El Suzerano se frotó el pico y contempló la apacible tarde en el exterior. Aquellos jardines eran hermosos, con agradables céspedes y árboles importados de docenas de mundos. El anterior dueño de aquellos edificios ya no estaba allí pero su gusto se notaba aún en los alrededores.
¡Qué triste era que tan pocos
gubru
comprendieran, o se preocuparan por la estética de otras razas! Había una palabra que se usaba para la comprensión de lo ajeno. En ánglico se llamaba empatía. Algunos sofontes llevaban el asunto demasiado lejos. Los
thenanios
y los
tymbrimi
, cada uno según su estilo, se habían convertido en algo absurdo, arruinando toda la nitidez de su singularidad. Entre los Maestros de la Percha había algunas facciones que creían, sin embargo, que una pequeña dosis de comprensión de los demás podía resultar muy útil en los años futuros. Más que considerarlo útil, la prevención parecía ahora exigirlo.
El Suzerano había hecho sus planes. Las ideas inteligentes de sus compañeros se unirían bajo su liderazgo.
Los perfiles de una nueva política estaban ya clarificándose.
La vida es un asunto serio, meditó el Suzerano de Costes y Prevención. Y, sin embargo, de tanto en tanto parece realmente agradable.
Por una vez cantó para sí mismo lleno de satisfacción.
—Todo está preparado.
El chimp grande se secó las manos en su traje de faena. Max llevaba mangas largas para no mancharse el pelo de grasa pero la medida no había resultado del todo satisfactoria. Dejó a un lado su equipo de herramientas, se agachó junto a Fiben y, con un palito, dibujó un esbozo en la arena.
—Por aquí entran los tubos de hidrógeno del gas-ciudad en los terrenos de la embajada y por aquí pasan bajo la cancillería. Mi compañero y yo hemos hecho un empalme más allá de esos álamos. Cuando la doctora Jones dé la señal, meteremos cincuenta kilos de D-17. Eso tiene que surtir efecto.
—Parece excelente, Max —asintió Fiben mientras el otro chimp borraba el dibujo.
Era un buen plan, sencillo y, lo más importante, su origen, extremadamente difícil de averiguar, tanto si tenía éxito como si no. Al menos, eso era lo que esperaban.
Se preguntó qué pensaría Athaclena de aquella idea. La noción que Fiben tenía de la personalidad
tymbrimi
la había adquirido, como la mayoría de chimps, gracias a los videodramas y a los discursos del embajador. De aquellas impresiones se deducía que a los principales aliados de la Tierra les encantaba la ironía.
Así lo espero
, reflexionó.
Ella va a necesitar un verdadero sentido del humor para apreciar lo que estamos a punto de hacer en la embajada tymbrimi.
Se sentía extraño, allí sentado al aire libre a menos de cien metros de los terrenos de la embajada, donde las onduladas colinas del parque del Farallón dominaban el Mar de Cilmar. En las películas de guerra antiguas, los hombres siempre realizaban por la noche las misiones como aquélla, con las caras ennegrecidas.
Pero eso era en las épocas oscuras antes de los tiempos de la alta tecnología y los localizadores de infrarrojo. Lo único que conseguirían con una actividad nocturna sería llamar la atención de los invasores. Así, pues, los saboteadores se movían a la luz del día, disimulando sus actividades entre la rutina diaria de limpieza del parque. Max sacó un bocadillo de su holgado traje de faena y se lo comió a grandes mordiscos mientras esperaban.
El gran chimp tenía un aspecto tan impresionante, allí sentado con las piernas cruzadas, como cuando se habían conocido aquella noche en «La Uva del Simio». Con sus anchas espaldas y sus prominentes colmillos, uno podía pensar que se trataba de un individuo regresivo, un desecho genético. Pero el Cuadro de Elevación se preocupaba mucho menos de tales rasgos estéticos que de la tranquilidad y la naturaleza inalterable del pupilo. Se le había concedido ya una paternidad y otra de las chimas de su grupo de esposas iba a darle un segundo hijo.
Max había trabajado para la familia de Gailet desde que ésta era pequeña y la había cuidado cuando regresó después de su etapa de instrucción en la Tierra. Su devoción hacia ella era evidente.
Muy pocos chimps con carnet amarillo, como Max, formaban parte de la resistencia urbana clandestina. La insistencia de Gailet con respecto a reclutar sólo carnets azules y verdes había incomodado a Fiben y, sin embargo, había visto que tenía razón. Dado que algunos chimps estaban colaborando con el enemigo, sería mejor empezar creando una red de células con aquellos que tuvieran más que perder bajo el dominio de los
gubru
.
No obstante, a Fiben no le gustaba la discriminación.
—¿Te sientes mejor?
—¿Hummm? —Fiben levantó la vista.
—Los músculos —señaló Max—. ¿Te duelen menos?
