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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (34 page)

Quizá podríamos accionar en Tanith, en la Biblioteca Central del Distrito.

Robert sonrió ante lo irónico de tal pensamiento. Incluso a las personas encarceladas por el invasor se les suponía el derecho de consultar la Biblioteca galáctica cuando quisieran. Era parte del Código de los Progenitores.

¡Exacto!
, rió entre dientes ante tal idea.
Lo único que tenemos que hacer es dirigirnos al cuartel general de ocupación gubru y exigirles que transmitan nuestra petición a Tanith… ¡una solicitud de información sobre la tecnología del invasor!

Tal vez hasta se avendrían a ello. Después de todo, con la confusión que reina en las galaxias, la Biblioteca debe de estar saturada de peticiones como ésa. Con un poco de suerte, nos llegaría la respuesta durante el próximo siglo.
Examinó su lista. Al menos esos métodos los conocía o había oído hablar de ellos.

Primera posibilidad: podía haber un satélite sobre el planeta, con complejos medios de exploración óptica, que inspeccionase Garth palmo a palmo buscando formas regulares que significasen edificios o vehículos. Un satélite de aquellas características podía guiar a los robots gaseadores hacia sus objetivos.

Factible, pero ¿por qué lanzaban gas una y otra vez en los mismos lugares? ¿Ese satélite no podía recordarlo? ¿Y cómo podía un satélite enviar a los robots al ataque de grupos aislados de chimps que se movían bajo los árboles de la espesa jungla?

La lógica inversa era válida para el argumento de los rayos infrarrojos. Las máquinas no podían tener como objetivo el calor corporal. Los robots teledirigidos de los
gubru
seguían atacando, por ejemplo, edificios vacíos, fríos y abandonados desde hacía varias semanas.

Robert no poseía la experiencia suficiente para poder eliminar todas las posibilidades de la lista. No sabía nada acerca de las ondas psi ni de su extraña prima, la física de la realidad. Las semanas transcurridas con Athaclena habían empezado a abrirle algunas puertas, pero estaba lejos de ser algo más que un lego en unos temas que aún hacían estremecer de temor supersticioso a muchos humanos y chimps.

Bueno, ya que estoy aquí dentro sin poder moverme, debería aprovechar para ampliar mis conocimientos.

Empezó a ponerse de pie, con la idea de reunirse con Athaclena y Benjamín, pero se detuvo de repente.

Mirando la lista de posibilidades advirtió que existía una más que había olvidado.

Una forma para que los gubru puedan penetrar en nuestras defensas con tanta facilidad… Un modo que les permita encontrarnos una y otra vez, por más que nos escondamos. Un modo de inutilizar todos nuestros movimientos.

No quería hacerlo, pero se obligó honestamente a coger una vez más la pluma.

Escribió una sola palabra.

TRAICIÓN

Capítulo
33
FIBEN

Aquella tarde, Gailet llevó a Fiben a recorrer Puerto Helenia, o al menos las zonas que el invasor no había situado fuera de los límites de la población neochimpancé.

Las barcas de pesca todavía iban y venían de los muelles situados al extremo sur de la ciudad. Pero iban tripuladas sólo por marineros chimps. Y menos de la mitad del número habitual se dirigían mar adentro, dando grandes rodeos para evitar la nave fortaleza de los
gubru
que ocupaba la mitad de la boca de la Bahía de Aspinal.

En los mercados vieron algunos artículos en abundancia. El resto de las estanterías estaba prácticamente vacío debido a la escasez y al acaparamiento. El dinero colonial aún servía para ciertas cosas como el pescado y la cerveza. Pero para comprar carne o fruta fresca sólo se podían usar las bolitas de dinero galáctico. Los tenderos irritados habían empezado a comprender el significado de «inflación», un término arcaico.

Al parecer, la mitad de la población trabajaba para el invasor. Se estaban construyendo edificios almenados, al sur de la bahía, cerca del cosmódromo. Las excavaciones indicaban que pronto se alzarían estructuras más grandes.

Por toda la ciudad se veían carteles que representaban a sonrientes chimpancés, en los que se prometía de nuevo la abundancia tan pronto como fuera puesta en circulación la cantidad suficiente de dinero «digno». Un trabajo eficiente haría que ese día llegase antes, prometían también los anuncios.

—¿Qué? ¿Ya has visto bastante? —le preguntó su guía.

—En absoluto —sonrió Fiben—. Apenas hemos arañado la superficie.

Gailet se encogió de hombros y dejó que él abriera la marcha.

Bien
, pensó Fiben contemplando el insuficiente abastecimiento de los mercados,
los especialistas en nutrición no dejan de decirnos que los neochimps comemos más carne de la que necesitamos, mucha más de la que podíamos conseguir en los viejos tiempos de vida salvaje. Tal vez esto nos haga algún bien.

