—Chicos, es mejor que lo hayáis tirado todo, incluidos los micrófonos, porque si no, saldré de aquí y me marcharé sin vosotros.
—Estamos desnudos —dijo Benjamín con un bufido. Movió la cabeza en dirección al valle—. Harry y Frank no han querido y les he dicho que subieran a la otra pendiente y se mantuvieran alejados de nosotros.
Robert asintió. Junto con sus compañeros observó el recorrido de los robots gaseadores. Los otros ya habían presenciado este fenómeno pero él no se hallaba en condiciones de hacerlo cuando tuvo oportunidad de ello.
Robert miraba con gran interés.
Tenía unos quince metros de largo, forma de lágrima y unos analizadores que giraban despacio en el extremo de la cola. El robot gaseador cruzó el valle de derecha a izquierda deteriorando el follaje bajo sus vibrantes gravíticos.
Mientras zigzagueaba a lo largo del cañón parecía estar husmeando antes de desaparecer momentáneamente tras una curva de las colinas colindantes.
El chirrido se detuvo pero no por mucho tiempo, pronto se oyó de nuevo y el vehículo regreso. Esta vez lo seguía una nube oscura y nociva, con turbulencias en su estela. El robot recorrió el valle y soltó la capa más gruesa de vapor aceitoso en el sitio donde los chimps habían dejado sus ropas y material.
—Habría jurado que esos miniordenadores no podían ser detectados —murmuró uno de los chimps desnudos.
—Tenemos que ir sin ningún tipo de aparatos electrónicos en el exterior —añadió otro chimp con tristeza, contemplando cómo el aparato desaparecía de nuevo de la vista. El fondo del valle estaba ya completamente oscurecido.
Benjamín miró a Robert. Ambos sabían que aún no había terminado.
El agudo chirrido volvió y el vehículo
gubru
cruzó de nuevo el valle, esta vez a mayor altura. Sus analizadores rastreaban los dos lados de las colinas.
El aparato se detuvo frente a ellos. Los chimps quedaron paralizados, como si mirasen a los ojos de un tigre gigantesco. Se detuvo unos momentos y luego empezó a moverse en ángulo recto con respecto a su recorrido anterior.
Se alejaba de ellos.
Al cabo de unos instantes, la colina opuesta estaba envuelta en una nube de humo negro. Desde el otro lado les llegaron las toses y los vituperios de los chimps que habían corrido hacia allí y que maldecían la idea
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de una vida mejor gracias a la química.
El robot empezó a moverse en espiral ganando altura. Era evidente que el mecanismo de detección se posaría en seguida sobre los terrestres de aquel lado.
—¿Alguien lleva algo que no haya declarado en la aduana? —preguntó Robert con sequedad.
Benjamín se dirigió a uno de los chimps. Chasqueó los dedos y tendió la mano. El chimp más joven lo miró ceñudamente y abrió la suya. Se vio el brillo de un metal.
Benjamín agarró el medallón y la cadena y se incorporó para tirarlos. Los eslabones brillaron unos momentos antes de desaparecer en la oscura neblina de la ladera de las colinas.
—Tal vez eso no haya sido necesario —comentó Robert—. Tenemos que hacer experimentos, dejar distintos objetos en lugares diversos y ver sobre cuáles lanzan gases —hablaba no sólo para aumentar su moral sino la de los otros—. Estoy seguro de que se trata de algo simple, muy común, pero no originario de Garth, de tal forma que constituya un signo inequívoco de la presencia terrestre.
Benjamín y Robert intercambiaron una larga mirada. No se necesitaban palabras.
Razón o racionalización.
Los próximos diez segundos dirían si Robert estaba en lo cierto o terriblemente equivocado.
Puede ser que nos detecten a nosotros
, pensó Robert.
¡Oh Ifni!, ¿y si son capaces de captar el ADN humano?
Los robots volaron sobre sus cabezas. Se taparon los oídos y parpadearon cuando los campos repulsores estimularon sus terminaciones nerviosas. Robert sintió una oleada de
deja vu
, como si aquello fuese algo que él y los demás hubieran hecho muchas veces en incontables vidas anteriores. Tres de los chimps hundieron la cabeza entre los brazos y lloriquearon.
¿Se había detenido el aparato? Súbitamente Robert creyó que sí, que estaba a punto de…
Pero el vehículo pasó sobre ellos, agitando las copas de los árboles a die\1… veinte… cuarenta metros de distancia. La espiral de inspección se ensanchó y el chirriante motor del robot se fue perdiendo poco a poco a lo lejos. El aparato seguía avanzando, en busca de otros objetivos.
Robert miró a Benjamín y le guiñó un ojo.
El chimp soltó un bufido. Era obvio que opinaba que Robert no tenía por qué alardear de su acierto. En definitiva, era el deber de un tutor.
Pero el estilo también contaba. Y Benjamín pensó que Robert podría haber elegido una forma más digna de demostrar que tenía razón.