Fiben tuvo que sonreír. Max se había disculpado varias veces, primero por no hacer nada cuando los marginales habían empezado a molestarlo en «La Uva del Simio», y después por haberle disparado el anestésico siguiendo las órdenes de Gailet. Por supuesto, vistas retrospectivamente, ambas acciones resultaban comprensibles. Ni él ni Gailet sabían qué hacer con Fiben y por eso habían decidido pecar de cautelosos.
—Sí, mucho mejor, sólo una punzada de vez en cuando. Gracias.
—Mmmm, bien. Me alegro —asintió Max satisfecho.
Fiben cayó en la cuenta de que no había oído ni una sola disculpa de boca de Gailet por lo que le habían hecho pasar. Apretó otro perno en la cuidadora de césped que había estado arreglando. La avería era verdadera, naturalmente, por si acaso se acercaba una patrulla
gubru
. Pero de momento la suerte había estado de su parte y, además, la mayoría de los invasores parecían estar en el extremo sur de la Bahía de Aspinal, supervisando otro de sus misteriosos proyectos de construcción.
Sacó un monocular de su cinturón y enfocó la embajada. El terreno estaba circundado por una valla baja de plástico con brillantes alambres en la parte superior y tachonada a intervalos por diminutas boyas giratorias de vigilancia. Los pequeños discos tenían un aspecto decorativo pero Fiben no se dejó engañar. Los aparatos de protección hacían imposible cualquier ataque directo por parte de fuerzas irregulares.
En el interior del recinto había cinco edificios. El más grande, la cancillería, estaba equipado con una antena de radio, ondas psi y ondas quantum, una razón evidente de por qué los
gubru
se habían instalado allí después de que los anteriores ocupantes se marcharan.
Antes de la invasión, el personal de la embajada estaba compuesto principalmente por humanos y chimps contratados. Los únicos
tymbrimi
asignados a aquella pequeña delegación eran el embajador, su ayudante y piloto y su hija.
Los invasores no habían seguido su ejemplo. El lugar estaba lleno de formas pajariles. Sólo un pequeño edificio, en la cima de la colina más alejada, delante de Fiben, parecía ajeno a las constantes idas y venidas de los
gubru
y los
kwackoo
. La estructura piramidal, sin ventanas, parecía más un hito de piedras que una casa, y ninguno de los alienígenas se acercaba a más de doscientos metros de ella.
Fiben recordó algo que la general le había dicho antes de partir de las montañas.
—
Fiben, si tienes ocasión, inspecciona, por favor, la Reserva Diplomática de la embajada. Si por ventura los gubru la han dejado intacta, tal vez haya allí un mensaje de mi padre.
La corona de Athaclena se había dilatado momentáneamente.
—
Y si los gubru han violado la reserva, yo también debería conocer su contenido. Se trata de una información que nosotros podemos usar.
Parecía poco probable que tuviera la oportunidad de hacerlo, tanto si los alienígenas habían respetado los Códigos como si no. La general tendría que contentarse con un informe de la inspección visual realizada desde lejos.
—¿Qué has visto? —preguntó Max. Masticaba con toda tranquilidad el bocadillo como si organizar un sabotaje fuera cosa de todos los días.
—Un minuto. —Fiben incrementó el aumento. Le hubiera gustado tener una lente mejor. Pero por lo que le parecía, el hito en lo alto de la colina no había sido violado. En la parte superior de la pequeña estructura brillaba una diminuta luz azul. Se preguntó si la habrían puesto allí los
gubru
.
»No estoy seguro —añadió—. Pero creo que…
Sonó el teléfono que llevaba en el cinturón, otro retazo de vida cotidiana que quizá terminara cuando empezaran los combates. La red comercial todavía funcionaba, aunque a buen seguro estaba intervenida por los ordenadores de lenguaje de los
gubru
.
—¿Eres tú, cariño? —respondió al teléfono—. Tengo hambre, espero que me hayas preparado el almuerzo.
Se produjo una pausa. Cuando Gailet Jones habló, había ansiedad en su voz.
—Sí, querido. —Utilizaba el código que habían acordado con anterioridad, pero obviamente no era de su agrado—. El grupo de matrimonio de Pele tiene hoy vacaciones, así que los he invitado a que vengan de excursión con nosotros.
—Muy bien, amor mío —Fiben no pudo evitar bromear un poco, sólo para que todo pareciera verosímil, naturalmente—. Tal vez tú y yo podamos encontrar un momento para desaparecer entre los árboles y ya sabes, uk, uk. Nos veremos dentro de un ratito, cariño. Se despidió antes de que ella pudiera hacer algo más que suspirar.
Colgó el teléfono y vio que Max lo miraba, con una bola de comida en el carrillo. Fiben arqueó las cejas y Max se limitó a encogerse de hombros como si dijera: «no es asunto mío».
—Es mejor que vaya a ver si Dwayne está bien —dijo Max. Se puso de pie y se sacudió el polvo de su traje de faena—. Arriba el ánimo, Fiben.
—Arriba los filtros, Max.
El enorme chimp asintió y empezó a bajar la colina, paseando como si la vida fuese por completo normal.
