Vaya día, Uthacalthing, vaya día.
Fiben se limpió el polvo de los ojos y miró hacia abajo.
Ya había recorrido aproximadamente la mitad del camino hasta la playa. Si alguna vez llegaba a ella, la distancia hasta el parque de recreo al noroeste de la Bahía de Aspinal sería sólo un simple paseo. Y desde allí iba a serle fácil desaparecer por callejones secundarios y calles laterales.
En los próximos minutos se vería. Los supervivientes de la patrulla
gubru
debían de suponer que había muerto en la explosión y que había caído al mar junto con los fragmentos de la Reserva. O tal vez se imaginaban que había huido por otro camino. Después de todo, sólo un idiota intentaría bajar por aquel precipicio sin ir equipado.
Fiben esperaba estar en lo cierto, ya que si bajaban a buscarlo su suerte sería tan negra como esos pájaros chamuscados de la cancillería.
Frente a él, el sol empezaba a descender hacia el horizonte oeste. El humo de la conflagración de aquella tarde había contribuido a crear unos tonos escarlatas y ocres en el inminente atardecer. En el agua vio, aquí y allá, unos botes. Dos embarcaciones de carga navegaban lentamente, con unas figuras oscuras apenas visibles en cubierta, en dirección a las islas distantes, llevando sin duda alimentos a los rehenes humanos.
Era una pena que algunas de las sales del agua marina de Garth fueran tóxicas para los delfines. Si la tercera raza de Terragens se hubiese podido establecer allí, los enemigos hubieran tenido mucha más dificultad para aislar a los habitantes del archipiélago de un modo tan efectivo. Además, los fines tenían su propia forma de pensar. Tal vez se les habrían ocurrido un par de ideas que los congéneres de Fiben habían pasado por alto.
Los promontorios del sur le ocultaban la visión del puerto. Pero pudo ver amagos de destellos plateados, naves de guerra
gubru
o transbordadores que participaban en la construcción de defensas espaciales.
Bueno
, pensó Fiben,
de momento nadie ha venido a buscarme. Es mejor que me lo tome con calma y recobre el aliento antes de acometer el resto del camino.
Hasta entonces había hecho la parte más fácil.
Fiben metió la mano en el bolsillo y sacó el hilo reluciente que había encontrado en el agujero. Podía tratarse perfectamente de una tela de araña o de algo igualmente insignificante. Pero era lo único que tenía para enseñar de su pequeña aventura. No sabía cómo le diría a Athaclena que ése era el único resultado de su esfuerzo.
Bueno, no el único. Estaba también la destrucción de la Reserva Diplomática
tymbrimi
. Eso era otra cosa que tendría que explicar.
Sacó su monocular y quitó la tapa de la lente. Metió con cuidado el hilo dentro y, tras volver a colocar la tapa en su sitio, guardó el aparato.
Sí, iba a ser una puesta de sol en verdad hermosa. Las brasas del fuego brillaban, arremolinadas en nubes giratorias que el paso de las aullantes ambulancias
gubru
levantaba de un lado a otro de las colinas. Fiben pensó en meter la mano en el bolsillo y comerse los cacahuetes restantes mientras esperaba, pero en aquellos momentos tenía más sed que hambre. Y, de todos modos, los chimps modernos consumían demasiadas proteínas.
La vida es dura
, pensó, intentando encontrar una posición cómoda en la estrecha grieta.
Pero ¿es que ha sido fácil alguna vez para un ser de la clase pupila?
Ahí estás, ocupado en tus asuntos en alguna jungla pluvial, perfectamente adaptado a tu agujero ecológico, y de pronto ¡bang! Un tipo autoritario con ínfulas de dios se sienta sobre tu pecho y te mete a la fuerza en la boca el fruto del Árbol de la Ciencia. A partir de entonces eres un inadaptado, porque te miden según los puntos de vista más «elevados» de tu tutor; no tienes libertad, no puedes tener los hijos que te plazca y te ves cargado de «responsabilidades»… ¿quién oyó alguna vez hablar de responsabilidades en la jungla?… responsabilidades para con tus tutores, para con tus descendientes…
Un asunto muy duro. Pero en las Cinco Galaxias sólo había una alternativa: la exterminación. Los anteriores inquilinos de Garth habían sido la prueba de ello.
Fiben se lamió el sudor salado de los labios, comprendiendo que era una reacción nerviosa lo que le había ocasionado aquella momentánea oleada de amargura. Y, además, no había motivo para recriminaciones. Si fuera un representante de su raza, uno de esos pocos chimps que hablan en nombre de todos los neochimpancés ante el Concejo de Terragens y los grandes Institutos Galácticos, valdría la pena reflexionar sobre aquellos puntos. Pero tal como estaban las cosas, Fiben advirtió que lo único que hacía era retrasar lo que tenía por delante.
Supongo que, después de todo, se han olvidado de mí
, pensó asombrándose de su suerte.
