chimps no paraban de hacer reverencias y se movían en incómodas y respetuosas posturas bajo la irritada mirada de los soldados de Garra y de sus terribles robots de batalla.
En contraste, Fiben avanzó con su corcel a suficiente distancia para no tener la obligación de presentar sus respetos a los alienígenas. Pasó erguido frente a la patrullera, ignorándolos por completo, y se dirigió al extremo más alejado del embarcadero, donde los botes pesqueros más pequeños acababan de amarrar.
Cruzó una pierna sobre la silla y desmontó de un salto.
—¿Eres bueno con los animales? —preguntó a un sorprendido marino que lo miraba mientras terminaba de asegurar su embarcación. Cuando éste asintió, Fiben tendió las riendas de Tyco al pasmado chimp—. Entonces haremos un trueque.
Saltó a bordo y se dirigió a la cabina de mandos.
—Mándale la factura por la diferencia al Suzerano de la Idoneidad. ¿Lo has entendido? Al Suzerano de la Idoneidad de los
gubru
.
El asombrado chimp pareció notar que se le caía la mandíbula. La cerró con un sonoro clac.
Fiben conectó el encendido y quedó satisfecho con el sordo rugido del motor.
—Suelta las amarras —pidió, y en seguida volvió a sonreír—. Gracias. ¡Ah, y cuida bien de Tyco!
El marinero parpadeó. Parecía a punto de enojarse cuando aparecieron varios de los chimps que habían seguido a Fiben. Uno le susurró algo al oído. Entonces sonrió. Se apresuró a soltar las amarras del bote y luego lanzó la cuerda a cubierta. Cuando Fiben chocó torpemente contra el muelle al maniobrar, el chimp se limitó a dar un ligero respingo.