Por último, su deambular los llevó a la torre del reloj, que dominaba la Escuela Universitaria de Puerto Helenia. El campus era más pequeño que el de la Universidad de la isla Cilmar, pero no hacía mucho tiempo que Fiben había asistido allí a conferencias de ecología, y conocía el lugar.

Al contemplar la escuela, algo le pareció muy extraño.

No era sólo el tanque flotante de los
gubru
, situado en lo alto de la colina, ni tampoco el nuevo y feo muro que rodeaba el extremo norte de los terrenos de la escuela. Era algo que afectaba a los estudiantes y al personal docente.

Lo que en realidad le sorprendía era verlos allí.

Todos eran chimps. Al llegar a Puerto Helenia, Fiben creyó que iban a encontrar ghettos y campos de concentración en los que se congregase la población humana del continente. Pero los últimos mascs y fems habían sido trasladados a las islas pocos días antes. Su sitio había sido ocupado por miles de chimps de las afueras, incluyendo aquellos susceptibles al gas de coerción, aunque los invasores hubieran asegurado que era imposible que les afectase.

A todos ésos les habían suministrado el antídoto, más una pequeña y simbólica indemnización, y los habían puesto a trabajar en la ciudad.

Pero allí, en la escuela, todo parecía tranquilo y sorprendentemente próximo a la normalidad. Fiben y Gailet miraron desde lo alto de la torre del reloj. A sus pies, los chimps y las chimas paseaban entre clase y clase. Llevaban libros, hablaban entre sí en voz baja y sólo ocasionalmente lanzaban miradas furtivas a los cruceros alienígenas que surcaban el cielo sobre sus cabezas, aproximadamente cada hora.

Fiben meneó la cabeza, extrañado de que continuasen asistiendo a clase como si nada ocurriera.

Los humanos eran famosos por el liberalismo de sus reglas de Elevación, tratando a sus pupilos como a iguales frente a una tradición galáctica mucho menos generosa. Los clanes galácticos más antiguos podían fruncir el ceño con desaprobación, pero los chimps y los delfines deliberaban al lado de sus tutores en el Concejo de Terragens. A las razas pupilas se les habían encomendado incluso naves espaciales.

Pero ¿era posible una escuela sin hombres?

Fiben se preguntó por qué el invasor daba tanta libertad a la población chimp, entrometiéndose sólo de un modo estúpido en unos pocos casos, como por ejemplo en «La Uva del Simio».

Entonces creyó entender por qué.

—¡Mimetismo! ¡Piensan que estamos imitando a los humanos! —murmuró a media voz.

—¿Qué has dicho? —Gailet lo miró. Habían hecho una pausa para poder terminar todo el trabajo, pero resultaba evidente que ella no compartía con su compañero la idea de perder todo el día dando vueltas.

—Dime qué ves ahí abajo. —Fiben señaló a los estudiantes.

Ella frunció el ceño y suspiró; luego se inclinó hacia adelante para observar mejor.

—Veo al profesor Jimmy Sung que sale de la sala de conferencias y que está explicando algo a sus alumnos —sonrió débilmente—. Lo más seguro es que se trate de Historia Galáctica intermedia. Fui su ayudante y recuerdo muy bien esa expresión de confusión de los alumnos.

—Bueno. Eso es lo que tú ves. Ahora contémplalo con ojos
gubru
.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, frunciendo el ceño.

—Recuerda —comentó Fiben señalando de nuevo a los estudiantes— que según la tradición galáctica, nosotros, los chimps, sólo somos una raza sapiente desde hace trescientos años, un poco más que los delfines… y que estamos sólo al principio de nuestro período de cien mil años de prueba que nos liga por contrato al Hombre.

»Recuerda también que muchos de los fanáticos ETs están muy ofendidos con los humanos. Y sin embargo a los humanos les fue concedido el rango de raza tutora y todos los privilegios que se derivan de ello. ¿Por qué?

»Porque habían elevado a los chimps y a los delfines antes del Contacto. Éste es el modo de conseguir un estatus en las Cinco Galaxias: tener pupilos y formar un clan.

—No sé dónde quieres ir a parar —Gailet sacudió la cabeza—. ¿Por qué me explicas lo que es obvio? Era evidente que no le gustaba recibir lecciones de un rústico chimp, uno que ni siquiera tenía el título de post-graduado.

—¡Piensa! ¿Cómo lograron los humanos su estatus? ¿Recuerdas cómo ocurrió, en el siglo XXII? Los fanáticos perdieron la votación cuando hubo que aceptar a los neochimps y a los neofines como sapientes. Fue un golpe promovido por los
kanten
, los
tymbrimi
y otros moderados antes incluso de que los humanos supieran cuál sería el resultado.

—Sí, claro, pero… —La expresión de Gailet era burlona, y Fiben recordó que la especialidad de ella era la sociología galáctica.