La puesta de sol alcanzó su punto máximo en un esplendor de colores y textura, lanzando chorros de luz de intensos rojos y anaranjados sobre las aguas poco profundas de Garth.
Demonios, después de un día como aquél, ¿qué sería bajar ese abrupto acantilado a oscuras? Sería el anticlímax, nada más.
—¿Dónde demonios has estado? —Gailet Jones se enfrentó a Fiben cuando éste entró por la puerta dando traspiés, y se acercó a él con el ceño fruncido.
—Oh, profesora —suspiró—. No me regañes. He tenido un día muy duro. —Pasó de largo y avanzó por la biblioteca llena de papeles y mapas arrastrando los pies. Saltó por encima de un mapa desplegado en el suelo, ajeno a dos de los observadores de Gailet que gritaban indignados, y que se hicieron a un lado cuando él se dirigió hacia ellos en línea recta.
—Hemos terminado con los informes hace horas —dijo Gailet mientras lo seguía—. Max se las arregló para robarles algunos discos de vigilancia…
—Ya lo sé. Lo vi —comentó mientras se metía en la pequeña habitación que le había sido asignada. Empezó a desnudarse allí mismo—. ¿Tienes algo de comer? —preguntó.
—¿Comer? —Gailet parecía incrédula—. Tienes que darnos tus informes para que podamos llenar nuestros huecos en el mapa de operaciones
gubru
. La explosión fue una suerte inesperada y no teníamos preparados suficientes observadores. Y la mitad de los que teníamos se limitaron a quedarse boquiabiertos cuando empezó la diversión.
El traje de faena de Fiben cayó al suelo con un «clonk». Se lo quitó del todo.
—La comida puede esperar —masculló—. Necesito un trago.
—Podrías tener la amabilidad de no rascarte. —Gailet Jones se había sonrojado y se había vuelto de espaldas.
Fiben regresaba de servirse un buen vaso de brandi color naranja y la miró con curiosidad. ¿Era en realidad la misma chima que lo había abordado con la palabra «rosa» hacía dos o tres noches? Se golpeó el tórax sacudiéndose el polvo. Gailet parecía disgustada.
—Esperaba con ansia un baño, pero ahora me parece que voy a prescindir de él. Tengo demasiado sueño. Me voy a dormir. Mañana regreso a casa.
—¿A las montañas? —Gailet se quedó perpleja.
—Sí —asintió Fiben—. Voy a buscar a Tyco y me pondré en marcha para ir a informar a la general. —Sonrió con cansancio—. No te preocupes. Le diré que estás haciendo un buen trabajo. Un magnífico trabajo.
—¡Te has pasado la tarde revoleándote en el polvo y emborrachándote! —la chima hizo una mueca de desprecio—. ¡Un oficial del ejército! ¡Y yo que creí que eras un científico! Bueno, la próxima vez que tu maravillosa general quiera comunicarse con nuestro movimiento aquí en la ciudad, asegúrate de que envía a otro ¿me oyes?
Giró sobre sus talones y se marchó dando un portazo.
¿Qué podía decirle?
Fiben permaneció con la vista clavada en la puerta. Sabía que podría haberlo hecho mejor. Pero estaba tan cansado… Le dolía el cuerpo, desde los dedos chamuscados de los pies hasta los pulmones abrasados. Apenas notó la cama cuando se dejó caer en ella.
En sus sueños, una luz azul giraba y destellaba. De ella emanaba un débil algo que podía asociarse con una distante sonrisa.
Divertido
, parecía decir.
Divertido pero no tanto como para soltar una carcajada.
Más bien un aperitivo para lo que tiene que venir.
Fiben gimió suavemente. Entonces se le apareció otra imagen: un pequeño neochimpancé, un evidente caso de atavismo, con los ojos muy hundidos y unos largos brazos apoyados en el teclado de una pantalla que llevaba colgada sobre el tórax. El chimp regresivo no podía hablar pero cuando sonrió, Fiben sintió un estremecimiento.
Luego vino una fase de descanso más reposada y por fin, para su alivio, otros sueños.
El Suzerano de la Idoneidad no podía poner los pies en un suelo no consagrado. Por eso se movía posado sobre una vara dorada, conducido por un séquito de aturdidos ayudantes
kwackoo
. El incesante arrullo de éstos era más tranquilizante que los graves gorjeos de sus tutores
gubru
. Aunque la Elevación había llevado a los
kwackoo
a contemplar el mundo según la óptica
gubru
, seguían siendo por naturaleza menos solemnes y majestuosos que aquellos.
El Suzerano de la Idoneidad intentaba ser tolerante con tales diferencias mientras el cloqueante enjambre de emplumados y regordetes pupilos transportaba la percha antigravedad. Podía ser poco elegante, pero ellos ya murmuraban en voz baja acerca de quién sería elegido como sustituto. ¿Quién sería el nuevo Suzerano de Costes y Prevención?