Fiben cerró la tapa del motor y puso en marcha la cortadora. El motor silbó con el suave chirrido de la catálisis de hidrógeno. Se montó en ella y empezó a dirigirse lentamente colina abajo.
En el parque había mucha gente para tratarse de un día laborable. Eso formaba parte del plan: acostumbrar a los pájaros al comportamiento inusual de los chimps. Éstos habían frecuentado la zona en forma creciente durante la última semana.
Aquello había sido idea de Athaclena. Fiben no estaba muy seguro de si le gustaba, pero, por extraño que pareciese, era una sugerencia
tymbrimi
que Gailet había aceptado de buena gana. Una estratagema de antropólogo. Fiben arrugó la nariz con desdén.
Se dirigió hacia un pequeño bosque de sauces junto a un arroyo, no lejos de los terrenos de la embajada y cerca de la valla con los pequeños vigilantes giratorios. Paró el motor y se bajó de la máquina. Dio unas cuantas zancadas por la orilla del arroyo y saltó de pronto al tronco de un árbol. Se encaramó a una rama apropiada desde la que podía divisar todo el recinto. Sacó una bolsa de cacahuetes y empezó a descascarillarlos uno a uno.
El disco de vigilancia más próximo pareció detenerse unos instantes. Sin duda alguna ya lo había chequeado con toda clase de sistemas, desde los rayos X al radar. Pero lo había encontrado desarmado e inofensivo. Cada día, desde hacía una semana, un chimp distinto había comido su almuerzo en aquel mismo lugar, aproximadamente a la misma hora del día.
Fiben recordó la velada en «La Uva del Simio». Quizás Athaclena y Gailet tuvieran razón. Si los pájaros intentan condicionarnos, ¿por qué no cambiamos los papeles y los condicionamos a ellos?
Su teléfono sonó de nuevo.
—¿Sí?
—Uf, parece que Donald tiene una pequeña indisposición y me temo que no podrá venir a la excursión.
—Oh, qué pena —murmuró. Colgó el teléfono. Hasta entonces todo iba bien. Descascarilló otro cacahuete.
El D-17 había sido colocado en los tubos que suministraban hidrógeno a la embajada. Pasarían aún unos minutos antes de que sucediera alguna cosa.
Era una idea muy simple, si bien él tenía sus dudas. Se suponía que el sabotaje debía parecer un accidente y tenía que ser cronometrado de tal forma que el contingente no armado de Gailet estuviera en su lugar. Esta incursión no pretendía tanto hacer daño como causar un revuelo. Gailet y Athaclena querían información sobre los sistemas de emergencia de los
gubru
.
Fiben debía ser los ojos y oídos de la general.
En el interior del recinto, vio a los seres pajariles que entraban y salían de la cancillería y de los otros edificios. La pequeña luz azul en lo alto de la Reserva Diplomática centelleaba sobre las brillantes nubes del mar. Un vehículo flotador
gubru
pasó zumbando por el cielo y empezó a descender hacia el gran jardín de la embajada.
Fiben observaba con interés, esperando que empezara la diversión.
El D-17 era un poderoso corrosivo si se dejaba un cierto tiempo en contacto con el hidrógeno del gas-ciudad. Pronto empezaría a comerse las conducciones. Y, además, si se dejaba expuesto al aire, tenía otro efecto. Tenía un olor de mil diablos.
No necesitaría esperar mucho tiempo.
Cuando empezaron a surgir de la cancillería los primeros gritos de consternación, Fiben sonrió. En pocos momentos, las puertas y ventanas se abrieron con fuertes explosiones mientras los alienígenas salían del edificio gorjeando de pánico o de asco. Fiben no estaba seguro de cuál era la causa de los gorjeos, pero no le importaba.
Estaba demasiado ocupado riendo a carcajadas.
Esa parte había sido idea suya. Rompió un cacahuete y lo lanzó al aire para cogerlo con la boca. Aquello era mejor que el béisbol.
Los
gubru
se dispersaban en todas direcciones, saltando desde los balcones aun sin llevar el equipo antigravedad. Algunos se retorcían de dolor con los miembros rotos.
Tanto mejor. Naturalmente aquello no estaba resultando demasiado perjudicial para el enemigo y sólo podría hacerse una vez. El auténtico objetivo era observar cómo se enfrentaban los
gubru
a una emergencia.
Las sirenas empezaron a aullar. Fiben consultó su reloj. Habían pasado dos minutos desde las primeras señales de la conmoción. Eso significaba que la alarma se accionaba de modo manual. Los tan vanagloriados ordenadores de defensa galácticos no eran, pues, omniscientes. No estaban equipados para reaccionar a un mal olor. Todas las boyas de vigilancia se alzaron al mismo tiempo sobre la valla, soltando un amenazador gemido y girando con gran rapidez. Fiben se sacudió las cascaras de cacahuete del regazo y se sentó lentamente, observando con cautela aquellos dispositivos mortales. Si estaban programados para extender automáticamente el perímetro de defensa ante una emergencia, podía encontrarse en peligro.