Robert regresaría por un camino distinto, evitando todo contacto con el gas de coerción todavía reciente.
Los chimps esperaron aún un buen rato antes de recoger sus cosas y sacudirles el polvillo de hollín que tenían.
Empaquetaron su material pero no volvieron a ponerse la ropa.
No se trataba sólo de repugnancia al hedor alienígena. Por primera vez, sus propios objetos eran sospechosos. Ropas y herramientas, los auténticos símbolos de la sapiencia, se habían convertido en traidores, en algo en lo que no se podía confiar.
Regresaron a casa desnudos.
La vida tardó un poco en volver al pequeño valle. Las nerviosas criaturas de Garth nunca habían resultado dañadas por la nueva y nociva niebla que últimamente llegaba a intervalos del rugiente cielo. Pero les agradaba tan poco como los ruidosos seres bípedos.
Con nerviosismo y timidez, los animales nativos regresaron a sus terrenos de caza.
Estas precauciones eran especialmente minuciosas entre los supervivientes del terror bururalli. Cerca del extremo norte del valle, las criaturas detuvieron su migración y escucharon, husmeando el aire con desconfianza.
De pronto, muchos retrocedieron. En la zona había entrado algo más y hasta que se fuera no volverían a casa. Una figura oscura descendía la rocosa vertiente, abriéndose camino entre los peñascos donde el espeso residuo oleoso se había depositado. A medida que el crepúsculo se acercaba, iba agarrándose a las rocas sin temor, sin intentar ocultar sus movimientos pues allí nada podía dañarlo. Hizo una breve pausa, mirando a su alrededor como si buscase algo.
Un pequeño fulgor destelló al ser tocado por los rayos del sol poniente. La criatura se acercó arrastrando los pies hasta el objeto que relucía, una pequeña cadena con un medallón, medio escondido entre las rocas polvorientas, y lo recogió.
Se sentó a contemplar la joya durante unos instantes, suspirando suavemente como si meditase. Luego dejó caer la chuchería donde la había encontrado y se alejó.
Sólo después de que se hubiera marchado, las criaturas del bosque finalizaron su odisea de regreso, corriendo hacia rincones secretos y escondrijos. En pocos minutos todo el desorden se había olvidado.
De todos modos, los recuerdos eran estorbos inútiles. Los animales tenían cosas más importantes que hacer en lugar de ocuparse de lo ocurrido una hora antes. Se acercaba la noche y eso era un asunto serio. Cazar y ser cazado, comer y ser comido, vivir y morir.
—Tenemos que hallar un modo de dañarlos sin que puedan seguirnos la pista.
Gailet Jones estaba sentada en la alfombra, con las piernas cruzadas y de espaldas a las brasas del hogar.
Tenía delante al comité de resistencia
ad hoc
y pidió la palabra levantando un dedo.
—Los humanos de Cilmar y de las otras islas están incapacitados para tomar cualquier represalia. Así que debemos hacerlo nosotros, los chimps de esta ciudad. Tenemos que empezar con mucha cautela y dedicarnos a reunir a los más inteligentes antes de intentar dar un golpe serio. Si los
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advierten que se están enfrentando a una resistencia organizada, no quiero ni pensar en lo que pueden hacer.
Desde el rincón más oscuro de la habitación, Fiben observó cómo uno de los líderes de la nueva célula, un profesor de la escuela universitaria, alzaba su mano.
—Pero ¿cómo pueden amenazar a los rehenes bajo los Códigos Galácticos de Guerra? Me parece que he leído en algún sitio que…
—Doctor Wald —le interrumpió uno de los chimps más viejos—, no podemos contar con los Códigos Galácticos. No sabemos nada de sus cláusulas ni tenemos tiempo de aprenderlas.
—Podríamos consultarlas —sugirió el profesor—. La Biblioteca está abierta.
—Sí —repuso Gailet con desdén—. Con un
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de bibliotecario ¿te imaginas lo que sería pedirle consultar un banco de datos sobre resistencia en caso de guerra?
—Bueno, se supone que…
La discusión llevaba así un buen rato. Fiben carraspeó tapándose la boca con el puño. Todo el mundo levantó la vista. Era la primera vez que iba a hablar desde que había empezado aquella larga reunión.
—Es una cuestión discutible —dijo en voz baja—. Aun cuando supiéramos que los rehenes están a salvo. Hay otra razón más que apoya la idea de Gailet —ella le lanzó una mirada algo desconfiada y quizás hasta un poco resentida por su súbito apoyo.
Es inteligente
, pensó él.
Pero ella y yo vamos a tener problemas.
»Hemos de lograr —prosiguió Fiben— que nuestros primeros golpes parezcan menos importantes de lo que en realidad sean, porque el enemigo ahora está tranquilo, sin desconfiar y satisfecho de sí mismo. En este estado sólo lo encontraremos una vez. Debemos aprovecharnos de esta situación hasta tanto la resistencia esté coordinada y dispuesta. Eso significa que debemos mantener las cosas en un tono moderado hasta que tengamos noticias de la general.