Tendría que hacerse pronto. Ya se habían enviado mensajes a los Maestros de la Percha en el planeta de origen, pero, si era necesario, un burócrata experimentado podía ser elevado a tal designación. Había que preservar la continuidad.
En vez de sentirse ofendido, el Suzerano de la Idoneidad encontraba a los
kwackoo
tranquilizadores; necesitaba sus sencillas canciones por la distracción que le procuraban. Los días y meses por venir iban a ser muy agitados. El luto formal era sólo una de las muchas tareas que tenía por delante. De algún modo debía instaurarse el impulso hacia la nueva política. Y, naturalmente, había que considerar los efectos que esta tragedia podía tener en la Muda.
Los investigadores esperaban la llegada de la percha junto a un grupo de árboles caídos cerca de la todavía humeante cancillería. Cuando el Suzerano les hizo la seña de que empezaran, iniciaron una danza de presentación, en parte gesticulada y en parte audiovisual, que describía lo que habían decidido con respecto al origen de la explosión y el fuego. Mientras los investigadores gorjeaban sus descubrimientos en una canción sincopada, el Suzerano hacía un esfuerzo por concentrarse. Después de todo, aquél era un delicado asunto.
Según las normas, los
gubru
podían ocupar una embajada enemiga pero serían responsables de cualquier percance que le ocurriera si la falta era suya.
—Sí, sí, ha ocurrido, ocurrió —informaban los investigadores—. El edificio se ha convertido en una ruina vacía. No, no, no se ha localizado una actividad dirigida concretamente a que ocurrieran estos acontecimientos. No hay señales de que el transcurso de estos hechos estuviera elegido de antemano por nuestros enemigos y se nos impusiera en contra de nuestra voluntad. Incluso en caso de que el embajador
tymbrimi
saboteara sus propios edificios ¿qué nos importa? Si no somos los causantes no tendremos que pagar, no tendremos que indemnizar.
El Suzerano gorjeó una breve corrección. Los investigadores no podían decidir sobre la idoneidad, sólo evaluar el hecho. Y, además, los asuntos de gastos eran del dominio de los oficiales del nuevo Suzerano de Costes y Prevención, después de que se recuperaran de la catástrofe que su aparato burocrático había sufrido.
Los investigadores danzaron arrepentidas disculpas.
Los pensamientos del Suzerano continuaban revoloteando en torno a la duda de cuáles iban a ser las consecuencias. Este acontecimiento, que en otras circunstancias hubiese sido de poca importancia, había alterado el delicado equilibrio del Triunvirato justo antes de un Cónclave de Mando y se producirían repercusiones incluso después de que fuera designado un tercer Suzerano nuevo.
A corto plazo, aquello beneficiaría a los dos supervivientes. El de Rayo y Garra gozaría de la posibilidad de perseguir a los pocos humanos que quedaban en libertad, fuera cual fuese el precio de ello. Y el de la Idoneidad podría dedicarse a la investigación sin las constantes quejas acerca de lo caro que resultaba.
Y, además, había que considerar la lucha por la primacía. En los últimos días había empezado a quedar claro lo impresionante que podía ser el viejo Suzerano de Costes y Prevención. Cada vez más, en contra de todo pronóstico, había sido el que organizara los debates, sacando a la luz sus mejores ideas, forzando compromisos y llevándolos hacia el consenso.
El Suzerano de la Idoneidad era ambicioso. Al sacerdote no le gustaba el curso que habían tomado las cosas.
Tampoco le resultaba agradable ver cómo sus planes más inteligentes eran modificados, alterados y amañados para complacer a un burócrata. ¡Y en especial a uno que tenía extrañas ideas sobre la empatía de los alienígenas!
No, aquello no era lo peor que podía haber ocurrido. En absoluto. Una nueva terna sería mucho más aceptable. Más viable. Y en el nuevo equilibrio, el sustituto empezaría con desventaja.
Entonces ¿por qué? ¿Por qué causa, por qué motivo tengo miedo?
, se preguntó el sumo sacerdote.
Con un escalofrío, el Suzerano de la Idoneidad ahuecó su plumaje y se concentró, fijando sus pensamientos en el presente, en los informes de los investigadores. Parecían indicar que la explosión y el fuego pertenecían a esa amplia categoría de acontecimientos que los humanos llamaban
accidentes
.
A instancias de su antiguo colega, el Suzerano había empezado en los últimos tiempos a aprender ánglico, esa extraña lengua no galáctica de los lobeznos. Era un esfuerzo difícil y frustrante, y de una cuestionable utilidad, puesto que los ordenadores de lenguaje eran una buena solución.
No obstante, el jefe de la burocracia había insistido y, para su sorpresa, el sacerdote había descubierto que había cosas que aprender incluso en una colección tan elemental de gruñidos y gemidos; por ejemplo, cosas tales como los significados ocultos que subyacían en el término
accidente
.