—Se convirtió en un
fait accompli
. Pero a los
gubru
, los
soro
y demás fanáticos no tenía por qué gustarles. Siguen pensando que sólo somos un poco más que animales. Eso es lo que tienen que creer, porque de otro modo los humanos se habrían ganado un lugar en la sociedad galáctica igual que el de la mayoría, y mejor que el de muchos.

—Sigo sin entender lo que…

—Mira ahí abajo —Fiben señaló—. Míralo con ojos
gubru
y dime qué ves.

Gailet observó a Fiben con furia. Al final, suspiró y dijo:

—Bueno, si insistes —se volvió otra vez para mirar hacia el campus. Permaneció en silencio un buen rato—. No me gusta —dijo por fin.

Fiben apenas podía oírla, y se aproximó a ella.

—Dime qué ves —ella desvió la mirada, y fue él quien tuvo que decírselo—. Lo que ves son unos animales brillantes y bien preparados, unas criaturas que imitan el comportamiento de sus tutores, ¿verdad que sí? Si lo miras con los ojos de un galáctico ves unas inteligentes imitaciones de los profesores y alumnos humanos… réplicas de tiempos mejores, representadas de un modo supersticioso por leales…

—¡Calla! —gritó Gailet tapándose los oídos. Se volvió hacia Fiben con chispas en los ojos—. ¡Te odio!

Fiben se sorprendió. Eso era lo difícil de entender en ella. ¿Se estaba él simplemente resarciendo del daño y las humillaciones sufridas durante tres días en sus manos?

No. ¡Tenía que enseñarle cómo consideraba el enemigo a sus congéneres! ¿De qué otra forma podía aprender a luchar contra ellos?

Bueno, ya tenía la explicación.
Y sin embargo
, pensó Fiben,
nunca es agradable ser odiado por una chica guapa.
Gailet Jones se apoyó en una de las columnas que sostenían el tejado de la torre del reloj.

—¡Por Ifni y toda la Bondad! —gritó con la cabeza entre las manos—. ¿Y si tienen razón? ¿Y si están en lo cierto?

Capítulo
34
ATHACLENA

El glifo
parafrenll
permaneció inmóvil sobre la muchacha dormida como una nube flotante de incertidumbre que vibraba en la oscura cámara.

Era uno de los Glifos del Destino. Mejor que cualquier criatura viviente podía predecir su propia suerte; el
parafrenll
sabía qué le deparaba el futuro… que era inevitable.

Y sin embargo, intentaba escapar. No podía hacer otra cosa. Aquélla era la simple, pura e ineluctable naturaleza del
parafrenll
.

El glifo se elevó desde la bruma del sueño del irregular sopor de Athaclena, alzándose hasta que su borde nervioso casi tocó el techo de piedra. En ese instante, el glifo retrocedió ante la ardiente realidad de la roca mojada, volviendo a toda prisa al lugar donde había nacido.

Athaclena sacudió ligeramente la cabeza en la almohada y su respiración se aceleró. El
parafrenll
vaciló de miedo reprimido sobre ella.

El glifo del sueño sin forma empezó a definirse y su brillo amorfo comenzó a asumir los rasgos simétricos de una cara.

El
parafrenll
era una esencia… una destilación. Su significado era la resistencia a lo inevitable. Se retorció y tembló para demorar el cambio, y el rostro se desvaneció durante unos instantes.

Allí, por encima del Origen, su peligro era mayor. El
parafrenll
se precipitó hacia las cortinas de la salida para, de repente, detenerse en seco como si tirasen de él unos tensos hilos.

El glifo se hizo más delgado, debatiéndose por soltarse. Sobre la chica dormida los delgados zarcillos se ondulaban persiguiendo la desesperada cápsula de energía psíquica que se desdibujaba.

Athaclena suspiró trémulamente. Su pálida, casi traslúcida piel, palpitaba a medida que su cuerpo percibía algún tipo de emergencia y se preparaba para realizar los ajustes necesarios. Pero no recibió ninguna orden. Las hormonas y enzimas no tenían instrucciones que seguir.

Los zarcillos se extendieron hacia el
parafrenll
, apresándolo. Se reunieron alrededor del símbolo que se debatía como si fueran dedos que acariciasen arcilla dando forma a la firmeza a partir de la indecisión, creando algo inmaterial a partir del terror puro.

Por fin se separaron mostrando en qué se había convertido el
parafrenll
… Un rostro que reía con regocijo. Sus ojos de gato brillaban, pero su sonrisa no era agradable.

Athaclena gimió.

Apareció una grieta y la cara se dividió por el medio, separándose sus dos mitades. ¡Eran dos!

Su respiración se agitó.

Las dos figuras se dividieron longitudinalmente y se convirtieron en cuatro. Ocurrió de nuevo, y ya eran ocho… de nuevo y… dieciséis. Las caras se multiplicaban riendo en silencio pero de un modo tumultuoso.

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