Dedicó una sonrisa a Gailet y se apoyó contra la pared. Ella frunció el ceño pero guardó silencio. Habían tenido diferencias con respecto a poner la resistencia de Puerto Helenia al mando de una joven alienígena. Y las seguían teniendo.
Pero ella de momento lo necesitaba. Los malabarismos de Fiben en «La Uva del Simio» habían traído consigo el reclutamiento de docenas de chimps, galvanizando una parte de la comunidad que ya estaba harta de la dura propaganda
gubru
.
—Bien —dijo Gailet—. Vamos a empezar con algo sencillo. Algo de lo que puedas hablarle a tu general. Sus ojos se encontraron unos instantes. Fiben le sostuvo la mirada mientras las otras voces se elevaban.
—¿Y si fuéramos a…?
—¿Qué os parece si voláramos…?
—¿Y una huelga general?
Fiben escuchó la oleada de ideas, los modos de incordiar y engañar a una antigua, experimentada, arrogante y muy poderosa raza galáctica, e imaginó lo que Gailet debía de estar pensando, lo que tenía que estar pensando después de esa desconcertante y reveladora visita a la Escuela Universitaria de Puerto Helenia.
¿Somos en realidad seres sapientes sin nuestros tutores? ¿Nos atrevemos a probar nuestras ideas más brillantes en contra de unos poderes que apenas podemos comprender?
Fiben asintió demostrando que estaba de acuerdo con Gailet Jones.
Sí, es mejor que hagamos algo sencillo.
Todo estaba saliendo cada vez más caro pero eso no era lo único que preocupaba al Suzerano de Costes y Prevención. Las nuevas fortificaciones antiaéreas, los continuos ataques con gas de coerción a todos y cada uno de los enclaves en los que se sospechaba presencia terrestre, ésas eran cosas que había defendido con ardor el Suzerano de Rayo y Garra, y con la ocupación recién iniciada resultaba difícil negarle al mando militar cualquier cosa que creyese necesaria.
Pero la administración no era la única tarea del Suzerano de Costes y Prevención. Su otro trabajo consistía en proteger a la raza
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de las repercusiones de sus errores.
Habían surgido muchas razas viajeras del espacio desde que los Progenitores habían dado inicio a la gran cadena de Elevación hacía tres mil millones de años. Muchas habían florecido, habían llegado a grandes alturas, para caer luego aplastadas bajo algún error estúpido y evitable.
Existía otro motivo para que, entre los
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, la autoridad se dividiera de aquel modo. Era importante el espíritu agresivo del Soldado de Garra, que se arriesgaba y buscaba oportunidades para la Percha. Era importante asimismo la supervisión por parte de la Idoneidad, para asegurarse de que todos se adherían al Camino Verdadero.
Pero, además, tenía que existir Prevención: el grito de aviso, de aviso eterno de que la osadía podía llegar demasiado lejos y de que una idoneidad demasiado rígida podía hacer caer las perchas.
El Suzerano de Costes y Prevención recorría su oficina de un lado a otro. Detrás de los jardines que la rodeaban se encontraba la pequeña ciudad a la que los humanos llamaban Puerto Helenia. Por todo el edificio los burócratas
gubru
y
kwackoo
revisaban detalles, calculaban probabilidades y hacían planes.
Pronto tendría lugar un nuevo Cónclave de Mando con sus compañeros, los otros Suzeranos. El Suzerano de Costes y Prevención sabía que iba a encontrarse con nuevas exigencias.
Garra preguntaría por qué la mayor parte de la flota de guerra se dirigía a otros lugares. Y debería convencerlo de que los Maestros
gubru
del Nido necesitaban las grandes naves de guerra en otra parte, ahora que Garth parecía seguro.
Idoneidad volvería a quejarse de que la Biblioteca Planetaria de aquel mundo era lamentablemente inadecuada y de que, al parecer, había sido dañada de algún modo por el gobierno terrestre antes de su huida. ¿O quizás el saboteador había sido Uthacalthing, el tramposo
tymbrimi
? En cualquier caso, insistiría para que se trajera una biblioteca más completa con la mayor urgencia y a pesar del horrible gasto que eso supondría.
El Suzerano de Costes y Prevención ahuecó las plumas. Esta vez se sentía lleno de confianza. Les había dado a los otros la razón por un tiempo; pero ahora que las cosas estaban tranquilas, todo estaba en sus manos.
Los otros dos eran más jóvenes, con menos experiencia, inteligentes pero demasiado irreflexivos. Había llegado el momento de enseñarles cómo iban a ser las cosas, cómo tendrían que ser para que surgiese una política íntegra y sensata. ¡Este coloquio será efectivo!, se aseguró a sí mismo el Suzerano de Costes y Prevención.